«Una nueva soledad cultural» y social por la que las grandes emergencias actuales –económica, terrorista y migratoria– pesan sobre el individuo singular. Por primera vez, la crisis ha tocado el muro de la democracia. EZIO MAURO explica por qué somos «testigos infieles, pero incansables, del bien común»
Ezio Mauro cumple con todas las características de un periodista de raza. Curioso, sensible, estudioso. Incluso testarudo en su interés por la realidad. Ha sido director de La Stampa y La Repubblica. Le conocí en el pleno del ayuntamiento de Turín a finales de los años setenta. Ya entonces descollaba sobre los demás. Escribía para La Gazzetta del Popolo; yo, un chaval, colaboraba con Radio Incontri, emisora de los salesianos. Luego durante un largo periodo en Roma, donde volvimos a coincidir, hablamos y discutimos sobre la Iglesia, los católicos, CL, también mucho del semanal Il Sabato, que en esos 15 años él siguió semanalmente. Hace unos años nos encontramos y acabamos hablando de don Giussani y de Carrón. Si tuviera que citar dos intelectuales que han sido un punto de referencia para él, diría los nombres de Norberto Bobbio y de Gustavo Zagrebelsky. Su último amor, en este campo, fue el sociólogo Zygmunt Bauman, con el que escribió, antes de su desaparición, un precioso libro entrevista publicado por la Editorial Laterza, Babel. La contraportada reza así: «Suspendidos entre un ya no y un todavía no, el nuestro es el tiempo indescifrable del interregno». Partimos de aquí para este diálogo con Huellas.
En un reciente artículo en L’Espresso sobre la crisis de la civilización occidental, decía que esta se manifiesta en tres problemas emergentes: la ola migratoria, la crisis del trabajo y la amenaza terrorista. Y, en un momento dado, escribe: «Bajo el repique de la ola posmoderna tan solo resisten las reacciones y los resentimientos, las emociones». Viene a la mente la antigua distinción de la lógica medieval, que se remitía a la etimología. Las emociones son pasajeras y volátiles (viene de un verbo de movimiento), los sentimientos son estables y duraderos (tiene la misma raíz de sentencia, son los juicios del corazón). Los chicos hoy se conmueven más con Totti que con los muertos de los rascacielos de Londres…
Hace falta ayudar a los jóvenes a volver a “sentir”, en el sentido de “comprender”. Mientras que hoy basta con participar en el debate colectivo, no interesa la discusión, reflexionar sobre las cosas. En cambio, como siempre, el partido se juega en el conocimiento. La información hoy está al alcance de todos, se ha convertido en una polvareda que nos rodea. ¿Cuánta de esta información se transforma en conocimiento? ¿Por tanto en conciencia de sí y de los demás? El conocimiento genera participación y, al final, genera ciudadanía, pero también otras cosas: humanidad, relaciones, amistades. Sentimientos que hoy demasiado frecuentemente son sustituidos por los instintos. El instinto tiene una pretensión fortísima de protagonismo. Más aún, hoy el instinto se hace forma política, sin mediaciones y sin elaboraciones. Es lo que yo llamo desorientación democrática, soledad republicana.
¿Cómo lo explica?
Las tres emergencias de la fase actual –económica, terrorista, migratoria– exceden a todas las dimensiones nacionales, pesan sobre el individuo singular, que se encuentra solo. Una nueva soledad cultural, pues ya no tenemos instrumentos interpretativos… Y también una soledad social, porque a lo mejor has perdido el trabajo, o basta un divorcio donde el cónyuge resulta insolvente y no cumple con el pago de los alimentos. Frente a un mundo que gira fuera de control resulta fácil esta soledad política.
Schauble, que fue ministro de Finanzas en Alemania, ha teorizado la inutilidad del sufragio universal, hablando de la crisis económica griega…
Hasta ahora jamás la crisis había tocado el muro de la democracia. La gente se dirige al poder nacional, que es el que conoce, con el que estaban acostumbrados a relacionarse los padres, y este parece responder a los ciudadanos: son emergencias que están por encima de mí y de ti juntos. No puedo resolver estos problemas. A la larga, como explica Bauman, los ciudadanos piensan que da lo mismo ir a votar o no, porque la puesta en juego es tan insustancial que todo resulta indiferente. Añadamos el hecho de que la desigualdad, que era fisiológica en la democracia (cuando todavía funcionaban el welfare, el bienestar y el ascensor social), se ha sustituido hoy por la exclusión.
Es lo que el Papa Francisco llama “la cultura del descarte”…
El problema es que la democracia puede prever y excusar las desigualdades, pero no puede tolerar el descarte, la exclusión. O hay trabajo para todos, o bien en su mecanismo algo falla. En este sentido digo que hemos llegado a tocar el muro maestro de la construcción democrática, que se hace garante de todos. Y de hecho también el pensamiento liberal está en crisis. Llega Trump y da un golpe en la mesa, diciendo: el pensamiento liberal no me representa, la cultura occidental no es la mía. Me parece que existen razones suficientes para que el ciudadano se sienta desorientado e incluso inquieto.
Julián Carrón, en una entrevista a El Mundo, ha recordado cómo ni siquiera el esfuerzo grandioso de Kant ha llegado a buen fin… Los valores éticos, apartados de su raíz cristiana, ya no son compartidos. Entonces pensaba en su relación con Norberto Bobbio, un gran intelectual (clarísima su posición sobre el aborto) que llevó adelante, hasta el final, el designo kantiano…
Se han desintegrado esas estructuras de formación de la opinión pública que eran los partidos. Conectaban con una idea de país, con unos ideales, vehiculaban ciertos valores junto con tradiciones e intereses legítimos, además de una visión del mundo. Cumplían una función pedagógica, eran agencias culturales. Hoy tenemos todos partidos que han nacido ayer mismo, que no tienen noción de sí mismos: pregúntele hoy a un diputado del PD si es laico, le pedirá unos días para pensarlo. Se ha extendido la convicción de que la política puede mantenerse en pie sin una raíz cultural. Escuchar a las personas, responder a sus preguntas, eso ya no existe. Ya no hay un arraigo popular, ni una fundamentación cultural. ¿Cómo pueden mantenerse en pie los partidos? Son supraestructuras artificiales. Los líderes, en efecto, se avergüenzan de usar palabras identitarias, dicen que son viejas. En realidad suenan a viejo porque ya no saben pronunciarlas. No son creíbles en cuanto que no son auténticas. Hay una frase de Albert Camus de 1958 que dice: «Jamás el número de personas humilladas ha sido tan grande como en este período».
Parece escrita hoy…
Exacto. Hay personas que con 35 años no han entrado todavía en el mundo del trabajo, no han podido crear una familia. O bien que a los 55 pierden el trabajo y por primera vez se percatan de que no encontrarán otro. ¿Qué hacemos con todos estos hombres descartados? En mi pueblo de origen, Dronero, en la provincia de Cuneo, 7.000 habitantes han acogido a 700 migrantes, muchísimos. De vez en cuando me quedo mirando a estos ancianos que a lo mejor no han puesto un pie fuera de Italia y que se encuentran con un mundo del revés en el jardín de su casa... Debemos hacernos cargo de la parte más débil de la población, la más sola, y de sus inquietudes, debemos explicarles y transmitir tranquilidad. La izquierda debe declinar juntos el tema de la acogida y el de la gestión segura de la emergencia. Cuando las madres italianas de Gorino (en la provincia de Ferrara) protestan por las 12 madres inmigrantes que la prefectura ha llevado a su pueblo, se equivocan, pero cuando dicen: “Aquí no hay nada ni siquiera para nosotras”, nos equivocamos nosotros si no las escuchamos.
El populismo como síntoma de un malestar real. El día después de la elección de Donald Trump, Giorgio Vittadini dio una entrevista a Vita en la que dijo: «Es la consecuencia de un mundo que ha dejado de cultivar ideales en los que creer y por los que luchar. Yo no creo en la ideología de Trump, pero creo que la respuesta al populismo no es esta izquierda mundial que, habiéndose desposado con el liberalismo, abandonando a Keynes, está abocada al desastre total»... Era el juicio de Augusto del Noce: la política ha cedido a las finanzas, la izquierda, después de la caída del comunismo, ha cedido a la tecnocracia…
Norberto Bobbio fue un gran crítico del comunismo. Sin embargo, tras la caída del Muro, se planteaba esta pregunta: ¿quién se hará cargo ahora de los problemas de los últimos y de las grandes esperanzas que representaba la izquierda? Afortunadamente las ideologías han caído, pero parece haberse agotado también su capacidad de pensamiento, de estructurar una idea. La política sin este fundamento no dura nada, puede venderse al mejor postor, en base a las conveniencias del momento.
La ignorancia se convierte en una virtud…
Peor aún: hoy la ignorancia es sinónimo de inocencia. Yo no estaba, yo no sabía. Por lo tanto, estoy absuelto. Si lo piensas, es terrible. El hecho de que yo no sepa nada se torna una garantía. Vengo de la nada, por lo tanto puedes fiarte de mí, mi inexperiencia me avala. Hay un vaciamiento del valor de la competencia, que se mira con sospecha, sabe a casta. Cuando se dice no a la casta, se dice no a redes autorreferenciales y autojustificadas que requisan la movilidad y la innovación del sistema, pero cuando se mete todo en el mismo saco se acaba por tirar a la basura también un depósito de saber, de experiencia, de conocimientos. Dicho esto, la izquierda tiene sus culpas. Solucionado su problema con el capitalismo y con la libertad, por tanto con el comunismo, la izquierda no ha planteado, no digo grandes cuestiones, pero sí una reflexión cultural competitiva. De este modo, el pensamiento ultraliberal que nos ha llevado a la crisis se ha quedado como el único pensamiento que pretende sacarnos de la crisis. Así la izquierda deja el campo libre a los populistas y da la impresión de que la única alternativa viable esté fuera del sistema. En cambio, esto se produce porque el sistema no se demuestra capaz de formular un pensamiento alternativo. El problema con respecto al capitalismo está resuelto, el problema con respecto a la libertad también, todos somos liberales. Pero hay que plantear al menos una objeción cultural, una opción alternativa, una duda. Y esto falta.
¿Sigue habiendo todavía una vitalidad interna al sistema?
Sí, desde este punto de vista no comparto ciertos juicios de Carrón y los que apuntabas ahora de Vittadini. No creo que los valores liberales estén acabados, en el sentido de que esté agotada su capacidad de permitir una convivencia. Kant y Bobbio no han fracasado. Los principios de la democracia liberal beben de presupuestos que pueden realizarse también prescindiendo de lo trascendente, contando con la inevitable fatiga de lo humano y el respeto de los derechos de todos, creyentes y no creyentes. En los parlamentos, por ejemplo, no existe una verdad con V mayúscula, todas las verdades son minúsculas y relativas, decide en cada caso la ley de los números. Creo que sigue siendo posible un camino de este tipo, porque la democracia en banal costumbre y fruición cotidiana es un sistema de garantías y de obligaciones recíprocas que nos intercambiamos unos y otros en el marco de la libertad, tendiendo al bien común, del que somos testigos infieles pero incansables.
Si tuviera que resumir en pocas palabras clave, ¿qué diría?
Una sola clave, que las resume todas: creer en el hombre, en su fragilidad y en su tensión hacia la libertad y el conocimiento, hacia la emancipación. Pecar contra el hombre es, en mi opinión, el pecado más grave.
En su discurso con ocasión del Premio Carlomagno, el Papa Francisco habló de una posible nueva Europa. Decía: «Tenemos que pasar de una economía líquida (de nuevo Bauman, ndr), que tiende a favorecer la corrupción como medio para obtener beneficios, a una economía social (…). Este cambio no solo dará nuevas perspectivas y oportunidades concretas de integración e inclusión, sino que nos abrirá nuevamente la capacidad de soñar aquel humanismo del que Europa ha sido la cuna y la fuente».
La palabra que me toca más de cerca es “social”. Pero la más novedosa es “inclusión”. Es la que mejor responde a las necesidades actuales. Inclusión que hay que conjugar con “emancipación”. Y aquí no hay diferencia entre laicos y católicos. Inclusión y emancipación son las dos palabras para una nueva izquierda hoy. Lamentablemente, no se las oye resonar mucho. Sin embargo, ¿hay algo más moderno que esto, lo cual implica necesariamente la asunción de una responsabilidad?
Hoy el Papa nos dice otra cosa: es el tiempo de la caridad. Me ha llamado la atención leyendo estos días las últimas páginas de un gran clásico como El ocaso de la Edad Moderna, de Romano Guardini. En una suerte de profecía visionaria, Guardini dice que “quizás” la Iglesia hablará solo a través de la caridad…
No olvidemos, sin embargo, que Europa, y no EEUU o Japón, o qué sé yo, la India, sino Europa ha pasado de la beneficencia al Estado de bienestar. De la caridad al derecho. Se ha producido una integración en las constituciones del espíritu social junto con una especie de parlamentarización de la lucha de clases. Son palabras mayores. La institución ha dado forma a la solidaridad católica y a la fraternidad socialista. Incluso un sin techo puede curarse en un hospital sin tener que sacarse una tarjeta de crédito. También esto –una mesa para la conciliación de los conflictos, el vínculo de sociedad y destino entre el rico y el pobre– lo aportamos nosotros, los europeos, al concepto de Occidente. Que no se queda en una mera expresión geográfica. Antes nos definía la diferencia con el Este, por su falta de libertad. La crisis actual es una ocasión para repensar Occidente, lo que nosotros somos y lo que nos gustaría ser. En la lucha contra el comunismo y en la memoria de la vergüenza nazi hemos desarrollado ciertos anticuerpos, una conciencia de la democracia, de las constituciones, de las instituciones. Existe un bien común europeo que hay que defender.
¿Qué le sugiere el título del último Meeting de Rímini: “Lo que heredaste de tus padres, vuelve a ganártelo para que sea tuyo”?
Cambiaría el concepto de “heredar” por el de “transmitir”: implica una relación activa, una conexión, no solo un paso de unos a otros. La transmisión –del carácter, de los valores– es más importante que la herencia y la posesión. De cualquier modo, este es el reto, la conquista y, sobre todo, la apuesta por la autonomía. En la reconquista de lo que has recibido está tu crecimiento, que concilia la transmisión generacional con tu libertad. El padre solo puede dar sin pretender. El hijo, mientras recibe, puede pretender un cierto mérito paralelo, autónomo, que legitime el todo.
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