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Huellas N.1, Enero 2017

TESTIMONIO

Una sonrisa en el gulag

Luca Fiore

Fue arrestada, torturada y enviada a Siberia. ¿La acusación? Haber difundido noticias sobre la Iglesia lituana. Sin embargo, Nijole Sadunaite habla de sus torturadores como «mis hermanos de la KGB». Y dice: «También hoy estamos llamados a decir la verdad con la fuerza de nuestra debilidad»

Los carceleros ya no lo aguantaban. Ella cantaba y cantaba. Faltaba el aire en la celda del semisótano en la sede de la KGB de Vilna, pero ella entonaba los himnos sagrados que había aprendido de pequeña. Sus torturadores golpeaban la puerta pidiéndole que se callara. Redactaron un informe para el comandante: «Nos han traído un disco long-playing y no hay manera de pararlo». Nijole Sadunaite, 78 años, lo cuenta entre risas. Tiene la dócil apariencia de una abuelita, pero su pasión por la libertad y la verdad nunca se rinden y no se jubilan porque, dice, «hoy también hay gente que, como nuestros hermanos de la KGB, no responde ni ante Dios ni ante los hombres». Y esa expresión, «hermanos», es suficiente para entender de qué pasta está hecha esta mujer. Un temple capaz, todavía hoy, de poner en aprietos a los partidos políticos de la Lituania contemporánea.
En aquella celda de Vilna pasó nueve meses. Estaba demacrada y se le cayó el pelo. La sometían, sin que ella lo supiera, a un tratamiento de radiaciones ionizantes para debilitarla e inducirla a confesar. Pero ella no habló. Nunca traicionó a sus amigos. Aquellos meses de torturas, afirma, «fueron los más hermosos de mi vida, porque nunca he sentido a Dios tan cerca físicamente».
Arrestada el 27 de agosto de 1974, procesada un año después sin testigos, en un juicio a puerta cerrada «por mecanografiar el número 11 de la revista clandestina Crónica de la Iglesia católica en Lituania», fue condenada a seis años: tres en un gulag cerca de Saransk, en la región del Volga, y tres de confinamiento en Boguchany, Siberia. Los jueces escucharon con la mirada baja la declaración final de la imputada. «Me ha tocado un destino glorioso, no solo luchar por los derechos del hombre y por la justicia, sino ser condenada por ello», dijo Nijole al Tribunal. «Infeliz es solo aquel que no ama. Ayer os habéis sorprendido por mi serenidad. Eso demuestra que mi corazón arde de amor por mis semejantes, porque es que solo amando uno puede sentirse feliz en cualquier situación».
La suya es la historia de una mujer feliz, también en los años del gulag. Se asombraba ante el cielo estrellado, hizo amistad con sus compañeras de celda, rezaba con ellas. Desde su confinamiento apoyaba a sus amigos disidentes. Puso en crisis a los funcionarios encargados de reeducarla. Y cuando fue liberada, se dedicó a la clandestinidad: viviendo entre Vilna y Moscú, dando difusión a Crónica. En 1989, en Santiago de Compostela, Juan Pablo II pidió verla durante la Jornada Mundial de la Juventud. Después de aquel abrazo, se curó misteriosamente de la grave anemia que había contraído en la celda de Vilna a causa de las radiaciones.
Encontrarse hoy con Nijole Sadunaite y oírla contar cómo mira el mundo produce el mismo efecto que pudo haber causado en sus carceleros. Uno se queda un poco desorientado, y en cierto modo también seducido, por esa fe sencilla e indestructible.

Empecemos por el principio, ¿cómo llegó a ser disidente?
En los años setenta, la propaganda soviética decía que en nuestro país había libertad de culto. Decían que si las iglesias se cerraban era porque la gente ya no las frecuentaba. Así nació la idea de crear un instrumento que contara lo que estaba viviendo realmente la comunidad cristiana. Queríamos enviar nuestro S.O.S. al mundo.

Sabían que se arriesgaban a ser encarcelados.
Sí, hubo muchos juicios. Muchas personas acabaron en hospitales psiquiátricos. También hubo iniciativas similares en Ucrania y Moscú. Una vez, por Crónica de la Iglesia ortodoxa rusa, la KGB hizo saber que si aparecía otro número arrestarían como represalia a diez inocentes. Serghei Kovalev, un profesor muy conocido que también nos ayudó a los lituanos, decidió señalarse a sí mismo como único redactor. Se publicó su nombre, apellidos, dirección y número de teléfono. No quería que personas inocentes pagaran en su lugar.

¿Cómo llegaron a usted?
Yo escribía a máquina en el apartamento de mi hermano con una amiga que me dictaba. No sabíamos que la casa de al lado colaboraba con la KGB. Hicieron un agujero en la pared, oculto por una toma de corriente, y desde el otro lado se oía todo. Durante los interrogatorios, los agentes me decían: «Tú tienes piedad de todos, pero tu vecina no ha tenido piedad de ti. Te ha denunciado rápidamente».

¿Y usted qué respondía?
Si la vecina creía realmente que denunciándonos hacía el bien, pensando que éramos personas que querían dañar al pueblo soviético, entonces podía haber hecho lo correcto. Si en cambio se había vendido por treinta denarios, yo no podía más que tener piedad de ella.

¿Volvió a verla alguna vez?
Sigue viviendo en el mismo apartamento. Cuando voy a ver a mi hermano, de vez en cuando nos cruzamos en la escalera y nos saludamos.

¿Alguna vez le ha preguntado por qué lo hizo?
Cuando escribí mis memorias, Una sonrisa en el lager, conté este episodio sin decir su nombre. Ella me dijo que no era verdad, que no fue ella quien me delató. Pero los catorce agentes de la KGB que entraron en casa salieron de su apartamento.

¿Qué pasó?
Mi amiga Brone y yo estábamos haciendo una pausa. Acabábamos de terminar la sexta página del número de Crónica. Irrumpieron diciendo: «Todos quietos, vamos a fotografiarlo todo». A mí me entró la risa. «¿Por qué gritan así? Ni que escondiéramos la bomba atómica». Esa reacción mía confundió un poco a Brone, que en un primer momento pensó que se trataba de una broma. Luego nos pusieron contra la pared. Yo intentaba tranquilizarlos diciéndoles que solo iban a encontrar esos seis folios. Mientras ellos buscaban, nosotras empezamos a rezar el Rosario.

¿No tuvo miedo?
¿Qué podían hacerme? Como mucho, enviarme directamente a los brazos de Dios. Una vez, durante un interrogatorio, me pusieron delante una botella con veneno y les respondí: «¡Mil gracias! Soy una pecadora, así me haréis ir directa al Paraíso. Os lo agradeceré eternamente». Pero ellos nunca hacían lo que les pedías. No podían permitirse generar un mártir. Si no tienes miedo, no pueden hacerte nada. De lo contrario, empiezas a hacer todo lo que te piden. Yo decía: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? Un millón de agentes de la KGB no son nada a los ojos de Dios. Un soplo y ya no existiríais».

¿Cuál fue el momento más duro?
Cuando encerraron a mi hermano en el hospital psiquiátrico. Me decían: «Si hablas, le salvamos la vida». Fue muy difícil. Pero sabía que, por encima de todo, mi hermano también estaba en manos de Dios. De hecho, unos meses después le soltaron.

¿Ha perdonado a las personas que le han causado tanto mal?
Por supuesto, siempre les estaré agradecida. Gracias a ellos, yo he visto la bondad de Dios. Eran personas muy infelices. Estaban desorientados porque sus métodos violentos no funcionaban conmigo. Pero Dios nos hace ver que existe otro tipo de fuerza, yo lo he experimentado. Me llevaron a Siberia diciendo que no volvería viva. Y aquí me tiene.

Hace poco concluyó el Año de la Misericordia. ¿Qué ha supuesto para usted?
Cada año, y este también, conjuga la alegría con el dolor; siguen las guerras, las injusticias… Alegría y dolor van siempre juntos, son el rostro de nuestra vida cotidiana. Y lo que más necesitamos para vivir es precisamente la misericordia. El Jubileo nos ha recordado esta necesidad profunda: yo siempre necesito la mirada de misericordia de Dios para mirar a los demás como Él me mira a mí. Cuando se pierde la relación con Dios, el hombre se vuelve esclavo del mal.

¿Hoy sigue siendo necesario luchar por la verdad?
Igual que en la época soviética estaban los hermanos de la KGB, hoy también hay gente que solo piensa en sus propios intereses, que siempre se pone a sí misma en el centro, sin responder ni a Dios ni a los hombres.

¿Y qué hace usted?
Tomo postura respecto a hechos de evidente injusticia y trato de estar cerca de las víctimas físicamente. Cuando veo a una persona que ha sufrido una injusticia, lucho por esa persona sin preocuparme por la opinión pública. Hace poco me invitaron a intervenir en el Parlamento y hablé de un caso poco claro que la justicia había declarado cerrado. A ningún partido le interesaba y nadie quería manifestar su opinión, pero a mí me preocupaba mucho la niña de diez años que estaba implicada. Hace tres años, en cambio, defendí públicamente a una chica acusada injustamente por motivos políticos de estar implicada en una organización terrorista. Cuando enfermó en la cárcel, le llevé medicinas, y cuando salió, la ayudé. A mí no me interesan las motivaciones políticas. Yo defiendo la verdad y estoy al lado de la persona. No consigo estar callada, aunque muchos me aconsejan hacerlo y dicen de mí que soy una vieja chocha.

De su historia, ¿qué le gustaría que se recordara?
Dios es bueno con todos, también con nosotros, débiles pecadores. La gente piensa que he resistido por mis propias fuerzas, pero no es verdad. Si confiamos en Dios, somos invencibles. El odio es débil. Basta un soplo para derrotarlo. El que está enfadado nunca vence. Al no tener argumentos para demostrar la verdad, usa la fuerza. Nuestra fuerza es nuestra debilidad.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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