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Huellas N.7, Julio/Agosto 2017

ENTREVISTA

Entre muros de agua

Víctor Vorrath

Decidió vivir con los reos. Con ellos ha experimentado el encierro y el aislamiento. Nos encontramos con el sacerdote jesuita Mario Picech, capellán del penal federal de las Islas Marías, en el océano Pacífico de México

En el interior del complejo penitenciario Islas Marías –ubicado en las islas del mismo nombre localizadas en las costas mexicanas de Nayarit, en el Océano Pacífico–, desde hace 60 años, un grupo de sacerdotes jesuitas comparte la vida que tienen los reos. Uno ellos es el italiano Mario Picech. Cuando llegó aquí por primera vez en 2008, los presos eran unos ocho mil. En 2012, menos de mil. Inicialmente, en 1905, la cárcel fue concebida como una colonia penitenciaria y posteriormente, en 2012, cambió a un nuevo modelo de prisión federal.
En medio de todos estos cambios, Picech ha descubierto que el encierro y el aislamiento ayudan a reconocer la necesidad que todos tenemos de Dios y, poco a poco, ha sido testigo de cómo los gestos que introduce el cristianismo ayudan a recuperar la humanidad de aquellos que provienen de ambientes de crimen, como el narcotráfico.

¿Qué significa para usted este lugar?
Para mí, vivir en Islas Marías significa convivir con los internos. Yo estuve por primera vez en Islas Marías cuando era colonia penitenciaria y en esa época había mucha libertad, es decir, los presos podían convivir con sus familias y nosotros con ellos. Pedí al director de la colonia vivir con los presos en las cárceles, en las celdas. Me dije: «Voy a compartir esa experiencia porque no la voy a vivir más en la vida». Fue como vivir como scout, en la tarde había que entrar a la celda, se tocaba la guitarra, se hacía carne asada... ¡qué bonita era la vida en las Islas Marías con los presos!
Regresé en 2012 y había cambiado todo: no se podía tener comunicación con los internos, solo los veíamos en la misa. Nosotros vivimos en Balleto, uno de los cinco campamentos penitenciarios, y celebramos la misa dominical cada día de la semana en un campamento distinto, estábamos ahí solo una hora y media. Estábamos todo el tiempo en casa sin ver a ningún interno, sin ver a ningún preso. ¡Qué diferencia de cuando era una colonia penitenciaria, cuando se podía compartir y vivir en la celda! 

¿Cómo vivió este cambio?
Yo me pregunté qué sentido tenía vivir aquí, ¿qué trabajo pastoral podíamos hacer? Fue el año en que entendí más, en que viví más la experiencia de los presos, porque me sentía muy apretado, me decía: «¿Qué hago aquí? No puedo hacer nada». ¿Pero qué significa hacer a los ojos de Dios?
El padre superior me dijo: «Mario, piensa que éste es tu lugar, tienes ocho mil personas sin un cura que los cuide». Es cierto que no se llega a conocer los nombres de los internos porque son muchos, pero saben que hay un padre que está con ellos y eso es lo que vale más. Más que con palabras, hablas con tu presencia. Recuerdo mucho el año 2012 porque me ayudó a comprender mejor qué significa vivir con los presos, aunque los encontré menos, pero fue el año en que viví con ellos de una manera más profunda. Viví lo mismo que vive un preso: extrañar a la familia, extrañar relaciones profundas, sentir todos los problemas que pueden nacer con la soledad. Es el mundo de la lucha de los pensamientos que tienen ellos y que tenemos nosotros, es como vivir en una cárcel. Es como vivir la vida de san Ignacio, quien, estando en la cama enfermo, empezó a hacer discernimiento. Me doy cuenta de que todo eso fue un don, un don pesado, pero un don.
Recuerdo que la misa era una verdadera celebración, estábamos todos unidos. En este tiempo he agradecido a Dios por estar juntos en el mismo lugar. Podemos celebrar que Dios nos quiere, por eso la presencia de los padres era muy importante.

Luigi Giussani nos ha enseñado que el corazón del hombre es el núcleo donde radican el deseo de bien, de belleza, de verdad. ¿Usted encuentra este deseo vivo en los reos? ¿Es posible construir a partir del reconocimiento de este factor que nos hermana con quienes han sucumbido al mal?
Si yo entro en una cárcel juzgando a los internos, no los encuentro, porque pongo una frontera, una división. Lo que se juzga en el corazón se ve en la mirada; y la gente se da cuenta.
Yo escucho un mundo de violencia, principalmente en las confesiones, pero digo: «Señor, eso no es mío, es tuyo, yo te lo entrego». El sacramento es eso, no soy yo, pasa a través de la confianza que tienen en mí, está claro. Esta certeza me ayuda mucho a quitarme algo de peso sobre los hombros. No vivo la violencia que viven los reos, lo que experimento es el deseo de bien que tienen, eso me hace su hermano.

¿Cuál ha sido la experiencia más provocadora que ha tenido?
Hay un campamento que es Laguna del Toro, en donde se concentran internos rebeldes y otros necesitados de protección. En una ocasión celebramos allá una misa y un interno me preguntó: «Padre, ¿puede darme el nombre de unas personas por las que pueda rezar? Yo tengo mucho tiempo aquí, no tengo Biblia, no tengo libros, no tengo nada para pasar el tiempo». Le di los nombres de unas personas que conocía en Italia, que tenían un grave problema. Al cabo de un tiempo, este preso me llamó, ya estaba fuera del campamento, y me preguntó cómo estaban estas personas. «No sé», le dije. «Vas a ver que están bien, recé a diario por ellas», me contestó. Después llamé a esta familia y me dijeron «Padre, estamos bien, todo salió bien». Les dije que tenían un angelito que rezaba por ellos un montón. A veces no puedes hacer nada, pero puedes rezar. Esta es la comunicación con Dios que va más allá de las fronteras que los hombres pueden poner.
Una vez un interno murió dentro de una celda y le pedí a una persona que hiciera el novenario; no era uno al que le gustaba rezar. Luego me dijo que le tocó mucho esta experiencia, el tener que guiar el novenario con los demás reos. Cada uno rezaba en su celda y sin poder mirarse, pero escuchándose. Decía: «Eso me tocó el corazón y me hizo llorar. Nueve días hemos rezado, nueve días lloré». Desde entonces, los internos rezan juntos por la noche el Padre Nuestro, sin mirarse.
El reo me ofrecía lo que podía, que era nada, pero esa nada es todo.

¿Qué aprendió con ellos?
Aprendí que para ayudarlos no hay que pensar «pobrecito, estoy aquí yo para apoyarte». En cambio hay que decirles: «Reza por esta persona, tú que tienes tiempo». Así esa área de seguridad se convirtió en un pequeño recinto de monjes. 
Las situaciones que te aprietan te ayudan también a entrar en lo profundo. El mismo encierro te pone de rodillas, todos me lo dicen, tanto los padres como los internos: ¡te pone de rodillas!

¿Cómo viven los internos el encierro?
Uno de ellos me dijo: «Padre, cuando estaba en otros reclusorios, mi familia llegaba a diario a encontrarme, pero llegué aquí y pasa una semana para tener una comunicación por teléfono, por cinco minutos, nada más. Aquí aprendí a valorar a mi pareja porque no la tengo cerca, antes pensaba que no era importante. Mi mujer aún está conmigo después de ocho años y estamos más cimentados en la unión que cuando estaba afuera».
El amor que se tienen las parejas se abre a la experiencia de Dios en la prisión. Muchos que no están casados deciden casarse, al cabo de veinte años de estar juntos. «La mujer que está en la espera», digo, «tenemos que celebrar todo esto, porque el matrimonio ya lo viviste y ahora está bendecido por Dios».
Sobre todo veo el drama que es tener lejos a tus seres queridos; pero también veo que lo que estaba más lejos se va acercando. Esto es algo que me recuerda el misterio de Dios, que es el misterio de la fe. La fe es así, si la agarramos, la perdemos; si queremos tener a Dios en nuestras manos, lo destruimos; si abrimos los corazones y aceptamos cómo Él nos guía, entonces lo encontramos y vivimos con él.
Esa fue la experiencia también en la relación de las parejas. La pareja ayuda a salir de la situación del delito. El amor es una verdadera ofrenda. También hay sufrimiento, sufren las mujeres y sufren los hijos que viven fuera y cuyos maridos y papás están dentro. Después de esos seis años de vida en la cárcel con los internos comprendo qué gran valor tiene la educación. Se tiene que hacer algo por los hijos de los presos. Muchos me dicen: «Padre, ¿tienes un lugar adonde yo pueda mandar a mis hijos? ¿Tienes un lugar en el que yo pueda dártelos?». Por eso digo que es decisivo volver a construir ámbitos educativos.

Hoy México se desangra debido a la pugna de cárteles del narcotráfico y a los enfrentamientos que sostienen con soldados y policías federales. ¿Qué puede ofrecer un cristiano a las personas que viven en estos ambientes de violencia?
Está claro que yo vivo de una manera indirecta el mundo de la violencia que sufre México a través de los que estuvieron involucrados en todo eso. La experiencia que hago no es la de la violencia. Lo que más me impacta es ver el deseo de amor y cómo la gente lo expresa. Pueden ser malandros, pero eso no les quita ser hijos de Dios, no les quita la posibilidad de expresar el bien. Yo veo eso.
No me detengo en la violencia porque, si lo hiciera, perdería todo lo demás. La experiencia en los retiros es la de ayudar a los internos a no tener miedo de compartir la vida que tienen, que han vivido. «Ayúdate a ser perdonado», les digo. Del otro lado de la moneda están las personas que sufrieron esta violencia; ellos tienen otra tarea, ya que para ser libres tienen que perdonar y eso es muy difícil. Por un lado está el ser perdonado y por el otro el perdonar. Solo de esta manera te sales de lo que te detiene en el dolor y en el sufrimiento.
Los padres pensamos que nos encontramos con los hermanos de la fe, hermanos en un camino de vida. Los acompañamos en este tiempo donde se sienten más vulnerables y les ofrecemos todo lo que podemos. Nos quieren mucho. Es una experiencia a veces pesada, pero el cariño que nos dan los internos es el céntuplo que tenemos. Es un gran cariño. En verdad, como sacerdote esta es una experiencia de vida. Hay personas aquí que tienen una fe muy grande y que la expresan. Hay un mundo de vida donde se toca cómo Dios acompaña a la gente.

TESTIMONIO

Una alegría que no se puede pagar con dinero

La Semana Santa en el Reclusorio Sur de la Ciudad de México. La necesidad de ser perdonados. Un brillo en los ojos de los presos que no se puede olvidar

P. David Crespo

Fue una experiencia impactante. Pude testimoniar la gran dedicación de los voluntarios, en especial de las misioneras carcelarias, cuyo trabajo fue coordinado por una de nuestras parroquianas. Todos ofrecieron una compañía sencilla y “prepararon” a los presos para el sacramento de la confesión, al escuchar sus historias. Me impresionó la gran cantidad de presos que se confesaron, ocasión en la que algunos experimentaron por primera vez la cercanía de Dios en sus vidas. Se dieron cuenta de que el peso causado por el mal que han hecho necesita ser perdonado y que sus vidas, después de cinco, diez, quince o treinta y cinco años de reclusión tiene todavía un sentido, un valor.
Fue bello poder participar, como instrumento del Señor, del momento del perdón divino, donde los ojos de los presos brillaban porque percibían que existe Alguien que te puede amar, no por tus méritos, sino por lo que eres. Después de percibir esta dignidad, el propio valor, nadie nos lo puede quitar. De hecho, en esos días muchos se acercaban solo para saludarnos. No digo que esto fuera un gesto gratuito de su parte, ya que no cambia inmediatamente quien utilizó a otros y fue utilizado toda su vida, pero al menos este acercamiento era señal de una novedad que entró en sus vidas.
Óscar, un preso de una zona conocida por diversos problemas, ni siquiera tiene una cama para dormir. Durante su encarcelamiento toda su familia murió en un accidente y ahora no tiene a nadie. Para sobrevivir, canta durante los días de visita y así se gana algunos pesos. Normalmente ese dinero solo le alcanza para pagar diversas “cuotas” que le exigen. Óscar celebró su cumpleaños durante la Semana Santa. Él es un joven de carácter fuerte, pero decidió confesarse y lloró todo lo que no había llorado en su vida. Al final, le pedí a Cecilia, una de nuestras voluntarias, unos chocolates y se los regalé como si fuera su pastel de cumpleaños. Terminada la misa, le cantamos las mañanitas. Hace mucho tiempo que no veía una sonrisa tan bella por el descubrimiento de ser amado, precisamente en ese lugar donde prevalece muchas veces el resentimiento y la soledad. Ese día trabajó poco y, por eso, no le alcanzó para pagar los cinco o diez pesos de la cuota. Sabía que probablemente lo pasaría mal por no contar con ese dinero. No obstante, me regaló un pequeño dulce, que compró quién sabe cómo y con qué dinero. «¿Y la cuota?», le pregunté. «Padre, de verdad, no te preocupes. Fue el cumpleaños más feliz que he tenido y esta alegría no se puede pagar con dinero». Comprendí que su deseo de ser amado no es diferente de mi propio deseo. Allí se hizo presente Jesús para los dos.
Por otra parte, poder celebrar la misa el Jueves Santo en el dormitorio de los presos que están enfermos, imitando por primera vez el mismo gesto de Jesús al lavar los pies de sus discípulos, fue algo extraordinario. Al contemplar los pies maltratados y sucios de aquellos hombres y besarlos después, pensé en cuán bajo vino Él para poder alcanzarme. Me percaté, de repente, de la humildad de Jesús, y eso me dio la libertad y la alegría de encontrar a estas personas de un modo auténtico. Finalmente, durante el Viernes Santo, al celebrar el Vía Crucis en el dormitorio de los adictos –con sus rostros marcados por la soledad y el dolor, y por una vida entregada a una felicidad efímera–, contemplé la experiencia de que Jesús se entrega y sufre precisamente por cada uno de ellos.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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