Para el New York Times (y no solo), su último libro es uno de los más importantes publicados en 2017. El escritor indio cuenta su visión del presente y del «desorden» globalizado
Nos encontramos con Pankaj Mishra en un clásico pub del norte de Londres, en donde pasa con su familia el tiempo que le dejan libre sus compromisos como escritor y columnista de gira por el mundo. Su último libro The Age of Anger (La edad de la ira, Galaxia Gutenberg) se convirtió en un caso editorial en Inglaterra y EEUU. El New York Times lo considera uno de los más importantes publicados en 2017. Se trata de «una historia del presente», como reza el subtítulo, en búsqueda de las raíces culturales de la crisis que estamos viviendo. Una época en la que las masas desarraigadas, «víctimas de una estafa» sin precedentes, responden a escala planetaria con «populismo y brutalidad rencorosa» a las élites que se «apropiaron de los frutos más selectos de la modernidad» y ahora contemplan tanta rabia con perplejidad aturdida. Desde Giuseppe Mazzini a Donald Trump, desde Gabriele D’Annunzio a Osama Bin Laden, el libro de Mishra relata cómo la normalización de ciertos valores occidentales, como el individualismo, el capitalismo o la secularización, genera necesariamente respuestas violentas. Reacciones peligrosas y, sobre todo, infructuosas porque comparten la misma visión reducida del hombre promulgada por los ideales que se intenta combatir. Mishra nació en 1969 y creció en una aldea del Uttar Pradesh, en el norte de la India. Sorprende el hecho de que llegue desde tan lejos un pensador con un conocimiento tan vasto y profundo del pensamiento moderno occidental.
En un mundo poblado por millones de personas provenientes de los background más diversos, ¿sigue teniendo sentido un interés especial por la cultura occidental?
Ya el teólogo Reinhold Niebuhr ridiculizaba a los fanáticos de la civilización occidental, cuyos resultados contingentes se consideraban la forma y la norma final de la existencia humana. Al mismo tiempo, la cultura occidental ha alcanzado hoy una dimensión y una influencia global, vivimos en un vasto y homogéneo mercado mundial, en el que los seres humanos son programados para maximizar su provecho personal y aspirar a los mismos bienes, prescindiendo del contexto cultural y del temperamento individual. Theodor Herzl, fundador del sionismo, hablaba de aprobación de una «mímica darwiniana», de un deseo “mimético” que conduce a poblaciones enteras a homologarse al pensamiento dominante y a sus ilusiones de grandeza.
Son muchos los que siguen defendiendo el capitalismo y el pensamiento liberal, en particular en su versión americana, mostrando su historia triunfal en los últimos siglos.
Durante siglos América ha sido presentada como la tierra de la libertad, pasando por alto algunos aspectos de su desarrollo y el contenido de lo que prometía. La promesa de crecimiento y expansión territorial y económica desde el origen fue limitada a la población en detrimento de los autóctonos y de otras categorías. El desorden capitalista y social, generado a raíz de la discrepancia entre la promesa de una felicidad mediante la conquista económica y su posibilidad de alcanzarla, siguen infectando hoy día a la sociedad estadounidense y se han extendido como una mancha de aceite en un mundo globalizado. De la misma manera, el nacimiento de la economía capitalista en la Europa occidental fue acompañado por un desorden político, social y económico, que ha generado una brutalidad sin precedentes en la historia humana, entre otras cosas, dos guerras mundiales, regímenes totalitarios y genocidios. Una brutalidad negada con frecuencia por los cantores de «los magníficos destinos progresivos», de leopardiana memoria, o reducida a un número exiguo de fenómenos extremistas, como el nazismo y el comunismo. Este desorden está ahora afectando a un vasto número de personas y poblaciones a nivel planetario.
En su libro, usted sostiene que la homologación no afecta solamente a los protagonistas, o víctimas, de la globalización del liberalismo, sino también a sus más firmes opositores.
Ya desde el siglo XIX una red de contactos y de convergencias une a los grandes opositores del materialismo con el individualismo propugnado por el capitalismo burgués. El judío Herzl fue discípulo espiritual del antisemita Wagner, del que tomó la idea política de una raza elegida. El bolchevique Maksim Gorky, Muhammad Iqbal, el poeta heraldo del islam “puro” y Gabriele D’Annunzio, eran todos devotos de Friedrich Nietzsche. Lenin y Gramsci admiraban el taylorismo americano; los promotores del New Deal se inspiraban en el corporativismo de Mussolini, tanto Gandhi como Damodar Savarkar, el ideólogo del nacionalismo hindú, se consideraban herederos espirituales de Giuseppe Mazzini. Más recientemente, en la cárcel de súper máxima seguridad en Colorado, el supremacista blanco Timothy McVeigh se hizo amigo íntimo del islamista Ahmed Yousef, que planificó el primer ataque a las Torres Gemelas.
Las posiciones que acaba de citar son aparentemente diversísimas, sin embargo, usted las relaciona reconduciéndolas en última instancia a Rousseau y a su polémica, que diría arquetípica, con Voltaire.
Voltaire es el prototipo del hombre moderno: defensor de la razón y de la libertad, opositor de la religión tradicional, promotor de una alianza cosmopolita entre los poderosos, él mismo hombre de negocios y empresario. Con su pensamiento y su vida Voltaire dio legitimidad a una vida de lujos y riqueza, incluso como necesario objetivo económico y político, bajo la consigna de la libre competición entre los hombres ilustrados. Rousseau es la reacción a todo esto, un crítico interno de la Ilustración. Al individualismo de Voltaire, Rousseau opone una visión idealizada de comunidad igualitaria, inaugurando una tradición de rebelión contra la modernidad que sigue todavía hoy. Sin embargo, Voltaire y Rousseau representan dos caras de la misma moneda: a cada Voltaire le sigue necesariamente un Rousseau.
¿Qué quiere decir?
Rousseau encarna la quintaesencia de la experiencia de la modernidad para la mayoría de las personas: ciudadanos de una metrópolis comercial, sin raíces, aspiran sin esperanza a ocupar un puesto al sol, luchando contra sentimientos contrapuestos de envidia y fascinación y de repulsa y rechazo del sistema que combaten y que a la vez los genera. Como profetizó el filósofo George Santayana, la extensión de una cultura competitiva e individualista está abocada a engendrar «una erupción de violencia ciega y primitiva», lista para desatarse en momentos de crisis. Ya Dostoievski había señalado que individuos educados en soñar la ciega satisfacción de una libertad individual se radicalizarán fácilmente ante cualquier realidad negativa. El comienzo del siglo XX confirmó su profecía. En el período de la primera gran crisis del capitalismo global, y de la mayor migración internacional de la historia, la búsqueda anárquica y nihilista de una liberación de la voluntad individual se plasmó en la violencia del terrorismo.
¿Podemos considerar la violencia y el terrorismo como fruto de una promesa defraudada?
Se trata de reacciones a la reducción del hombre a homo económicos y a la des-espiritualización del deseo humano, a su deificación como mero interés material. Los axiomas del capitalismo, es decir, la autonomía individual y la exaltación del provecho personal, prometía felicidad segura e igualdad. En realidad, han producido la humillación de una amplia mayoría por parte de la pequeña élite que detenta el poder. El fenómeno Trump, al igual que el supremacismo blanco y el nacionalismo americano que lo sostienen, son ejemplos de esta reacción, así como el terrorismo islámico, en mi opinión, es fruto del nihilismo occidental.
¿En qué sentido?
En ausencia de puntos de referencia religiosos y políticos claros, los hombres se encuentran perdidos ante una independencia sin límites. Cuando la dimensión del pensamiento está abandonada a flotar en el vacío, los hombres quieren que, por lo menos en el plano material, todo sea seguro y estable; resultan incapaces de recuperar sus credos anteriores, se someten a un dueño que les garantice cierta seguridad. Esta experiencia peculiar de libertad individual en un vacío es ya una pandemia en el mundo desarrollado, en aquel en vía de desarrollo e incluso en el subdesarrollado.
¿Volvemos a vivir una historia ya contada, esta vez a nivel global?
Con una diferencia importante. En los dos últimos siglos los choques de la modernidad fueron amortiguados por las estructuras sociales tradicionales, la familia y la comunidad, y por el estado de bienestar del Estado. Todo esto se está desmoronando.
¿Pero el socialismo y más recientemente el nacionalismo y el aislacionismo, como el inglés y el americano, no son intentos de reconstruir una comunidad perdida, en dirección contraria a la globalización?
La nación es un concepto abstracto, irreal, por tanto, una enésima respuesta falsa ante un problema verdadero. El nacionalismo trata de llenar el vacío social y la ausencia de vínculos creada por el individualismo con una falsa noción de pertenencia. Es el enésimo fraude, porque no se apoya en una realidad concreta de comunidad, como por ejemplo las clásicas relaciones de vecindad. El nacionalismo es peligroso porque en el fondo pretende ocupar el lugar de Dios, con la ilusión de recuperar un vínculo perdido.
¿Cómo salir de esta suerte de eterno retorno de la modernidad?
Es necesario repensar tanto el yo como el mundo. Los seres humanos seguimos a quien sabe evocar las fuerzas que se mueven en nuestro interior profundo. Tanto los análisis como las soluciones deben mirar al ser humano en su irreductibilidad, a sus miedos, a sus deseos, a su ira. Solo en esa inestable relación entre nuestro yo privado y nuestro yo público puede uno empezar a comprender y resolver la guerra civil mundial de este tiempo.
¿Es una cuestión que compete solo a los intelectuales?
No. En primer lugar hay que reconstruir comunidades reales. Promoviendo The Age of Anger, me han planteado esta pregunta: ¿de dónde viene tu crítica a la modernidad? Y la respuesta es muy simple, de mi historia. Haber podido experimentar la positividad de pertenecer a una comunidad rural ha hecho de mí un hombre distinto con respecto a muchos colegas que han tenido que confluir en el desorden urbano hecho de soledad y ansia. Solo una experiencia similar a la que yo he vivido puede crear las bases para una oposición seria al modernismo. Crecí en el norte de la India, en una aldea, una entidad real, comunitaria, donde todo y todos tenían un lugar propio y un límite. Hay que volver a construir aldeas en este mundo global.
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