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Huellas N.6, Junio 2017

EJERCICIOS

La primera pobreza

P. Francesco Braschi

¿Por qué san Pablo proponía una colecta a las comunidades cristianas? ¿Y por qué el joven rico se marchó triste? Desde los Hechos de los apóstoles a san Clemente, viaje (en dos etapas) por la Iglesia de los comienzos, para profundizar en el tema de los últimos Ejercicios espirituales de la Fraternidad de CL

Según los Hechos de los Apóstoles (4,32-35), «la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían ellos en común. No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de las ventas y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad». Esta comunión de bienes y solicitud por las necesidades mutuas, afirma Lucas, era uno de los gestos mediante los cuales «los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con gran poder», y constituía para sus contemporáneos un motivo de estima. Por este motivo «todos [los cristianos] gozaban de gran simpatía».
Esta descripción, que a menudo se señala como ideal, o al menos un poco idílica, en realidad nos presenta una actitud respecto al uso de los bienes y la pobreza que muestra ya una atenta reflexión en acto dentro de la Iglesia, bien distinta de los rasgos de ingenuidad que se le han atribuido.
De hecho, justo después de este relato se narran dos episodios intencionadamente contrapuestos: la venta de un campo por parte de Bernabé (que acompañará después a Pablo en sus primeros viajes misioneros), que va a poner lo cobrado a los pies de los apóstoles; y la maquinación urdida por dos esposos, Ananías y Safira, que venden también un campo de su propiedad pero acuerdan declarar (y ofrecer a los apóstoles) un ingreso inferior al real, reteniendo para sí la diferencia. Son especialmente importantes las palabras que Pedro dirige a Ananías, de las que podemos extraer el significado real de la limosna: «Ananías, ¿cómo es que Satanás se adueñó de tu corazón para mentir al Espíritu Santo y quedarte con parte del precio de tu campo? ¿Es que no era tuyo mientras lo tenías y, una vez vendido, no podías disponer del precio? ¿Por qué determinaste en tu corazón hacer eso? No has mentido a los hombres, sino a Dios». Notamos aquí cómo el acento recae totalmente sobre la gravedad de la mentira, dirigida directamente contra Dios, y no sobre obligación alguna de vender el terreno. Más aún, al contrario, Pedro afirma claramente que el valor del gesto caritativo reside totalmente en su libertad y gratuidad.

«Dios ama al que da con alegría». A la luz de este episodio, podemos ver cómo desde los albores de la Iglesia el desprendimiento de la riqueza no se veía simplemente en virtud de una mayor igualdad, ni como una forma de comunismo ante litteram, ni como una exaltación ideológica de la pobreza como condición privilegiada de por sí para el creyente. Podemos ver que la relación con los bienes constituye desde la época apostólica uno de los ámbitos más sensibles y ricos donde se expresa la calidad de la fe y se verifica la forma de vida cristiana siguiendo el ejemplo de la vida de Cristo.
Esta connotación teologal de la pobreza se reconoce claramente con ocasión de la llamada “colecta” para la Iglesia de Jerusalén, uno de los gestos más significativos propuestos por san Pablo a las comunidades cristianas que nacen entre los años 49-50 y 57-58. También en este caso Pablo subraya la plena libertad con que los creyentes están llamados a participar. Según sus posibilidades, cada uno está invitado a dar «cada cual según el dictamen de su corazón, no de mala gana ni forzado, pues Dios ama al que da con alegría» (2Cor 9,7). Al mismo tiempo, el apóstol subraya con fuerza el valor educativo de esta ofrenda, que es una forma de reconocimiento del don recibido con el anuncio del Evangelio, construye la comunión fraterna, pero sobre todo expresa la propia adhesión al método de Cristo que, escribe Pablo, «siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con su pobreza» (2Cor 8,9b). En esta última afirmación encontramos uno de los núcleos fundamentales de la teología de la pobreza: hacerse pobres, de hecho, en primer lugar para identificarse con la existencia de Cristo, con Su obediencia al Padre y con Su abandono total a Él, autor no solo de la salvación sino también de las modalidades en que esta acontece (según esta clave de lectura se puede leer el espléndido himno de Fil 2,5-11). La pobreza, por tanto, es ante todo una actitud del corazón y de la razón, y el ejercicio de la caridad deriva del reconocimiento de una preferencia que es de Dios mismo, y que quiere hacer de los pobres no solo los destinatarios de la salvación mediante la fe, sino también los testigos preferentes de su acción.

¿Quién es el rico que se salva? El hecho de que entre los primeros cristianos no faltasen personas adineradas y de alto rango se va haciendo más frecuente a medida que el cristianismo se difunde en ámbitos cultural y socialmente elevados. Es el caso –por ejemplo– de una metrópolis como Alejandría de Egipto, famosa en la antigüedad por su comercio y por la difusión de la cultura. En este ambiente encontramos, en la segunda mitad del siglo II, la figura de san Clemente de Alejandría, gran teólogo al frente de la “escuela alejandrina” que tendrá después entre sus exponentes al genio de Orígenes. De Clemente, entre otras obras, nos ha llegado una homilía titulada ¿Quién es el rico que se salva?, un comentario al episodio evangélico del joven rico que ofrece una reflexión muy interesante sobre el tema de la pobreza y la riqueza. Clemente se pregunta ante todo qué hizo que aquel hombre huyera de Cristo. «¿Qué es lo que le hizo desertar del Maestro, de la súplica, de la esperanza y de los trabajos pasados? Lo de vende cuanto tienes. ¿Y qué quiere decir esto? No lo que a la ligera admiten algunos. El Señor no manda que tiremos nuestra hacienda y nos apartemos del dinero. Lo que Él quiere es que desterremos de nuestra alma la primacía de las riquezas, la desenfrenada codicia y fiebre de ellas, las solicitudes, las espinas de la vida que ahogan la semilla de la verdadera Vida».

Bienes y deseo. Refiriéndose a la parábola del sembrador, y por tanto poniéndose inmediatamente al nivel de la respuesta de la fe, Clemente muestra que no es suficiente pensar que una obediencia puramente “material” al mandamiento de Cristo pueda ser en sí misma una garantía de salvación, y se pregunta qué es lo específicamente cristiano en este precepto. Su respuesta, que podrá sorprender a algunos, merece ser escuchada: «Porque no es cosa grande ni objeto de admiración el carecer sin motivo de las riquezas, a no ser por causa de la vida eterna (puesto que si fuera así, los que no tienen absolutamente nada, sino que están privados y necesitados de lo cotidiano, como los mendigos tendidos junto a los caminos, “que no conocen a Dios ni la justicia de Dios”, por ese mismo hecho de estar en extrema necesidad, de carecer de todo medio de vida y de andar escasos de lo más esencial, serían los más felices, los más amados por Dios y los únicos que poseerían la vida eterna), y no sería ninguna novedad renunciar a la riqueza y dársela a los pobres o a la patria, lo cual hicieron muchos antes del descenso del Salvador; unos por la dedicación al estudio o a una sabiduría muerta, otros por una reputación vacía y por vanagloria…». No debemos dejarnos engañar por el tono de Clemente. En sus palabras no hay un desprecio intelectualista hacia los pobres sino más bien la intuición de que afirmar una salvación basada únicamente (y automáticamente) en la indigencia significa eliminar la libertad, hace innecesaria la adhesión personal a Cristo y, por tanto, en último término considera al pobre incapaz de reconocerlo. Pero esta afirmación no resultaba tan extraña en el clima cultural de entonces, donde era muy fuerte la presencia del gnosticismo, según el cual la pertenencia a una determinada categoría de personas era lo que establecía o no la salvación y la inmortalidad, sin reconocer papel alguno a la libertad. En la afirmación del vínculo entre los bienes y la libertad personal es precisamente donde encontramos, según Clemente, la verdadera novedad cristiana: «¿Qué es, por tanto, lo que anuncia [el Señor] como nuevo, propio de Dios? (…) Anuncia el desnudar el alma misma y su disposición de las pasiones ocultas que en ella subyacen, y arrancar de raíz y arrojar lejos las cosas ajenas a la razón. Porque este es el aprendizaje propio del creyente, la enseñanza digna del Salvador... Porque además también sucede esto: es posible que alguno, después de descargar su propiedad, aun así mantenga la codicia y el apetito de las riquezas arraigados y vivos en su alma; y puede haber arrojado lejos su hacienda pero, al carecer y desear lo mismo que abandonó, será doblemente atormentado, tanto por la ausencia de la ayuda como por la compañía del arrepentimiento. Porque es quimérico e incomprensible que quien carece de lo indispensable para vivir no se abata en su mente y trate de ocuparse de lo más importante, mientras intenta hacerse con aquello de cualquier modo y por donde sea».

Un instrumento para usar. Por tanto, la pobreza verdadera es la pobreza de espíritu, es decir, esa entrega total de la voluntad y la dependencia de Dios reconocida como la actitud más humana y razonable, más consonante a nuestra naturaleza. Mientras tanto, todo formalismo es repudiado como inútil y dañino, incluso aunque llegara a despojarse de todos los bienes, si no llega a darse esta conversión fundamental del corazón y de la razón (resulta imposible aquí no sentir el eco del famoso himno a la caridad de san Pablo: «Y si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; y si entregara mi cuerpo a las llamas pero no tengo amor, de nada me serviría», 1Cor 13,3).
Retomando otros pasajes evangélicos como la conversión de Zaqueo y la vocación de Mateo (Cristo no pidió a ninguno de los dos que vendieran sus bienes), Clemente señala que el punto crítico no es la condena de cualquier forma de propiedad sino más bien la educación de la libertad: «si nadie tiene nada, ¿qué comunión de bienes podría darse entre los hombres? ¿Cómo podría alguien dar de comer a un hambriento, de beber a un sediento, vestir al desnudo y recibir al sin techo (…) si cada uno estuviera privado de todas esas cosas? En efecto, no hay que desechar las riquezas que aprovechan también a los vecinos. Son en realidad propiedades porque son adquiridas, y riquezas porque en verdad son útiles y han sido dispuestas por Dios para utilidad de los hombres; están a nuestro alcance y están destinadas, como cualquier materia o instrumento, para el buen uso de quienes las saben utilizar... También la riqueza es un instrumento. Se la puede usar justamente y para servir a la justicia; quien la utiliza de manera injusta descubre a su vez a un servidor de la injusticia, puesto que la riqueza es por naturaleza para servir, no para mandar. No hay, por tanto, que responsabilizarla de lo que de suyo no tiene, ni bueno ni malo, sino que hay que responsabilizar a quien puede hacer buen o mal uso de ella, conforme a la decisión que tome, según la cual será responsable o causante. Y esto es propio de la mente humana, que lleva en sí misma la libertad de juicio y la libre decisión en el uso de las cosas que le son dadas. En vista de lo cual no hay que destruir las riquezas, sino más bien las pasiones del alma que no permiten que las riquezas sean mejor utilizadas... Así pues, renunciar a todo lo que se posee y vender todo lo que se tiene hay que entenderlo como referido a liberarse de las pasiones del alma».
(la segunda parte en el próximo número)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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