Un millón de personas han vivido en pocas horas una página de la vida de Jesús con los discípulos. La visita del Papa a Milán, llena de una predilección por los últimos que ha tocado a todos, uno por uno. El deseo del cardenal Scola en la despedida: «Que esta gratitud nos enseñe a caminar»
Puro Evangelio. Poniendo en orden mis apuntes, al final de una jornada intensa como pocas y seguida paso a paso en videos, redes sociales, relatos y horas pasadas en el parque de Monza para la Eucaristía, esa es la impresión que predomina con más fuerza: una página del Evangelio, vivida por un millón de personas durante unas horas. Sucedió el 25 de marzo, fiesta de la Anunciación y día de la visita del Papa Francisco a Milán. Cien kilómetros de recorrido, seis etapas intensas y marcadas por su señalada preferencia por las periferias y por los últimos, una multitud que le abrazaba por todas partes, conmovida, haciéndole «sentir en casa» y mostrándole qué quiere decir que Milán «acoge con el corazón en la mano», como él mismo dijo al día siguiente después del Ángelus. Pero la clave de todo fue él, su forma de vivir la fe, de ser Pedro. Con gestos y palabras que se hacen una sola cosa y que abren juntos, de par en par, a otra dimensión, a una profundidad desconocida aunque esperada por todos, de todo corazón.
Se vio enseguida, desde la primera parada en las Casas Blancas, el barrio situado al final de la avenida Forlanini. Periferia total: los problemas y la dignidad, grandes heridas y una insondable riqueza humana. Allí el Papa saludó dando las gracias por la estola que le habían regalado, tejida por la gente: «Este regalo me recuerda que vengo como sacerdote, elegido por el pueblo y al servicio del pueblo». Y por la imagen de la Virgen restaurada recientemente, que le recordaba «cómo la Iglesia tiene siempre necesidad de ser “restaurada”, porque está hecha por nosotros, que somos pecadores, todos. Dejémonos restaurar por Dios, por su misericordia». Y tengamos la misma premura con la que María corre al encuentro de Isabel: «Es la premura, el cuidado de la Iglesia, que no permanece parada esperando, sino que va al encuentro de todos, a la periferia, también va al encuentro de los no cristianos».
Igual que él, que fue a visitar a tres familias. Entró en el apartamento de Nuccio, 83 años, dos más que su mujer, que no estaba en casa sino ingresada en el hospital por problemas en la vista. Francisco agarró el teléfono y la llamó: «¿Señora Adele? Buenos días, ¿cómo está? Los achaques, ¿eh? Hay que seguir adelante y ofrecerlo al Señor…». Abrazó a Dori, con su marido inmóvil en cama desde hace años a causa de un ictus. «Se miraron y le bendijo con una sonrisa». Dori le pidió que bendijera también los bocatas que ella misma había preparado la noche anterior «para dárselos a los que no han podido estar aquí. Para nosotros ha sido un día de esperanza». Francisco llamó también a la puerta de Abdel, que le acogió ofreciéndole dátiles y leche, como es tradición en Marruecos, y se conmovió porque el Papa bebió con él. Se hizo un selfie con su hija Nada y dio las gracias a su esposa por «echar una mano en la parroquia», aceptó con una sonrisa el dibujo del pequeño Mahmoud (un minarete al lado de un campanario, y en medio niños jugando). «Este hombre es un santo, incluso para mí que soy musulmán», dijo más tarde Abdel: «Este día me ha cambiado la vida. A ti también te ha pasado lo mismo, ¿verdad Nada?».
Los mensajes de los presos. Dolores, esperas. Y un encuentro que marca un antes y un después. En el fondo, el cristianismo empieza así, siempre. Es un acontecimiento continuo, un continuo «iniciar procesos», como recordó el Papa a los sacerdotes y religiosos reunidos en el Duomo, la segunda parada.
Fue un momento sencillo: tres preguntas y respuestas, alternando la espontaneidad con los textos preparados. Pero del que salieron palabras que habrá que releer y meditar bien. No era un mero manual de lo que el Papa le pide a la Iglesia: era la descripción de lo que sucede cuando la fe está viva. La «alegría de evangelizar», sabiendo bien que «la evangelización no siempre es sinónimo de “pescar peces”. Es salir al encuentro, dar testimonio… pero luego es el Señor el que pesca, dónde, cómo, cuándo, no lo sabemos». Los continuos desafíos de la realidad actual, que «es bueno que existan. Son signo de una fe viva, de una comunidad que busca al Señor y tiene los ojos y el corazón abiertos». Las diferencias, que son una riqueza, porque la Iglesia siempre ha sido así «y el Espíritu Santo es el Maestro de la diversidad». Hasta las últimas frases con que respondió a las preocupaciones de una religiosa: «La lógica de Dios no se entiende. Solo se obedece. Y este es el camino que tenéis que tomar».
Al salir del Duomo, rezo del Ángelus en la plaza. Después, la parada en muchos sentidos más esperada: la cárcel de San Vittore. Dos horas y media de visita, de la que solo llegan unas cuantas imágenes (las puertas abriéndose, los apretones de manos y los cruces de miradas, la mesa donde se sienta a almorzar con un centenar de presos, más o menos como debió suceder en casa de Zaqueo o de los publicanos) y los relatos llenos de estupor de los que estuvieron allí. «En todos estos años nunca había oído a un preso decir: me alegro de estar aquí», afirma Luigi Pagano, responsable de la administración penitenciaria de Lombardía: «Hoy lo han dicho muchos».
También lo escribieron, de muchas maneras, en las tarjetas que le entregaron al Papa para decirle «gracias». Desde Khalid, «el más afortunado, porque he comido justo delante de él, e incluso me dejó la mitad de su chuleta», a José Alberto («me ha hecho entender que no estamos derrotados aunque estemos aquí, que siempre hay una oportunidad para volver a empezar»); desde Paloka Melsed («si cada uno de los habitantes del mundo pudiera mirarte a los ojos una sola vez, no vencería el mal») a Gennaro, que escribió esto: «No creo en la Iglesia, sino en los hechos y en los signos, y este día veo en los ojos de muchos una luz nueva. Tal vez sea eso lo que porta este hombre: esperanzas nuevas».
Lo mismo que pasó luego en el parque de Monza, donde el Papa se encontró con una marea de corazones esperándole para la misa. Un millón, contaron. Llegados desde toda Lombardía y más allá: autobuses, trenes, bicicletas. Muchísimos llegaron también a pie, como las multitudes que subían por el monte Tabor o recorrían las orillas del lago de Tiberíades. O aquellas que, bajo este mismo cielo, se pusieron en marcha para ir al encuentro del cardenal Federico, como recuerdan las páginas de Manzoni que tanto hemos releído estos días.
¿Por qué le aman tanto? Pero no era una masa, era un pueblo. Así lo han escrito muchos, impactados por una alegría que no se encuentra en otro sitio, no tan plena y extendida. Las caras, las sonrisas, los abrazos. El espectáculo de humanidad de las filas situadas allí delante, a la izquierda, mirando hacia el gran escenario, donde estaban cientos de personas con discapacidad. ¿Por qué el pueblo ama tanto a este Papa? Esta pregunta también ha aparecido mucho en los periódicos de estos días. Con muchas respuestas, todas diferentes y ciertas. Porque cada uno, en el fondo, lo ama por un motivo suyo, personalísimo. En él ve una respuesta a sus expectativas, sus penas, su camino. Su historia particular. Cada uno ha experimentado una ternura y un temblor dentro de sí, al oír aquella voz que al principio sonaba cansadísima y que poco a poco, a medida que iba avanzando, recuperaba tono y aliento.
Hasta esclarecerse del todo durante la homilía. Recordando a todos «el anuncio más importante de la historia»: el del ángel a María. Un anuncio sorprendente, fuera de nuestros cánones, porque «el encuentro de Dios con su pueblo» se da «normalmente en donde no nos lo esperamos, en los márgenes, en las periferias». El suyo es un método distinto del nuestro, rompe nuestros esquemas. Es impresionante verlo acontecer mientras Francisco lo describe: «Dios mismo es quien toma la iniciativa y escoge quedarse, como hizo con María, en nuestras casas, en nuestras luchas cotidianas, llenas de ansias y anhelos. Y es justamente dentro de nuestras ciudades, de las plazas y de los hospitales donde se cumple el anuncio más bello que podemos escuchar: “Alégrate, el Señor está contigo”». Es el Evangelio, tal cual. Pero también es lo que tienes aquí, delante de tus ojos.
Por eso, la pregunta de María es también nuestra: ¿cómo es posible? «¿Cómo sucederá esto en tiempos llenos de especulación? ¿Es posible la esperanza cristiana en esta situación, aquí y ahora?». La respuesta del Papa, esas tres palabras que marcaron el ritmo de la homilía –la «memoria», el «pueblo», «la posibilidad de lo imposible»– abren un camino en el que profundizar. Pero lo que se ha quedado grabado dentro, para muchos, es una imagen que las pantallas gigantes nos regalaron poco después: la Consagración. Aquellos segundos largos, infinitos, que pasó Francisco de rodillas, con la cabeza apoyada en el altar como Juan en el pecho de Jesús, con un silencio total.
Cuando el cardenal Angelo Scola, el arzobispo de Milán que tanto había esperado esta visita y que estuvo a su lado desde el principio, le dio las gracias al final de la misa estaba visiblemente conmovido. «Hoy todos nosotros hemos podido experimentar la verdad de una famosa afirmación de nuestro padre Ambrosio: “Donde está Pedro, allí está la Iglesia. Donde está la Iglesia, allí no está la muerte, sino la vida eterna”». Y añadió: «Queremos que esta gratitud nos enseñe a caminar».
De eso se trata, de recorrer un camino. En el fondo, es el mismo tema del último momento de la jornada: el encuentro en San Siro. Ochenta mil jóvenes, padres y catequistas. Y Francisco que de pronto recuperó el vigor. A Davide, que le preguntó cómo puede crecer «la amistad con Jesús», le habló de sí mismo y de las personas que le «ayudaron a creer», como «aquel sacerdote lombardo que me bautizó y me acompañó toda mi vida hasta el noviciado». Y cuando le hicieron la pregunta que todos, en el fondo, llevamos en el corazón cuando pensamos en nuestros hijos («¿cómo transmitir la belleza de la fe?»), insistió en un hecho: «Los niños nos miran. Conocen nuestras alegrías, nuestras tristezas y preocupaciones. Pueden captarlo todo, se dan cuenta de todo. Por tanto, cuidad de ellos, cuidad su corazón, su alegría, su esperanza. Si les dais la fe y la vivís bien, se transmite».
Sencillo. Como sus palabras sobre los abuelos y el dominguear, el paseo por el parque después de la misa festiva y las horas que pasamos con los hijos, porque «“perder tiempo” con ellos también es transmitir la fe. Es la gratuidad, la gratuidad de Dios». Que se inclina sobre ti y viene a buscarte. Casa por casa, vida por vida. Como hizo él.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón