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Huellas N.5, Mayo 2017

EDWARD HOPPER

Hablar a través de la luz

Luca Fiore

Cincuenta años después de su muerte, podría ser considerado «el fotógrafo más influyente del siglo XX». Sin haber hecho una sola foto. ¿Cuál es el secreto de su arte?

Casa junto a la vía del tren (1925) es una de las pinturas más famosas de Edward Hopper. La tela muestra un palacete victoriano escondido en parte por la visión en escorzo de unas vías de tren en primer plano. El edificio se perfila solitario sobre un cielo sin nubes. La luz es la de la hora que precede al atardecer. Después de haber visto esta obra, Lloyd Goodrich, el primer crítico que creyó en el talento de Hopper, le preguntó dónde había visto aquella casa. «En ningún lugar del mundo», respondió el artista. Y después, tocándose la frente sin énfasis: «Está aquí dentro». Una respuesta extraña para el que es considerado por muchos, en América, el mayor pintor realista del siglo XX.
Cincuenta años después de su desaparición, sobrevenida en su estudio de Nueva York el 15 de mayo de 1967, la obra de Edward Hopper está en el centro de un extraordinario interés popular (es uno de los artistas del siglo XX más reproducidos en posters y artículos de merchandising; sus muestras, incluso las más modestas, se llenan puntualmente) y al mismo tiempo de una vivaz discusión entre los que tratan de entender los motivos de su arte.
Es interesante volver a 1946. Hopper es ya un pintor más que consolidado y Clement Greenberg, el crítico que inventó el mito del expresionismo abstracto (Jackson Pollock, Mark Rothko, Willem de Kooning), no podía evitar expresarse sobre una personalidad tan embarazosa, si bien en las antípodas del nuevo arte emergente. Para Greenberg era necesario inventar una nueva categoría artística para describir sus resultados: sus medios eran poco originales, pobres técnicamente e impersonales, a pesar de que su sentido de la composición penetrase en la vida americana de una manera desconocida por sus predecesores. Hopper, concluía Greenberg, «es simplemente un mal pintor, pero si hubiese sido mejor, no sería el artista superior que es».

Mirada moderna. Recensionando una de tantas retrospectivas dedicadas a Hopper en el Museum of Fine Arts de Boston en 2007, el crítico del New Yorker, Peter Schjeldahl, confirmaba su sensación de quedar descolocado, la misma que Greenberg experimentó años antes. «¿Por qué semejante multitud viendo esta exposición? ¿No sabemos ya bastante de este pintor?», se preguntaba. «Cuando deseo ver de nuevo Noctámbulos (1942) lo puedo hacer hasta yendo a la consulta de mi dentista, donde hay un póster de esa imagen enmarcado. Hopper visto en vivo, realmente, añade muy poco al placer y al significado que podemos sacar de sus reproducciones. El dibujo carece de gracia, los colores son ácidos, las pinceladas insensibles. Creo que Hopper pintaba teniendo en mente la capacidad de reproducir la misma imagen como una nueva posibilidad y un nuevo destino de las imágenes de su tiempo. Esto es parte de lo que le hace moderno y todavía incomprendido por parte de sus detractores, que lo consideran un simple ilustrador. Pero si Noctámbulos es solo una ilustración, entonces una patada en la cabeza es una nana».
Noctámbulos es un cuadro que vive en simbiosis con el relato de Ernest Hemingway Los asesinos (1927) en el que se inspira, pero que, a su vez, inspiró la ambientación de la versión cinematográfica rodada en 1946. La escena nocturna reproduce el interior de un bar visible gracias a una inmensa vidriera, a través de la cual se ve, sentados a la barra, a un parroquiano solitario de espaldas y a un hombre y una mujer de frente. El camarero mira distraídamente a la pareja. La calle desierta, en primer plano, está iluminada por la luz que se expande por la vidriera del bar. Nada, aparentemente, está sucediendo.
Sol de la mañana (1952) muestra una mujer sola en una habitación. Se la ve de perfil sentada sobre la cama sin deshacer. Se sujeta las rodillas. Ante ella, una gran ventana abierta desde la cual se ve a lo lejos edificios industriales marrones y el cielo azul. Tampoco aquí sucede nada.
Habitación junto al mar (1951) representa una habitación completamente vacía en la cual se abre una puerta que da al mar abierto. Sobre la pared principal y sobre el pavimento aparece un doble paralelepípedo de luz que rompe la sombra del ambiente interior. Nada más.
Hay quien se podría contentar, como de vez en cuando se hace de manera apresurada, con describir a Hopper como el poeta de la vida ordinaria americana, el cantor de la soledad, el detective de la alienación, el pintor del silencio. Hay quien da un paso más allá haciendo notar una vena filosófica e incluso trascendente. Son todas lecturas válidas e intrigantes. ¿Es posible representar en un cuadro “el silencio”? ¿En qué se distingue la soledad de la alienación? ¿Qué da entrada sobre la tela, es decir, sobre el campo de juego propio del pintor, a una riqueza tal de lecturas? ¿Qué le distingue de artistas provenientes de la misma cepa realista? ¿Dónde está su arte?

Mirar el mundo. A veces, para entender el secreto de una personalidad es útil ver, en el curso del tiempo, sobre quién ha tenido influencia y por qué. Por ejemplo, ¿cuánto dice de la fuerza expresiva de Velázquez la obsesión que alimentaba Francis Bacon por el retrato del papa Inocencio X? ¿Por qué la pintura explosiva del pintor inglés tenía necesidad de apoyarse sobre lo que, a una mirada distraída, parece un simple retrato de corte?
En este sentido es reveladora y, de nuevo, paradójica la observación del escritor inglés Geoff Dyer: «Hopper podría sostener que es el más influyente fotógrafo del siglo XX aunque no haya hecho jamás ninguna fotografía». Sin duda, un cuadro como Noctámbulos ha inspirado a diversos poetas, entre ellos la poetisa Joyce Carol Oates que, en un poema homónimo, cuenta lo que para ella sucede en la misteriosa pintura. Sin embargo, la operación de transformar en palabras nuestras sensaciones ante una imagen no requiere necesariamente que hagamos nuestra la mirada del que la ha realizado.
En 2009 la Fraenkel Gallery de San Francisco presentó una exposición y un libro titulados Edward Hopper & Company, que reunía algunas obras de fotógrafos que han hecho historia en la fotografía americana: desde Robert Adams a Diane Arbus, desde Walker Evans a Stephen Shore, pasando por Robert Frank. Ninguno de ellos pensó jamás “rehacer” las imágenes del pintor (algún otro lo ha intentado, pero nadie ha podido reencontrar la verdadera Casa junto a la vía…). Lo que, a veces conscientemente, a veces no, estos fotógrafos comparten con Hooper es la disposición mental, que se traduce en el modo de mirar el mundo. Lo mismo –se habla de un proceso similar– vale para algunos directores de cine (Alfred Hithckock, pero también Wim Wenders y Terrence Malick).
Uno de ellos, Robert Adams, gran artista, pero también importante teórico de la estética contemporánea, cuenta que, habiéndose trasladado de niño de la Costa Este de los EEUU a la Oeste, en los primeros años sintió la nostalgia de los lugares donde había crecido. Encontró en una revista, por casualidad, algunas imágenes de Hopper: las miró y volvió a ver lugares y circunstancias familiares. «Esas imágenes eran un consuelo, pero, naturalmente, no podían llevarme de vuelta atrás», explica Adams. «En los meses que siguieron, sin embargo, estas figuras empezaron a darme algo más duradero: me di cuenta de que contenían una particular intensidad de luz. Me di cuenta de que, con una luz así, todos los lugares pueden resultar interesantes».
Para Stephen Shore, criado en la Fábrica de Andy Warhol y que después llegó a ser uno de los pioneros de la fotografía artística en color, «a mucha gente le gusta Hopper por la narrativa que subyace en sus cuadros, que sugerirían, por ejemplo, la historia de una persona sola dentro de su propia cocina. Pero eso para mí no es particularmente interesante. Lo que encuentro fascinante es cómo él consigue usar la luz para definir las masas espaciales y los edificios».
En este sentido Hopper sería un fotógrafo en sentido etimológico: escribe con la luz. Se pregunta Adams: «¿Hay algún otro pintor americano que haga la caída de la luz tan importante y central para expresar el sentido del aislamiento americano y lo que ha sido el peso del silencio en la vida americana?».
Bajo esta perspectiva, resulta menos hermética una de las pocas frases de Hooper que se transmiten y que a menudo encuentran lugar en las paredes de las muestras dedicadas a él: «Tal vez no sea muy humano, pero mi objetivo ha sido simplemente el de pintar la luz del sol sobre la pared de una casa».

Tener un corazón. Se discute mucho sobre aquel «tal vez no sea muy humano». Sin duda, al menos para Robert Adams, la postura de Hopper era de todo excepto carente de sensibilidad: «En la universidad me preguntaba hasta qué punto era necesario asumir una postura desapegada hacia las cosas. Pero los cuadros de Hopper, realizados en Cape Code y otras partes de Nueva Inglaterra, demostraban que es posible, sin sentimentalismo, expresar afecto por lugares naturalmente hermosos. En definitiva: no era necesario avergonzarse de tener un corazón». Quizás este es el secreto de Hopper.

QUIÉN ES

Edward Hopper nace el 22 de julio de 1882 en Nyack, en el estado de Nueva York.
En sus inicios se ganaba la vida como ilustrador. Viaja varias veces a Europa, en particular a París, donde conoce a los maestros de la pintura. En 1924 se casa con Josephine Nivison, que posará para muchos de sus cuadros. En 1952 representa a los Estados Unidos en la Bienal de Venecia. Muere en Nueva York en 1967.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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