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Huellas N.1, Enero 2017

IGLESIA

El silencio tiene un rostro

Alessandra Stoppa

Con el estreno de la película de Martin Scorsese, volvemos nuestra mirada a la historia de los mártires japoneses del siglo XVII y a los interrogantes sobre la fe en el continente menos cristianizado del mundo, mediante el libro que ha obsesionado al director y el testimonio de los misioneros de hoy

La película de Martin Scorsese que está en cartelera en España estos días ya ha dado mucho que hablar. Silencio cuenta la persecución de los cristianos en el Japón feudal del siglo XVI. Y se inspira en el homónimo libro del escritor católico converso Shusaku Endo, publicado en 1956, que ha obsesionado a Scorsese durante veinte años. «La historia tocaba en mi interior cuerdas tan hondas que ni siquiera sabía si un día podría tratar de contarla». La obra ha tardado diecinueve años en gestarse. El director explica que se vio «conviviendo con aquella historia», viviendo al hilo de las temáticas que aborda el libro. En primer lugar, la fe en Dios, la Encarnación y cómo se acoge la gracia en una vida humana. Son muchas las cuestiones que se entrelazan en el libro de Endo, muy fuertes y pendientes, aunque se pueden resumir en una: cómo se vive y se comunica el Evangelio.
El protagonista es el P. Rodrigues que en 1634, junto a dos jesuitas portugueses, se embarca rumbo a Japón tras las huellas del P. Cristovão Ferreira, superior provincial de la Compañía de Jesús. Había llegado la noticia de su captura en Nagasaki y de que había apostatado. Para sus discípulos era imposible que el antiguo maestro hubiese renegado de su fe. Incrédulos, zarpan hacia la persecución.
«Espero que el film ayude a conocer mejor el cristianismo y un capítulo de su historia», dice a Huellas el P. Renzo De Luca, jesuita argentino enviado a Japón por su superior, el P. Mario Bergoglio, en 1985, y que hoy dirige el Museo de los 26 mártires de Nagasaki, el más importante de los museos cristianos del país. La historia de la Iglesia en Japón sigue siendo desconocida para la mayoría. Las persecuciones sufridas y la vida clandestina de los kakure kirishitan, los “cristianos escondidos” que durante dos siglos custodiaron la fe.
La comunidad cristiana japonesa nace con la primera predicación de san Francisco Javier, llegado allí en 1549. Treinta años después, los bautizados eran ciento cincuenta mil. Pero crecen las sospechas en contra de los católicos, mezcladas con intereses comerciales y cuestiones de poder agravadas por los mercaderes protestantes, hasta que en 1612 se prohíbe por ley la fe católica como una doctrina perversa (jakyo). Se expulsa a los misioneros y comienza una feroz persecución de la comunidad que ya cuenta con trescientas mil personas.

El fumie. Muchos visitan hoy el museo para saber qué pasó entonces: «Contamos con un material único en el mundo. Incluso los que nunca pisarían una iglesia se acercan aquí», sigue contando el P. De Luca: «La multitud de peregrinos atestigua de qué manera esta historia cargada de sufrimiento es importante para Japón». Más aún hoy, cuando «la vida de la fe se ha debilitado aquí; sigue existiendo pero se ve mucho menos que entonces, está falta de vitalidad. Vivimos en un país con plena libertad religiosa; existen escuelas y universidades de inspiración cristiana, no hay ninguna restricción al culto. Pero sí una fuerte indiferencia ante la dimensión religiosa».
A pesar del título, el libro de Endo está repleto de vidas que hablan de Dios. También quienes reniegan de él, quienes lo traicionan y vuelven una y otra vez a pedir el perdón. También la vida del P. Ferreira que apostató (históricamente Ferreira volvió a la fe y fue reintegrado en la Compañía de Jesús). El silencio en esta historia cobra muchas formas distintas. El silencio en el que tienen que pasar sus días los jesuitas escondidos en las montañas, esperando la noche para celebrar la Eucaristía y los bautizos; el silencio de los rostros de los conversos que la clandestinidad convierte en unas máscaras; el escalofriante silencio de los mártires que soportan las torturas sin emitir un gemido. Mientras agonizan crucificados en la playa, el viento trae su canto –«Estamos de camino, caminamos hacia el templo del Paraíso»– mientras la voz se va apagando y dejando espacio al silencio del mar en el que el P. Rodrigues escucha el silencio de Dios. «¿Por qué callas?», implora.
Pero ni siquiera esta es la pregunta más dramática. Es la que el protagonista formula delante del rostro mudo de Jesús: ¿qué significa seguirte? Es el rostro más amado, siempre lo tiene delante de los ojos, pero debe decidir si pisotearlo o no: los cristianos están sometidos a la prueba del fumie, deben profanar con el pie los iconos de Cristo y de la Virgen en señal de apostasía. Si el jesuita pisotea aquel rostro, salva la vida de los demás conversos que están a punto de ser ajusticiados.
Los misioneros que habían llegado para entregar su vida por aquella gente se ven obligados a decidir ante campesinos y pescadores, madres e hijos, pobres hombres que van a morir por ellos.

Samurái. «Lo primero que aprendemos de nuestros mártires», continúa el P. De Luca, «es que la persecución no destruye el cristianismo; lo refuerza». Esta misteriosa fecundidad resplandecerá delante de todos en marzo con “el samurái de Cristo”, el primer daimyo, señor feudal, que el Papa Francisco declarará beato. Takayama Ukon, cuyo nombre de bautismo fue Justo, murió en el exilio, en Filipinas, por no querer rechazar “la religión de Occidente” prohibida. «Es un hecho relevante para nuestra pequeña iglesia», añade el P. Mario Bianchin, superior del PIME (Pontificio Instituto de Misiones en el Extranjero, ndt.), que explica cuál es el reto actual para un misionero en el continente menos cristianizado del planeta. Exceptuando a los que inmigran desde países católicos, la comunidad católica japonesa no llega al medio millón de personas, exactamente como en los años 50 y 60, añade el P. Bianchin.
Lleva casi medio siglo en Japón. Y define su larga experiencia como «un camino espiritual». «La misión hoy no es “aventurera”, pero es una aventura: un descubrimiento, una continua profundización, un incesante camino interior del que estoy absolutamente agradecido». Llegó cuanto tenía 31 años, con el mismo sencillo deseo de cuanto era un niño: «Yo conocía a Jesús, pero en el mundo había multitud de niños que todavía no habían oído hablar de él. Si alguien no les alcanzaba, seguirían siendo infelices…». La estancia aquí plantea un desafío constante: «La imagen con la que uno llega aquí debe ser reformada y aclarada a la luz de la experiencia. Hay que encontrar caminos nuevos y el modo más adecuado de anunciar a Cristo». En Japón todo el mundo conoce a Francisco Javier, lo estudian en los colegios, pero «el cristianismo se conoce todavía como una historia política. Y hasta hoy la fe tiene muchas dificultades para crecer».
Cuando después de dos siglos, en el XIX, volvieron los misioneros al país del Sol Naciente «la Iglesia volvió a empezar por los más pobres, como suele hacer siempre, pero en un contexto hostil. La clase cultural era hostil a Occidente y a su fe. Volvimos a empezar por la caridad». Todavía hoy es esta presencia discreta y buena la que sigue siendo reconocida e imitada. «Pero no abrazada», subraya Bianchin. «La sociedad japonesa persigue ciertos valores, pero no se interesa por su alma. Además el anuncio de la fe se expresa todavía en términos culturales que los japoneses no reconocen en sus raíces. Lo advierten como una alternativa». Por tanto, admiran, agradecen, pero dicen: «No vale para mí». «Esto nos interpela», prosigue el misionero, «no está resuelta la relación entre cultura y fe. La fe cristiana no es una cultura. Crea cultura, pero no coincide con ella. Bendice a las culturas que encuentra y las enriquece».

La sorpresa. La vida se vive aquí en “círculos”, en pequeños grupos cuya función es sostener determinados ámbitos: «Pesa sobre las personas una fortísima presión social externa. Si la Iglesia se presenta como otro “círculo”, las personas la rechazan, porque les sobra, no aporta verdadera alegría». Como escribió en 2005 el P. Adolfo Nicolás, entonces superior general de los jesuitas, acerca de la crisis del cristianismo en Asia: «Nuestra vida no trasparenta nuestro mensaje».
Cuando se produce un encuentro profundo con la fe, «esto sucede porque Dios actúa. Por mi experiencia puedo decir que, en la mayoría de los casos, esto pasa por una prueba. Una dificultad en la familia, una enfermedad… No es en primer lugar un proceso intelectual. Aquí no funciona una evangelización por conceptos, sino solamente una relación profunda, de corazón a corazón». Aquel «desconocido calor humano», como lo describe Endo, que hizo brecha en el Japón del shogunato de los Tokugawa. Tanto que la fe se mantuvo viva secretamente, aunque no hubiera ya ni curas ni iglesias.
«Fueron los misioneros franceses los que descubrieron las comunidades secretas de fieles en el siglo XIX, cuando Japón salió de su aislamiento y volvió paulatinamente a abrir sus puertas a la Iglesia», explica el P. Bianchin. En los archivos del PIME en París se custodian los documentos de la vida del P. Bernard Petitjean que en 1865 construyó una iglesia en Oura, a las afueras al sur de Nagasaki. “Los cristianos escondidos” que vivían en las aldeas de alrededor comprendieron que habían vueltos los bateren, aquellos padres que habían traído la religión de Jesús a sus antepasados. Por eso buscaron ponerse en contacto y una mañana se presentaron ante el P. Petitjean. Una mujer habló en nombre de todos: «Nuestro corazón es como el vuestro», le dijo. «Donde vivimos nosotros hay 1.300 personas con este mismo corazón…».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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