Por qué la familia es decisiva en la educación. Por qué la coherencia ideal marca el modo de relacionarse con la realidad. Por qué la certeza está vinculada con una experiencia afectiva
Hoy día se tiende a decir que la televisión, la escuela, la mentalidad común es lo que tiene verdadero peso específico en la educación de nuestros hijos. ¿Qué influencia real tiene, entonces, la familia?
La familia es decisiva en la educación del niño, al menos hasta cierta edad, ya que la relación con los padres le introduce en la dimensión afectiva, la más honda. El niño es como una esponja que continuamente, y casi sin darse cuenta, lo absorbe todo del contexto en el que se halla. Y, sobre todo, aprende el modo de relacionarse con la realidad. La dimensión afectiva es la forma en que cada uno de nosotros se deja tocar e interrogar por los distintos acontecimientos de la vida: este aprendizaje es decisivo, porque a partir de ahí se irá formando la personalidad.
Si esto es así, ¿por qué las familias se encuentran con que el fruto de la educación de sus hijos es tan diferente de lo que querían y esperaban?
La razón de que el resultado sea tan diferente de lo esperado es que actualmente las familias transmiten a sus hijos una incertidumbre afectiva. No se comunica una experiencia de certeza, una actitud positiva ante la vida, sino una posición insegura, llena de dudas. Es una incertidumbre afectiva: el hijo no está seguro de lo que tiene, de lo que encuentra, de lo que ha visto, no está seguro de que la realidad sea buena y, por tanto, no se adhiere a nada. Este es un problema grave, porque impide conocer y amar de verdad. Nuestros hijos no lo asimilan de la televisión o en el colegio, sino, sobre todo, en casa, en familia.
¿De qué adolece actualmente la educación familiar? ¿Por qué somos tan inseguros?
A los padres les falta algo esencial: no comunican algo más grande que ellos mismos. Yo no debo decir a mi hijo: «Tienes que ser honrado porque yo soy honrado» (o creo serlo), sino «Siendo honrado, te digo: sigue a algo más grande que yo». Debo hacerte comprender que lo que sostiene el mundo es algo más grande que yo, y que yo obedezco a eso “más grande”. En esto estriba el secreto de la educación. La razón de la profunda incertidumbre en que vivimos es que no remitimos a algo más grande que nosotros a lo que seguimos y servimos: la verdad.
Si la verdad no existe, no hay certezas, no hay una verdadera razón para vivir. No digo una razón en sentido intelectual, sino algo plenamente razonable, afectivo, que me permite percibir la realidad tal cual es. Ahora bien, la palabra ‘verdad’ podría interpretarse como algo abstracto, ajeno a la vida, como resultado de un razonamiento, si no estuviera relacionada con otra palabra fundamental en la educación: ‘tradición’. La verdad no la construyo yo, no me la invento: la recibo, me la han entregado. Alguien antes que yo ha buscado la verdad, la ha percibido y la ha puesto a prueba, la ha sufrido y vivido, la ha reconocido y me la ha entregado.
Entonces la educación consiste, en primer lugar, en comunicar una tradición recibida. Sin esta conciencia, la educación se reduce a una forma menor de psicología (por cierto, una idea muy extendida hoy). Es curioso: todos los fracasos educativos acaban en el psicólogo. Esto no significa que la psicología no tenga nada que decir, pero, si fuera determinante, sólo los hijos de los psicólogos estarían bien o sólo los hijos de intelectuales famosos entenderían las cosas. Lo cual no es cierto. Mi abuela, que sólo estudió hasta cuarto de primaria, crió a sus hijos y los educó sin problemas, gracias a que sabía bien por qué estaba en el mundo, sabía las cosas fundamentales de la vida. Ahora sabemos muchas cosas, pero las fundamentales se nos escapan y no las comunicamos. Mi abuela sabía de dónde venía, de qué pueblo era, conocía su historia. Sabía todo esto y lo comunicaba de manera elemental pero segura. Comunicaba una certeza afectiva, una postura cierta ante a la realidad.
Pero hay que precisar algo determinante. La comunicación de la tradición no debe orientarse a una acumulación de datos, ni apelar a ciertos mecanismos cerebrales, de tipo psicológico, sino a un aspecto más profundo de la persona, a su libertad. Educar es apelar a la libertad de alguien, no influir en su psicología. Para educar es preciso pedir la adhesión de la libertad, el asentimiento ante lo que es verdadero, y siempre se corre el riesgo de que tu hijo lo haga o no. Por eso la educación es profundamente dramática. Implica un riesgo: poner en juego las certezas que uno tiene en la vida, y llamar al otro a que se adhiera a ellas y las compruebe en primera persona.
La falta de una certeza afectiva se debe, a menudo, a que no se educa en base a la verdad en su aspecto de coherencia ideal. Este es el problema. Porque uno se puede equivocar, enfadar o no saber qué hacer, pero siempre puede reconocer que hay algo que es más grande que él, que le guía en su vida, le acompaña, que está por encima de todo y le puede corregir. Esta es la coherencia ideal, y es lo que deben percibir los hijos. Yo puedo discutir con mi mujer treinta veces al día, incluso delante de mis hijos, y el problema no radica en que uno se equivoque, se enfade o diga alguna palabra inconveniente, porque la vida es así. Lo que fundamenta la certeza de la unidad, también en la familia, es que toda la familia vive por algo más grande, contando con todos los errores que padre, madre o hijos puedan cometer. Hay algo más grande que nos une, a lo que seguimos, por ello estamos juntos y esto es más importante que todo lo demás, carácteres, trabajo, dinero, estudio: es el motivo por el que estamos en este mundo. Esto es la coherencia ideal.
Pero, ¿puede una familia resistir sola?
No. Tendríamos que ser hombres de acero, de acero puro. Solos, normalmente no es posible. Porque el hombre no está hecho para estar solo, está hecho para vivir en compañía, para ser sostenido y ayudado.
Por eso necesitamos a los amigos. Precisamos de personas que nos reclamen al ideal, a lo que reconocemos como el sentido de la vida y, por tanto, lo que transmitimos a nuestros hijos. Es necesaria una amistad, un contexto. No es posible vivir solos. Más aún, lo que invalidaría la educación, tal como acabo de plantearla, sería precisamente la soledad.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón