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Huellas N.3, Marzo 2008

CULTURA - El 68

Cuando la desobediencia se convirtió en virtud

Pigi Colognesi

Segunda entrega de la reflexión de Huellas sobre lo que Benedicto XVI ha llamado «la gran ruptura» de la cultura occidental, dedicada esta vez a la Iglesia, que en los años del postconcilio, en nombre de la “renovación”, puso en tela de juicio autoridad y tradición. ¿Con qué consecuencias? Vamos a verlo

Hablamos de nuevo sobre el 68, sobre ese año que, según la expresión de Benedicto XVI, representó una «ruptura» en nuestra historia reciente. El punto de vista no es meramente evocador. No somos nostálgicos, ni apasionados de las celebraciones de aniversarios. Nos interesa comprender el presente y cómo influye en él lo que se impuso hace cuarenta años de forma impactante. En esta ocasión ponemos nuestra atención en la Iglesia.
Si entendemos por el 68 un desbaratamiento genérico de los ordenamientos precedentes, una total puesta “en movimiento” de una situación hasta entonces estable, más bien estática, nos preguntamos: ¿Ha vivido la Iglesia católica un 68 propio? La respuesta es sin duda afirmativa.
Merece la pena, sin embargo, distinguir dos fenómenos, concomitantes en el tiempo y a menudo entrelazados, pero no por ello intercambiables. En primer lugar tenemos que hablar de renovación, cuyo impulso debe remontarse seguramente al Concilio Vaticano II, clausurado en diciembre de 1965. La Iglesia, en la totalidad de su comunidad y en el nivel máximo de su autoridad –el Concilio universal reunido en torno al obispo de Roma–, percibió plenamente la exigencia de un cambio, de una profundización. La palabra más usada entonces (y sujeta después a no pocos malentendidos) fue «aggiornamento». La vertiginosa evolución sociocultural –que podríamos describir sintéticamente como la imposición de la sociedad del bienestar, de la escolarización de masa y de la secularización generalizada– planteó ante la Iglesia la urgencia de revisar las formas de su anuncio, de superar modalidades expresivas y organizativas demasiado ligadas al pasado. Esta urgencia la sintieron sobre todo los jóvenes, como reveló Pablo VI en una famosa audiencia general el 25 de septiembre de 1968: «¿No es acaso verdad que hoy la juventud está apasionada por la verdad, por la sinceridad, por la “autenticidad” (como se dice ahora)? ¿No existe tal vez en su inquietud una rebelión frente a la hipocresía convencional, que a menudo impregnaba la sociedad de ayer?». “Autenticidad”: tal vez sea esta la palabra clave para entender el deseo positivo que animó a muchos en aquellos años, tanto en el ámbito social y cultural como en el eclesial que aquí nos ocupa. El mismo surgimiento de agregaciones nuevas e inéditas, como Gioventù studentesca, ¿no ponía de relieve tal vez el deseo de vivir el cristianismo de forma más auténtica y por tanto más allá de las formas adquiridas en el pasado (la comunidad de ambiente, más que la usual estructura parroquial, por ejemplo)? “Autenticidad” significó también la recuperación de la dimensión comunitaria de la experiencia eclesial, demasiado desconocida debido a una formación netamente individualista. Significó una liturgia más participada y comprensible, un nuevo protagonismo de los laicos, una apertura cultural a los desafíos de la modernidad y un renovado compromiso de presencia en el mundo.

Ruptura con el pasado
Todo este deseo, sin embargo, no siempre se mantuvo en el cauce de una profundización ordenada, de una maduración orgánica. En muchos lugares se empezó a pensar que para renovarse, para cambiar, había que realizar una ruptura decidida con el pasado. Y aquí empezamos a ver una de las peores herencias del 68, la que equipara cambio con fractura, con una ruptura con lo anterior.
Obviamente, el primer blanco polémico de esta actitud de ruptura fue el lugar mismo de la transmisión del pasado, es decir, la autoridad. Nos introducimos de esta forma en el segundo fenómeno, distinto de la renovación. Se trata de la contestación. Es imposible hacer aquí una descripción aunque sea sumaria de este fenómeno, pero podemos tratar de señalar algunas características esenciales. Lo que tuvo mayor resonancia sin duda alguna fue la ampliación de la desobediencia a la autoridad. Los contestatarios pensaban, por utilizar el célebre libro de don Milani, que «la obediencia ya no es una virtud». Nos encontramos así con grupos de jóvenes que interrumpieron las charlas cuaresmales en la catedral de Trento, o grupos que ocuparon la de Parma. O el caso del párroco de Florencia, que desobedeció públicamente a su obispo, o grupos de teólogos que firmaron documentos que contradecían las tomas de posición del Papa. También pudimos contemplar a la asamblea de contestación eclesial de la Universidad Católica de Milán reventando la inauguración de un congreso en la que participaba un cardenal (tal vez a imitación del lanzamiento de huevos a las señoras en el estreno de La Scala), y la interminable profusión de periódicos, documentos, cartas abiertas que las más variadas comunidades de base” redactaban y difundían, todos unidos por el distanciamiento radical de la autoridad eclesial. Parecía casi que el rechazo mismo de la autoridad era prueba de autenticidad. Pablo VI intervino repetidamente acerca de este fenómeno. Recientemente se han publicado unos apuntes inéditos en los que se confirma esta constante preocupación suya. El Papa juzgaba con agudeza la actitud de los católicos “inquietos” con estas palabras: «Si se explora en la psicología de estos contestatarios cuál sería el modo tolerable de tal ejercicio [de la autoridad], parece que sería doble: 1) que la autoridad esté callada; 2) que se pronuncie en conformidad con quien la contesta».

La roca de la fe
Contestar a la autoridad significaba necesariamente poner en discusión aquello de lo que ella es depositaria: el contenido mismo de la fe transmitido desde hace dos milenios de vida de la Iglesia. Bien consciente de que esto era lo que estaba en juego, Pablo VI promulgó solemnemente el Credo del pueblo de Dios el 30 de junio de 1968, justamente un día después de la fiesta que celebra su autoridad como pastor universal. Quiso de esta forma mostrar la roca sólida de la fe cristiana. Evidentemente, los contestatarios consideraron este acto del supremo magisterio un puro y autoritario gesto de tradicionalismo retrógrado.
Se habló de tradicionalismo. Encontramos aquí el segundo blanco polémico de la renovación derivada en contestación: la tradición. La dinámica de la relación con ella ya no es la descrita por don Giussani en Educar es un riesgo, cuando habla del joven que pone ante sí la mochila que la autoridad le ha llenado y puesto en la espalda (tradición), rebuscando dentro y verificando si lo que hay en ella corresponde a sus propias exigencias elementales. Se empezó a gritar que aquella mochila había que tirarla, pues se consideraba totalmente insuficiente para afrontar el presente. El catecismo fue juzgado como una herencia momificada, la autoridad del obispo o del Papa como un servilismo inaceptable en tiempos de democracia generalizada. La liturgia fue sometida a los más variados experimentos (aquí también sigue siendo visible en la actualidad la herencia del 68) y la vida comunitaria rediseñada según los esquemas de un democratismo a menudo agresivo. Mientras que durante siglos la palabra tradición indicó el precioso legado de una sabiduría y de una belleza milenarias, en aquellos años se convirtió en sinónimo de retraso enmohecido.
Es cierto que muchas personas en la Iglesia pensaban que la tradición era un dato inmutable hasta en sus formas, terminando así, usando las palabras de Péguy, por buscar conservar una cosa viva en «aceite rancio»; mientras que la tradición, como decía el gran poeta, es una herencia viva transmitida a corazones y mentes llamados a acogerla viva y viva transmitirla. Nos encontramos aquí con el fenómeno del tradicionalismo, en su aspecto rígido de quien no quiere cambiar ni siquiera un detalle de cuanto ha recibido, o en la forma más soft de quien se blinda frente al deseo de autenticidad, que sin embargo encierra una verdad, esperando únicamente que la historia de la Iglesia supere esta prueba como lo ha hecho en otras muchas ocasiones.

El “espíritu” del Concilio
En el ámbito de la contestación, sin embargo, la tradición era considerada simplemente como lo viejo, lo superado, lo inútil. Lo dijo Pablo VI en la audiencia arriba citada: «El vínculo de la obediencia, de la norma común y de la dependencia, ha disminuido en la familia, en la sociedad y en la tradición, hasta llegar a ser casi inexistente». Reflexionando sobre estos temas con los sacerdotes de la diócesis de Belluno-Feltre y Treviso el pasado 25 de junio, Benedicto XVI identificó perfectamente el punto de vista que animaba a los anti-tradición: «Debemos volver a comenzar de cero, de un modo totalmente nuevo». «Volver a comenzar de cero», como si la tradición fuese sólo un peso; hacer algo «totalmente nuevo», como si dos mil años no hubiesen producido nada bueno. En la cresta entre «renovación en la tradición» y «cambio contra la tradición» se jugó la interpretación y la aplicación del mismo evento conciliar. Apelando a un no bien identificado (es más, identificado por ellos) «espíritu» del Concilio, los contestatarios lo interpretaron y lo interpretan como una ruptura irremediable con el pasado. Y juzgan el rechazo por parte de la autoridad de todo aquello que a sus ojos iría en la dirección del “aggiornamento” (sacerdocio femenino, democracia en la Iglesia, matrimonio de los sacerdotes, revisión de la moral sexual, etc.) como una traición al Concilio mismo, como una «restauración».

Otro triunfalismo, el de pensar
Continuaba Benedicto XVI: muchos de los que querían «volver a comenzar de cero», pensaban que «el marxismo parecía la receta científica para crear por fin el mundo nuevo», hasta llegar a «identificar esta nueva revolución cultural marxista con la voluntad del Concilio». De aquí el nacimiento de grupos como los Cristianos por el socialismo.
Pero la cuestión es mucho más sutil y, como método, prosigue (esta es otra herencia de aquellos años) incluso ahora que el marxismo como ideología ha perdido gran parte de su fascinación. Es el problema de la relación Iglesia-mundo. Benedicto XVI ha sintetizado la posición del 68 en los términos de «otro triunfalismo, el de pensar: “nosotros ahora hacemos las cosas; nosotros hemos encontrado el camino, así construimos el mundo nuevo”». Pero al haber renunciado a la tradición y al haber puesto radicalmente en discusión la autoridad, el propio análisis de la sociedad y los instrumentos de intervención son considerados como los más idóneos. La salvación del mundo no es ya la existencia misma de la Iglesia como inicio del mundo salvado (la comunión es la liberación), sino una actividad propia. Se desentierra el gran dualismo entre la fe, que tendría que ver con la salvación en el futuro (escatología), y la vida cotidiana que, sobre todo en su aspecto político, extrae sus motivos y métodos en otro lugar: Dios, si existe, no tiene nada que ver. Es lo que Benedicto XVI ha llamado la «gran crisis cultural de Occidente».
Una crisis (y es el último legado del 68 que queremos considerar) que ha tocado íntimamente la percepción misma de la persona. Escribía Pablo VI en sus apuntes: «El hombre se siente esclavo de sus instrumentos, que le obligan a obrar de forma extremadamente vinculada a una serie de relaciones externas a él, a menudo uniformes e impersonales, debido a la facilidad misma con la que se producen. Tentación horrible de una búsqueda de personalismo en la más ilógica y desenfrenada libertad anárquica, y en el abandono al placer del instinto pasional e irresponsable». Esto es: libertad como anarquía, es decir, ausencia de vínculos (sobre todo el vínculo constitutivo con el padre-autoridad que propone la tradición), que conduce al predominio del instinto. Se comprende así lo profética que fue –hay ya algún observador laico que empieza a darse cuenta de ello– la más contestada y aborrecida encíclica de Pablo VI, esa Humanae vitae publicada precisamente aquel verano del 68. Dicha encíclica, mucho más allá de la cuestión de la píldora, planteó el problema de una mutación antropológica, visible en uno de los fenómenos humanos más delicados, las relaciones afectivas incluso en su faceta sexual. En el fondo, de nuevo, la autoridad de la Iglesia puso sobre aviso con respecto a un grave peligro: el hombre que se considera autodeterminado se destruye; justamente allí donde pretende una libertad ilimitada, se niega la posibilidad de ser auténticamente libre. Diría san Ambrosio: «¡Cuántos dueños tiene aquel que rechaza al único Señor!».
¿Y la herencia positiva del 68? La podemos reconocer en la vivacidad de experiencia eclesial de aquellos que supieron captar la urgencia de autenticidad como reclamo a verificar la tradición en la obediencia, incluso llena de sacrificio, a la autoridad.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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