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Huellas N.11, Diciembre 2017

REPÚBLICA CENTROAFRICANA

Nosotros, los no héroes de Bangui

Federico Trinchero

¿Por qué en un país destrozado por la guerra hay jóvenes que eligen seguir a Cristo en lugar de huir o enrolarse? El convento del padre FEDERICO TRINCHERO se convirtió en un campo de refugiados. Y ahora… He aquí lo que florece «en la periferia de la periferia del mundo»

Parecía que se había acabado la guerra en la República Centroafricana. Pero no es así. La situación relativamente tranquila de la capital, Bangui, es engañosa. En estos meses, en el interior del país, los grupos rebeldes, no siempre con un origen y unos objetivos claramente determinados, han provocado miles de muertos, casas quemadas y desplazados que huyen de ciudades y aldeas.
El peligro es acostumbrarse a la guerra. Como si fuera inevitable, como si fuera un modo normal de convivir… Y para los que viven lejos, el riesgo es olvidarse de ella. Que levante la mano quien se acuerde del conflicto que se libra en nuestro país. O incluso quien sepa decir dónde se encuentra exactamente. No resulta exagerado para nada el título del reciente libro de Jean-Pierre Tuquoi, que fue columnista de Le Monde, sobre la atormentada historia de esta antigua colonia francesa: Oubangui-Chari, le pays qui n’existait pas (Ubangui-Chari, el país que no existía). Se trata de un estado cuya extensión es mayor que España y del que los medios casi no hablan.
En 2013, después del enésimo golpe de Estado, el mundo pareció darse cuenta de que existíamos. Se trató, en efecto, de una invasión literal por parte de un ejército extranjero. Los rebeldes que se hicieron con el poder –una coalición muy heterogénea, de mayoría musulmana, llamada Seleka– eran sobre todo mercenarios de Sudán y Chad. El nuevo presidente, Michel Djotodia, no consiguió tomar las riendas del Estado. Hubo saqueos, violencia y desbandada del ejército nacional. Una parte de la población, desesperada, se organizó en feroces grupos de autodefensa (anti balaka), de mayoría cristiana, aunque los obispos manifestaron en seguida su condena de la violencia como sistema para salir del caos.
El 5 de diciembre de ese año, los rebeldes asaltaron la capital. El país parecía enloquecido. Durante meses, solo hubo guerra y gente que huía de un lado a otro. Francia intervino para evitar que el conflicto acabara en un genocidio entre cristianos y musulmanes. Djotoda fue obligado a dimitir y la Asamblea Nacional eligió en su lugar a una mujer, Catherine Samba-Panza. Pero la guerra siguió, con fases alternas, más o menos cruentas, a pesar del envío de 12.000 soldados de Naciones Unidas.
En noviembre de 2015 –desafiando los peores pronósticos– el Papa Francisco decidió abrir aquí el Jubileo de la Misericordia. Hubo disparos hasta unas horas antes de su llegada, incertidumbre extrema hasta el último momento. El primer milagro fue que la visita papal se desarrollara sin incidentes. Bangui fue proclamada «capital espiritual del mundo», las puertas de la catedral se abrieron y se vislumbró un nuevo inicio. Segundo milagro: cesaron los disparos. En marzo de 2016, se eligió un nuevo presidente, Faustin Touadéra. Las elecciones se desarrollaron sin incidentes y sin que nadie impugnara los resultados. Los desplazados empezaron a volver lentamente a sus casas. Parecía que se daban todas las condiciones para un cambio. Pero el país, como un fuego bajo las cenizas, volvió a arder. La guerra es siempre fea. Para un país pobre, la guerra es una condena a muerte.
Dos datos muestran la trágica situación en la que nos encontramos actualmente. El 80% del territorio sigue ocupado, o controlado, por los rebeldes, que dictan su ley en lugar del Estado que renuncia a hacerse presente. La elección del nuevo presidente, la presencia masiva de los soldados de la ONU, las copiosas ayudas de la comunidad internacional podrían dar paso a una evolución positiva, pero de momento los resultados son mínimos.
Segundo dato. El último informe de la ONU sitúa a la República Centroafricana en la cola del Índice de desarrollo humano (188º de 188). Somos el país más pobre del mundo. Y, sin embargo, el subsuelo rebosa oro, petróleo y diamantes. La madera es de las más preciadas de África central. También la agricultura, gracias al clima y al agua abundante, podría practicarse de manera extensiva y rentable. Sin olvidar la mayor riqueza: los jóvenes. El 50% de la población tiene menos de 18 años. Sin embargo, en todo el país faltan las infraestructuras más elementales y, al borde de los caminos, deambula una masa de jóvenes en paro u ocupados con algún chanchullo, cuando no pendientes de un partido de fútbol… Una nueva República Centroafricana que parece cada vez más lejos.
Ante un panorama tan desolador, no faltarían razones para desanimarse y tirar la toalla. Pero no sirve seguir acusando al enemigo, nunca bien definido, o esperar que alguien como por arte de magia cambie las cosas. Es preciso empezar a hacer algo para que el país cambie de dirección. Y que sea la gente quien lo haga, en un gran y esperadísimo latido de amor por uno mismo y por la vida.

«Aquel 5 de diciembre…». En estos años la historia de nuestra comunidad carmelita –en la periferia de la periferia del mundo, a pocos kilómetros de los lugares en donde se combate– se ha entrelazado con la historia de este país y de su capital. Aquel 5 de diciembre, que marcó el comienzo de la guerra, supuso también el comienzo de una aventura humana y cristiana inolvidable, tan intensa como inesperada. En pocos días, 10.000 desplazados encontraron asilo dentro y alrededor de nuestro convento. La iglesia se transformó en dormitorio, el comedor en hospital, la sala del capítulo en maternidad, mi habitación en depósito de medicamentos. Creíamos que se quedarían unos días y en cambio fueron tres años. Tres años que nos ha brindado la posibilidad de vivir el Evangelio sin salir de casa, ni darle muchas vueltas… No había tiempo para ello. No hay héroes entre nosotros, solo una pequeña comunidad de frailes que no quiso echarse atrás.
Entones éramos 12. Luego, año tras año, casi sin darnos cuenta, hemos ido aumentando. Hoy somos 20, yo el único italiano. En septiembre otros 7 jóvenes han empezado su noviciado en nuestro convento de Bauar, en el norte del país. Entre ellos, Arístide, el infatigable enfermero de nuestro campo de refugiados, que atendió día y noche a los enfermos, los heridos y, sobre todo, las parturientas. Afortunadamente, los desplazados han vuelto a sus casas, si no hubiéramos tenido que colgar un cartel en la puerta del convento: «Lo sentimos. La maternidad ya ha completado su servicio y está cerrada».
Es increíble que, a pocos pasos de las armas y los disparos, aquí en el Carmelo nunca se haya suspendido la oración, haya crecido la fraternidad y hayan visto la luz tantas nuevas vidas. Han nacido niños en el comedor y jóvenes frailes en el convento.

Un gran honor. ¿Por qué en un país destrozado por la guerra hay jóvenes que eligen seguir a Cristo en lugar de huir o enrolarse? Seguro que alguien está pensando que esto es un modo de huir de la miseria. Es una interpretación errónea y, además, ofensiva para los africanos. De ser así, deberíamos ser muchísimos más… según las estadísticas de números y renta per cápita. Y si alguien empezara el noviciado por motivos espurios, con el tiempo, ciertamente no lo aguantaría. Lo cierto es que cada vocación es un misterio que se escapa de los parámetros, las previsiones y los cálculos humanos. ¿Por qué no creer que estos jóvenes han tocado con la mano el hecho de que solo Jesús puede dar la paz verdadera, la del corazón? ¿Qué solo él es la riqueza por la que merece la pena gastar la vida? ¿Y que el desarrollo de su país pasa también por aquellos que deciden vivir el Evangelio junto con sus hermanos?
Hace unas semanas, fuimos juntos a visitar el cementerio situado cerca de Saint Paul des Rapides, la iglesia más antigua de la República Centroafricana. Seguramente, uno de los lugares más sagrados del país. Aquí, en 1894, tuvo comienzo la evangelización del Ubangui-Chari, gracias al coraje y a la fe de algunos misioneros franceses que salieron de Brazzaville remontando el río Ubangui, hasta llegar a la que entonces era una pequeña aldea cerca de una estación colonial. Muchos de ellos murieron en edad temprana, a los pocos meses de llegar a esta tierra, a causa de enfermedades tropicales. Sus cuerpos descansan en este cementerio. Y sus nombres están ya borrados bajo capas de pintura en las cruces de cemento de sus tumbas.
Mientras pensaba en ellos, héroes de otros tiempos, observaba a mis jóvenes hermanos. Aquellos héroes bajo tierra nunca imaginarían que de su duro trabajo saldría una mies tan abundante. Los que “todavía no son héroes” en esta tierra no se dan cuenta de que son el fruto de aquella semilla que, quizás con su misma edad, murió para que la República Centroafricana conociera el Evangelio. Sin duda son frutos todavía inmaduros; otros podrán separarse del árbol y madurar sobre otra rama, pero siguen siendo frutos. A mí, indigno sucesor de aquellos héroes, me ha tocado en suerte el gran honor de ver crecer lo que otros han sembrado. Y de crecer yo con ellos.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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