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Huellas N.10, Noviembre 2017

IRAQ

Regreso a Qaraqosh

Liliana Faccioli Pintozzi*

Reportaje desde la llanura de Nínive. Los desplazados a Erbil vuelven a casa. Donde hay que reconstruirlo todo y no olvidar nada. ¿Pero por dónde empezar? En la historia escrita con armas y petróleo se abre hoy «un frente decisivo», que pasa por la guardería de Ozal City…

La cruz se ve desde lejos. En el camino que desde Erbil, capital del orgullo kurdo, lleva a Mosul, donde Abu Bakr Al Baghdadi anunció la constitución del autodenominado Estado Islámico en julio de 2014. Tres años después, esa cruz es la primera señal que hoy las cosas han cambiado. Cruz de madera, pobre y orgullosa. Campea también a la entrada de Qaraqosh. Situada a 33 kilómetros de Mosul, corazón del cristianismo en una de las primeras tierras cristianas de la historia. Un corazón que durante treinta y cuatro meses dejó de latir mientras duró la ocupación del Califato Negro. Para la población la alternativa no tenía escapatoria: o convertirse al islam o dejarse matar. Así que en pocos días una ciudad de 66.000 habitantes se quedó vacía, y unos dos o trescientos hombres armados bastaron para controlarla. El miedo es más poderoso que las armas.

«Nunca los vimos, pero sabíamos que habían llegado. Sabíamos lo que le estaban haciendo a la población. Estaban por doquier, una verdadera pesadilla. Por eso huimos todos los que pudimos». Saddiq Yassur relata los últimos instantes en “su” Qaraqosh, sentado en el umbral de la vivienda que, por todo este tiempo, le ha dado cobijo y que para él nunca ha sido una “casa”. Una choza destartalada a las afueras de Ankawa, a las puertas de Erbil, capital del Kurdistán iraquí. Nos lo cuenta mientras espera recibir el albarán de recogida, que tendrá que rellenar para mañana. Por fin, se vuelve a casa.

Lo que queda. En Qaraqosh se mezclan el olor a arena y quemado, a descomposición y barniz, a carne y gasolina. El ruido de las primeras obras, las luces de las primeras tiendas, entre cúmulos de ladrillos y cemento, los esqueletos de los antiguos edificios, las calles ruinosas, la falta de agua y electricidad.

Saddiq ha vuelto aquí, a la casa a dos pisos que había diseñado él y luego construido con sus manos. Te la enseña orgulloso. Los dormitorios. El baño con azulejos azules. Una amplia sala de estar: «Se han llevado todo». Lo dice con tono triste, pero mantiene la sonrisa mostrando su alegría y en sus ojos una firme voluntad: no importa, se reconstruirá.

Todo, pero no del todo. No se han llevado el retrato desfigurado de la Virgen con el Niño que campea en la pared principal de la habitación. Borrado el rostro de María, borrado el rostro de Jesús y el de los ángeles. Es un retrato pintado directamente en la pared. Para violentarlo tuvieron que rasgar el muro. Se quedará así para siempre. «Quiero mantenerlo así para no olvidar lo que pasó. Le pondré encima otro icono, pero esto se quedará en los huesos de mi casa. Quiero recordar, tenemos que recordar». Recordar. Lo cual no coincide con negar el perdón.

El perdón de Myriam. Tres años después, Myriam mantiene su fe sencilla que cautivó al mundo cuando por primera vez, tras huir de Qaraqosh en 2014, delante de la cámara de una televisión iraquí relataba con serenidad la vida en el campo de refugiados. «Perdónales, porque no saben lo que hacen», me contesta cuando le pregunto si todavía piensa que el perdón, ese gesto tan extremo, victorioso y divino, es posible. «Ellos no saben lo que han hecho. No digo que estén locos, pero lo que están haciendo es realmente una locura».

Me encuentro con Myriam cuando tiene ya 13 años. «Ha sido un año maravilloso», me dice ella, que desde agosto de 2014 vive en un campo de refugiados: «El colegio me encanta, tengo una nueva amiga que se llama Carmen y, aunque no hay mucho sitio y no puedo jugar por la calle, siempre puedo jugar con ella o con mi hermana. Estoy muy contenta, porque Dios nos protege». Se palpa la fe que le han transmitido sus padres y que ella cultiva: «Dios nos ayudará. Él puso su mano protectora sobre nosotros y nos llevó a Ankawa. Luego puso su mano sobre Ankawa, impidiendo que el DAESH llegara hasta aquí. Habría podido no hacerlo, como hizo con Qaraqosh».

La educación es clave. La enseñanza en el colegio y la educación en la convivencia. Hacen falta una vida de comunidad y los colegios. En todos los niveles, quizás sobre todo para los más pequeños, porque si el estudio de las matemáticas se puede recuperar, «amar» y «respetar» son ejercicios que hay que aprender desde la más tierna infancia, y practicar cotidianamente.

Nuevas generaciones. «Tras la huida de Qaraqosh, muchas familias se vieron obligadas a vivir en espacios muy reducidos, ambientes para cinco personas ocupados por quince, entre adultos y niños. Mucha gente en poquísimo espacio, muchos niños todos juntos; ellos querían jugar, mientras sus padres tenían un montón de problemas en que pensar. Por eso, empezaron a manifestar agresividad. Cuando llegaron aquí, se peleaban entre ellos por cualquier motivo, había mucha tensión». Ghsoom describe así la llegada de los pequeños, refugiados de cuatro y cinco años, a la guardería de Ozal City, la zona de Ankawa que ha acogido a las familias cristianas. Nibras, también maestra, me cuenta la historia de Miron: «Le costaba relacionarse incluso con sus familiares. No hablaba con nadie. Se quedabaen una esquina, solo, no se acercaba a los demás. Al comienzo no participaba en ningún juego. Luego, poco a poco, fuimos ganando su confianza. Con los gestos, las caricias, las palabras. Y en la fiesta de fin de curso él también cantó y bailó con los otros niños». Ghsoom y Nibras son solo dos de las numerosas profesoras que han trabajado en la Casa del Niño Jesús. Todas desplazadas. Todas decididas a no dejarse aplastar por la historia escrita por las armas y el petróleo; decididas a defender a los más pequeños, los más indefensos, esperanza de un futuro distinto.

La pequeña estructura de la guardería, en los años en que Qaraqosh fue ocupada por el Estado Islámico, acoge a unos 130 niños, provenientes de las familias desplazadas en Erbil: un total de 1.200 familias, 900 cristianas, y el resto musulmanas y yazidíes. Una gota en el mar de los 250.000 desplazados y refugiados en la ciudad curda; una gota que ha sido el mar en el que estos niños han podido nadar, crecer, recuperar la serenidad, aprender. «Al comienzo querían portarse en la guardería como lo hacían fuera», continúa Ghsoom: «Las presiones psicológicas eran muy complicadas, la situación difícil. Nosotras, las profesoras, hemos respondido con amor. Tuvimos que enseñarles de nuevo a estar juntos, a convivir».

Pocas habitaciones. Un pequeño patio interno con unos juegos. Un generador ruidoso y maloliente, para compensar la carencia crónica de electricidad. Una estructura reducida, que sabe estar a la altura de una necesidad vital. Gracias a los fondos que ha proporcionado AVSI y a la gestión de las hermanas dominicas.

«Educar a los niños es como plantar un árbol. Si este crece derecho y está plantado en buena tierra, con el tiempo dará sus frutos». La hermana Ibtinage, directora de la guardería desde hace un año, es bien concreta: «Sin esta guardería los niños se pasarían el día en la calle, donde solo se aprenden cosas malas. Estamos en contra de las armas, no tenemos ninguna para defendernos. Lápices y papel son nuestras armas». Porque ciertamente hay una batalla militar que se libra con las armas; pero solo así se podrá ganar de verdad la guerra. Con la educación, la cultura, el respeto.

Cafè iraquí. También sor Ibtinage es de Qaraqosh. También ella regresará en breve a su casa. Tiene 65 años esta religiosa católica en una tierra que ha hecho la guerra a los cristianos. «No tengo miedo. El amor por nuestra patria prevalece sobre cualquier miedo. Además, tengo que volver porque nuestra presencia ofrece seguridad a la población».

Es el sentido de una comunidad que se reconstruye. Lo reconoces en la determinación de los que regresan adonde ya no queda nada, excepto el alma. Lo reconoces en gestos antiguos, siempre iguales, poderosos en la sencillez de una vida cotidiana posible a pesar de todo. Como invitarse a tomar un café.

Me lo ofrece Saddiq. La noche, en Ozal City, en el umbral de su no-casa. La barba larga, el rostro preocupado, la yalabiya sucia. El día después en Qaraqosh, en “su” sala de estar. Sentados en un banco de madera, claro, porque se han llevado todo. Pero en las » mismas tazas. Sonriendo, la fatiga del viaje cancelada por la alegría del regreso.

Luego me sirve el café Amir, 38 años y una ancha sonrisa. Aunque su casa haya sido saqueada y quemada. Aunque ya no exista la granja de pollos de propiedad de su familia. Aunque el trabajo, para él que es herrero, siga siendo escaso, y su mujer tenga que someterse a una operación. Muestra una gran sonrisa, la confianza de quien ve que lo peor se ha acabado y tiene ganas de volver a empezar. Empezando por sus cinco hijos.

Shahad tiene cinco años y acudía ella también a la guardería de Ozal City. «Le gustaba mucho, pero más me gustaba a mí», cuenta Amir, «porque he visto en ella un gran cambio, aprendió a escribir y a cantar los himnos de la liturgia, le han enseñado un montón de cosas». Amir es joven y no se hace ilusiones. Sabe muy bien que el camino de la reconstrucción será largo y difícil. Invita a todos sus amigos a volver, «nosotros, los cristianos, somos todos hermanos, yo no puedo vivir solo en esta ciudad».

«¿Cuándo abriréis?». Mientras habla, la última hija que ha entrado en su familia trepa por sus piernas. Elis, 3 años. «Sería un honor que fuera la primera inscrita en la nueva guardería», me dice su madre sonriendo. Para ella, y para todos los niños como ella, es importante que la guardería de Ozal City, próxima a la clausura puesto que todas las familias están saliendo del campo de refugiados para regresar a Qaraqosh, abra de nuevo aquí.

«Es precioso lo que AVSI está haciendo con el fin de abrir esta nueva guardería. Los niños son nuestro futuro, si nadie les enseña no nos quedará ninguna esperanza ni posibilidad de reconstruir», dice la sabiduría adulta de Myriam, una niña que ha llegado a la adolescencia en estos años de guerra.

La estructura ya existe, es la vieja guardería de las hermanas dominicas. Una estructura que puede albergar hasta 400 niños. Dañada, pero no destruida. En la planta baja dos aulas parecen esperar solo luz, agua, jabón y una mano de pintura.

Convivencia. Por las calles de Qaraqosh sigue respirándose el miedo. No tanto el del Estado Islámico, sino de lo que vendrá después de él. El pacto de solidaridad entre los cristianos de la llanura de Nínive y los suníes, después de años de convivencia política con recíproca satisfacción, se ha quebrado. «Es imposible volver a fiarse», repiten al unísono adultos y jóvenes, curas y herreros, intelectuales y campesinos. Imposible volver a confiar en los vecinos, porque el ISIS –ciertamente impuesto con las armas– ha encontrado apoyo entre la población suní. En clave anti-Bagdad; o religiosa; u oportunista. No importa: el apoyo se dio y no será nada fácil tejer de nuevo las relaciones.

Reconstrucción. El padre George Jahola es el alcalde de Qaraqosh. Nacido en estos lares, estaba destinado en Italia cuando decidió volver a su ciudad justo después de la liberación, en noviembre de 2016. Desde entonces ha pasado sus horas y sus días “mapando” los destrozos y las necesidades. Cada casa ha sido clasificada, con los detalles de sus daños y del dinero necesario para reconstruirla. «Hacen falta unos 6 millones de dólares», y no se trata solo de las viviendas. Hay que levantar de nuevo las infraestructuras, las calles, los servicios. «La ciudad es muy grande, ¿por dónde empezar? Es importante que arranquen los proyectos ya experimentados en otras situaciones de posguerra, porque los jóvenes son material moldeable y se puede hacer con ellos lo que quieras. La nueva generación que ha vivido, o ha nacido, durante la guerra, guarda en su memoria lo que oye de sus padres o en la familia. Se habla de ello todos los días, es el pan cotidiano, y hará falta tiempo para levantar cabeza, para sentirse de nuevo en un lugar seguro, también para perder las malas costumbres aprendidas en estos años, como el ansia desmedida de acumular incluso lo que no necesitas. Por ello insisto tanto: no repartáis más víveres, concentrad vuestros esfuerzos en otros proyectos, apostad por la educación».

Con el eco de estas palabras al oído dejo Qaraqosh. A lo largo del camino que me devuelve a Erbil, bordeado por estacas de madera roja que señalan la presencia de minas antipersona e interrumpida por los checkpoint, a cada cruce un tropel de niños rodea nuestro coche. Niños pequeños, de seis o siete años, venden chicles y agua, de hecho, te piden una limosna. Nadie se ocupa de ellos. Su futuro no es un objetivo prioritario. Si son cristianos corren el riesgo de ser engullidos por la indiferencia generalizada. Si son musulmanes, ¿quién evitará que acaben mañana como carne de cañón del próximo Estado Islámico?

Este es el frente decisivo de la guerra contra el DAESH. Liberar militarmente Qaraqosh y Mosul ha sido ganar una batalla, pero la victoria sigue estando lejos. El enemigo cambiará quizás de nombre y bandera, pero hasta que no se derroten el abandono, la corrupción, la explotación y la ignorancia, siempre sabrá adonde acudir a buscar adeptos que enrolar.

*corresponsal en Londres, Sky Tg24

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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