Apuntes de las intervenciones de Davide Prosperi y Julián Carrón en la Jornada de inicio de curso de los adultos y de los estudiantes universitarios de CL de Lombardía. Rho-Pero, 26 de septiembre de 2009
JULIÁN CARRÓN
Conscientes de nuestra necesidad, pidamos al Espíritu que lleve a cumplimiento –abriéndolo de par en par– ese deseo que nos ha traído hasta aquí.
Desciende Santo Espíritu
Damos la bienvenida a todos y saludamos a nuestros amigos que están conectados desde las distintas regiones de Italia y desde el extranjero. Es un intento irónico –como todo lo que hacemos– hacer una Jornada de inicio de curso en directo desde Milán. Pero no basta estar presentes físicamente para que este momento sea un gesto; es necesario que cada uno de nosotros, esté donde esté, se halle presente con toda su persona, para que lo que suceda encuentre en nosotros esa apertura, esa grieta a través de la cual pueda entrar la gracia que el Señor quiera darnos.
DAVIDE PROSPERI
Comenzamos nuestro encuentro de este año a partir del punto en el que concluimos el encuentro del año pasado. Hace un año nos habíamos concentrado en la figura del testigo, en la importancia esencial del testigo dentro del camino que nos lleva hacia la madurez de la fe, hacia la certeza de la fe. Como nos ha recordado Carrón en su carta a la Fraternidad nada más volver del Sínodo, nuestra principal contribución a la Iglesia y al mundo no está ante todo en una acción cultural, civil o política (se trata de frutos que maduran como y cuando Dios quiere), y menos aún en una forma de hegemonía aunque sea por motivos nobles. Nuestra principal contribución es el testimonio del acontecimiento que ha conformado nuestra vida, y, al hacerlo, ha hecho de ella, día a día, algo distinto, más humano, más capaz de gratuidad, de leticia, tan capaz de leticia que resulta envidiable, incluso para aquellos que por mil razones nos han criticado siempre... Lo hemos visto muy bien en el Meeting. Una de las cosas que más ha impresionado a los que llegaban allí por primera vez ha sido la pasión y la gratuidad de los “voluntarios” –voluntarios que dan allí su propio tiempo y sus propias energías, además de pagar para poder contribuir a este gesto que manifiesta, también a nivel cultural, el corazón y la capacidad expresiva de la experiencia–, un hecho inexplicable con las categorías habituales con las que estamos acostumbrados a concebir las cosas de cada día. Permitidme que cite un editorial de Il Tempo firmado por Roberto Arditti: en él cuenta que había ido al Meeting lleno de escepticismo por una antigua aversión al movimiento de CL «nacida y crecida en los años de la Universidad. Un día en Rimini –dice– me ha obligado a cambiar radicalmente de idea». Ante lo que ha visto, se pregunta: «El mundo laico de finales del siglo XX, ¿qué ha dejado en herencia a los más jóvenes? ¿Hemos sabido construir alguna fuerza “útil”? No encuentro respuestas convincentes a estas preguntas, y en cambio los chicos del Meeting son libres y fuertes (sin mitificarlos, por favor). A las 11 de la noche vuelvo al aparcamiento en busca de mi coche. Hay una chica sentada sola en una pequeña silla de plástico. Me saluda sonriendo y me acompaña al coche. Trabaja (como voluntaria) en el aparcamiento, ¡menudo privilegio! Allí está, con su camiseta del Meeting, contenta por lo que hace. Y le sonríe a una persona a la que ve durante unos pocos segundos. La noche anterior me encontraba cenando en el Billionaire [uno de los clubes veraniegos más exclusivos de Europa]. Allí nadie sonreía como aquella chica del aparcamiento». Me refiero también a aquellos que han venido a Rímini a medirse con lealtad con la propuesta que se les había hecho, dando testimonio valiente de cómo el acontecimiento cristiano se convierte en un juicio cultural nuevo, como nos han mostrado, por ejemplo, Tony Blair y Mary Ann Glendon, por citar dos de ellos. Y esto porque el testigo no indica sólo una forma de hacer las cosas, sino una concepción nueva de la realidad y de la propia relación con ella.
Pero la experiencia de este año ha situado en primer plano también el riesgo de una superficialidad, de una concepción reducida, sentimental, de lo que significa «mirar al testigo». Se corre el riesgo de reducir al testigo a un ejemplo positivo, a alguien que me hace experimentar un sentimiento de exaltación, o de consolación precaria, un sentimiento que sin embargo se va por donde ha venido, dando lugar a una insatisfacción, a la sensación de estar siempre en el punto de partida. Pero el testigo, literalmente, ¿quién es? A lo largo del año nos hemos planteado esta pregunta con frecuencia. El testigo, en sentido estricto, es alguien que me cuenta un hecho verdadero, del que está seguro porque lo ha visto, porque ha hecho experiencia de él. El testigo es alguien que me atestigua que el hecho de Cristo es verdadero, porque ha hecho experiencia de él, lo sabe por experiencia, está seguro de ello porque este hecho ha cambiado su vida y está presente aquí y ahora, siempre, como dice el título del nuevo libro que reúne los Equipe (Qui e ora. 1984-1985, Bur, Milán 2009). Por tanto, el testigo es alguien que conoce la Verdad. Y lo que hace de él un sujeto distinto es el hecho de que se apoya en algo sólido, en el único que ha vencido a la muerte. Siempre me ha impresionado la observación de Giussani de que en la Biblia la idea de verdad se expresa a través de la imagen de la roca. La verdad no es un pensamiento, no es un concepto intelectual. Es una Presencia sobre la que me puedo asentar, sobre la que puedo apoyar todo mi “yo”. Una Presencia que impide que me hunda, como dice el Salmo 40: «Me levantó de la charca fangosa; afianzó mis pies sobre roca» (Sal 40,3). El testigo es aquel que vive apoyado por completo sobre la roca. Y por eso deseas pegarte a él.
Aquí surge, entonces, una primera pregunta: si el testigo es lo que hemos dicho, ¿por qué, aún estando rodeados de tantos testigos, sigue siendo tan débil en nosotros la certeza? Este verano has empezado a insistir en que no basta el testigo. Entonces, ¿cuál es el paso que tenemos que dar? ¿Dónde nos bloqueamos?
Muchas veces es como si nos detuviéramos, por comodidad o, en el fondo, por falta de estima por nosotros mismos, ante la vibración que produce en nosotros la belleza de los efectos del hecho, es decir, ante la vibración en nosotros de la belleza de los frutos que la pertenencia a Cristo introduce en algunos momentos o en algunas personas. Nos detenemos en el gozo que nos produce la fascinación de la humanidad de algunas personas, sin que esto –¿cómo decirlo?– suscite un brío, un deseo, y por tanto un trabajo, un camino, en definitiva, un movimiento hacia el origen escondido de esa humanidad distinta.
Este verano alguno de nosotros hemos visto el vídeo de una intervención de don Giussani hablando sobre Leopardi (vídeo de un encuentro con los estudiantes universitarios del Politécnico de Milán en 1996 proyectado en la Asamblea Internacional de Responsables de CL – La Thuile, 18-22 agosto 2009–; ndr). Yo personalmente me quedé sin palabras, embelesado por esa forma de sentir, de mirar y de percibir lo humano. Pero al cabo de dos días, me di cuenta de que ya no pensaba en ello. Es decir, es como si corriésemos continuamente el riesgo de quedarnos en un reflejo sentimental, estético, incluso ante el mayor de los testimonios, y comprendo que el paso al que nos reclamas incansablemente implica ir hacia otro nivel, para que algo de aquellos ojos, de aquel modo con el que Giussani hablaba de lo humano, entre en la forma con la que nosotros afrontamos todas las cosas, con la que voy a trabajar por la mañana, con la que me encuentro con los amigos, con la que saludo a mis hijos y a mi mujer cuando vuelvo a casa por la noche. Es lo mismo que debió ver el director de Il Tempo en aquella chica del aparcamiento del Meeting. Si no es así, aunque esté rodeado de una multitud de testigos, me quedo en el mismo estado de confusión, ni más ni menos, que aquellos que no han tenido mi encuentro.
Y aquí llegamos a la segunda pregunta, que en cierto sentido incluye también la primera: ¿qué puede vencer la confusión?
JULIÁN CARRÓN
1. La victoria sobre la confusión es una experiencia
La confusión es vencida por una experiencia, y lo que caracteriza la experiencia es el juicio, no el reflejo sentimental que me provocan las cosas, como muchas veces vemos en nosotros. El juicio es lo que permite que algo que uno hace llegue a ser experiencia. Por eso don Giussani nos ha testimoniado constantemente que si no queremos sucumbir a la confusión, «si queremos llegar a hacernos adultos –decía–, sin resultar engañados, alienados, esclavizados por otros e instrumentalizados, tenemos que habituarnos a confrontarlo todo con la experiencia elemental», con ese conjunto de exigencias y de evidencias que constituyen nuestro “yo”. Pero don Giussani es consciente de que lo que propone es «una tarea que no es nada fácil, que es más bien impopular. Normalmente, de hecho, todo se afronta con la mentalidad común que sostienen y propagan quienes detentan el poder en la sociedad. De suerte que [¡atención!] la tradición familiar y la tradición del contexto más amplio en el que uno crece se sedimentan encima de nuestras exigencias originales y constituyen como una gran costra que altera la evidencia de aquellos primeros significados, de los criterios primigenios» que constituyen esas exigencias (El sentido religioso, Encuentro, Madrid 1998, pp. 26-27). Y nosotros debemos ser conscientes de esto, porque lo que a continuación llamamos “corazón” no es otra cosa que esas sedimentaciones, expresiones de la mentalidad de todos; y por eso muchas veces nos encontramos perdidos y confundidos como todos (basta con mirar a nuestro alrededor). Don Giussani, amigos, era perfectamente consciente del tipo de desafío que nos lanzaba: «El desafío más audaz a esa mentalidad que nos domina [¡atención!] y que influye en nosotros a todos los efectos –desde la vida del espíritu hasta el vestido– es justamente habituarnos a juzgar todas las cosas a la luz de nuestras evidencias primeras, y no estar a merced de nuestras reacciones ocasionales [es decir, del reflejo sentimental de las cosas]» (Ibidem, p. 27). Por tanto, si queremos vencer realmente esta confusión, debemos decidir si aceptamos el desafío de ejercer habitualmente este juicio. «El uso de la experiencia elemental, o de nuestro “corazón”, es impopular sobre todo ante nosotros mismos, pues el “corazón” es precisamente el origen de ese malestar indefinible que se experimenta, por ejemplo, cuando a uno se le trata como objeto de interés o de placer» (Ivi). Es impopular ante nosotros mismos: es más fácil repetir lo que dicen todos, no hacer las cuentas con ese malestar indefinible que experimentamos. Juzgar es empezar a liberarnos de la confusión. Pero, ¿por qué es impopular? Responde: «La recuperación de la profundidad existencial [esa profundidad que se halla bajo la costra], que permite esta liberación, no puede evitar el esfuerzo de ir contra la corriente. Se podría llamar a esto trabajo ascético, donde la palabra ascesis indica la obra del hombre que busca la madurez de sí mismo, en cuanto que directamente se centra en el camino hacia su destino. Es un trabajo, y no un trabajo obvio [al contrario de lo que pensamos muchas veces]; es algo simple, pero que no se puede dar por descontado [¡en absoluto!]. Como hemos dicho hasta ahora, es algo que hay que reconquistar. Aunque en todos los tiempos el hombre ha tenido que trabajar para reconquistarse a sí mismo, vivimos en una época en la que la exigencia de esta reconquista es más clara que nunca. En términos cristianos, este esfuerzo forma parte de la “metanoia” o conversión» (Ibidem, pp. 27-28).
Resulta impresionante releer estas páginas en el contexto actual en el que nos encontramos. No hay nada que describa mejor lo que nos sucede. Es difícil encontrar palabras más pertinentes con respecto a la confusión en que vivimos.
Pero, amigos, ¿cuál es esta dificultad? Nosotros percibimos el trabajo que nos propone don Giussani de juzgarlo todo como algo añadido, intelectual, sólo para personas que se complican la vida. En realidad –pensamos– vivir es otra cosa, hacer experiencia es otra cosa, juzgar es sólo para tipos complicados o confusos. Y por eso ni siquiera lo tomamos en consideración, ni siquiera nos tomamos la molestia de aceptar el desafío y afirmamos: «Pero, ¡qué cosas decís! ¿Juzgar? Venga ya… ¡Seamos serios!».
El mayor escollo que tenemos ante la propuesta del carisma –y esto nos sucede desde hace años, desde hace años lo tenemos delante de los ojos– es comprender cuál es el problema, reconocer cuál es la cuestión. Siempre recordamos la frase de Chesterton, dedicada a nosotros, que somos los sabios: «Lo malo no es que los sabios no vean la respuesta, sino que no ven el enigma» (G.K. Chesterton, Ortodossia, Edizioni Martello, Milán 1988, p. 49). No comprendemos de qué se trata, y por eso nos vemos perfectamente descritos en la frase de Bárbara Ward citada en El sentido religioso: «Los hombres raramente aprenden lo que creen ya saber» (p. 138).
Por tanto, no se trata ante todo de un problema de contenido, sino de caer en la cuenta de una dificultad que tenemos dentro de nosotros, y cuyas consecuencias sufrimos: es como si no consiguiésemos comprender el origen de ese malestar, de esa confusión que experimentamos, de esta dificultad para estar dentro de la realidad, para vivir en las circunstancias. Y por eso, por un lado repetimos gestos y, por otro, vivimos oprimidos por lo cotidiano. Os leo una carta: «Don Giussani dijo, y tú nos lo has repetido muchas veces, que las circunstancias por las que Dios nos hace pasar son un factor esencial de nuestra vocación, de la misión a la que nos llama, no un factor secundario, y esto es algo que interesa y juzga nuestra vida, normalmente distraída y apresurada. Y sin embargo, después de años y años en el movimiento, me sigue costando vivir lo cotidiano [gracias a Dios, diría yo, porque podemos construir en nuestra cabeza todos los castillos que queramos, pero siempre hay algo que no funciona]: las cosas pequeñas, la sencillez de un gesto habitual con mis hijos, la alegría de un momento normal en familia, todo esto lo vivo siempre como si fuese una pérdida, como si lo más importante de ese momento fuese otra cosa (el encuentro de Escuela de comunidad, la asamblea de Tizio o Caio, participar en las Tiendas de Navidad, o bien ofrecer mi disponibilidad para la Colecta de alimentos), y me doy cuenta de que haciendo esto vivo otra realidad, como si huyera de las circunstancias que se me dan cada día para vivir».
Cuando leo estas cosas, me dan ganas de llorar. Que todo lo que hacemos por el movimiento no nos sirva para vivir lo cotidiano... Entonces, ¿para qué sirve el movimiento? ¡Cuánta razón tenía don Giussani cuando nos empujaba a pasar «de una lógica de grupo a una dimensión de conciencia personal»! (Qui e ora. 1984-1985, Bur, Milán 2009, p. 320): la sola pertenencia al grupo no es suficiente para que lo cotidiano no se convierta en algo insoportable. Y por este motivo proponía como fórmula: «Pasemos de hacer el movimiento a vivir la experiencia del movimiento» (Certi di alcune grandi cose. 1979-1981. Bur, Milán 2007, p. 149).
Entonces, ¿cuál es el problema? El problema es la falta de experiencia, es decir, de juicio, pero esto nos parece extraño, exagerado, porque pensamos que hacemos experiencia, hablamos siempre de ella, pero confundimos la experiencia con lo que no es experiencia. Pensamos que juzgamos, pero la mayoría de las veces nos detenemos mucho antes de realizar el juicio, nos contentamos con la reacción o con el prejuicio.
El ejemplo más claro de esto es lo que nos sucede muy a menudo con el testigo, porque no es que el testigo escape a esa forma que tenemos de vivir la relación con la realidad. Podemos reducir al testigo más significativo –como decía antes Davide– a un reflejo sentimental, y dos días después nos encontramos como al principio: porque no basta la experiencia que ha hecho otro. El testigo nos muestra una posibilidad real, más humana, de vivir las circunstancias que se nos ponen delante, pero si esto no nos empuja a hacer nosotros mismos experiencia personal de lo que el testigo nos muestra, antes o después el testigo dejará de interesarnos –nos hartamos de tantos testimonios–, porque nunca llega a ser algo nuestro. Por eso, como nos ha dicho siempre don Giussani, «si lo que intuyo o presiento como valor a través de un testimonio, del testimonio de otro, no hago el esfuerzo de verificarlo, antes o después acabaré marchándome» (cfr. Ibidem, p. 158); si no veo que vuelve a suceder en mí, con el tiempo dejará de interesarme. Y ponía este ejemplo: «A los sesenta años, uno puede haber probado todo lo que se puede probar, pero no por ello es necesariamente una persona “experimentada”; la experiencia es la capacidad de comparación con el ideal. Si no es así, uno no hace experiencia de nada, y vive con la actitud característica de muchos viejos, llenos de vacío y de nada» (Ibidem, p. 148).
Éste es nuestro destino, si nos limitamos a probar, probar, probar... sin hacer realmente una experiencia: nos convertiremos en viejos vacíos. Por eso insistía en que debíamos pasar de hacer el movimiento a vivir la experiencia del movimiento, lo que llamaba “personalización”. Y la clave de este paso es el juicio –eso que nosotros consideramos como algo añadido, extraño a la experiencia– porque el juicio es lo que permite que llegue a ser experiencia lo que uno hace.
2. Las reducciones de la experiencia
Ayudémonos a comprender cuáles son las reducciones de la experiencia que llevamos a cabo habitualmente.
El problema es que nos cuesta realmente hacer experiencia, y esto se ve en la confusión. La confusión evidencia justamente la reducción que efectuamos en la experiencia, una reducción que es grave, muy grave. ¿Por qué es muy grave? Porque debilita y hace vano el método fundamental del desarrollo humano. Lo que Giussani considera experiencia es esto: la experiencia no es una palabra dicha sin ton ni son, la experiencia es el camino del desarrollo de la persona, es el instrumento que tenemos en nuestras manos para nuestro desarrollo, para nuestro crecimiento. Por eso, si lo utilizamos mal o lo reducimos, todo lo que nos sucede en la vida es inútil (como recordé en el Meeting, citando a los Gálatas), es estéril, no sirve, no incrementa nuestro “yo”, no desarrolla nuestra persona, y así podemos convertirnos en viejos vacíos aunque hayamos vivido muchas cosas, porque no hemos hecho experiencia verdaderamente.
¿Cómo se produce la reducción de esta experiencia? Reducimos muchas veces la experiencia al impacto que las cosas provocan en nosotros. Hablamos de los hechos, pero todo se limita a eso, y después no queda nada. Esto sucede porque generalmente, también entre nosotros, la experiencia se identifica únicamente con el impacto que las cosas provocan en mí, con las impresiones que he tenido, que son todas reales –no es que utilicemos palabras sin sentido: no, contamos hechos, hablamos de cosas reales–, pero son sólo impresiones. La experiencia, por tanto, es ciega, mecánica. Lo que nosotros llamamos experiencia con frecuencia no es otra cosa que un mero probar, una mera sensación, sin inteligencia, sin juicio; o bien es “subjetiva” (lo cual es peor), es decir, algo sentimental. Don Giussani nos ha descrito esto con pelos y señales: «De ahí la cantidad de acepciones inadecuadas, aunque frecuentes, de la palabra experiencia [reducida]: por experiencia se entiende [en la lista que sigue a continuación hay sitio para todos nosotros] la reacción inmediata a determinadas propuestas, la multiplicación de vínculos por mera proliferación de iniciativas, la fascinación repentina o disgusto por las cosas nuevas, la afirmación de una elaboración o de un esquema propios, un recuerdo del pasado que no revive como valor del presente, o hasta un acontecimiento que se cita con el fin de bloquear una aspiración o amortiguar un ideal» (L. Giussani, Educar es un riesgo, Encuentro, Madrid 2006, p. 119).
Don Giussani nos ayuda a comprender cómo realizamos esta reducción: «Sin una capacidad de valoración, en efecto, el hombre no puede tener ninguna experiencia. […] Es verdad que la experiencia coincide con el “probar” algo, pero sobre todo coincide con el juicio que se tiene sobre lo que se prueba» (El sentido religioso, op. cit., pp. 20-21). Por eso he dicho este verano: «La incomprensión de la palabra “experiencia” se pone de manifiesto por la forma en la que habitualmente la oponemos a “juicio” –o “conocimiento”–: allí donde está la una no está el otro, son alternativos. Es la prueba más clara de que tenemos una gran confusión con respecto a ambos términos. Si para nosotros la experiencia se reduce a esa especie de impacto, de shock mecánico, muchas veces el juicio nos parece como algo intelectual, casi añadido. Y justamente por eso muchas veces sentimos el juicio como algo forzado, como algo que nosotros imponemos sobre la realidad, como algo que creamos nosotros […]: si tenemos que juzgar también las cosas bonitas, las cosas intensas, parece que esto arruina el encanto de lo que vivimos, de alguna manera “priva de poesía” a la experiencia, como si la estropease. Por eso, cuando las cosas han sido interesantes, bonitas, persuasivas, ¿qué necesidad hay de juzgarlas? Hemos disfrutado de ellas y con eso basta. Entonces […] la insistencia con la que muchas veces se nos invita a juzgar parece un incordio. En definitiva, ¿por qué si vivimos una cosa bonita tenemos que juzgarla? Es decir, nos parece que llevamos a cabo una operación artificial y trabajosa» (Experiencia: el instrumento para un camino humano. Asamblea Internacional de Responsables de Comunión y Liberación, La Thuile, agosto 2009, supl. a Huellas, n.8/2009, pp. 11-12). Si podemos ahorrárnosla, mejor.
¿Qué nos perdemos al actuar así? La respuesta a esta pregunta nos dice hasta qué punto nos cuesta comprender. Porque la cuestión crucial es justamente ésta: que haciendo esta experiencia tan reducida, regodeándonos en ella y no sintiendo la necesidad de juzgarla, nos parece que no nos falta nada. ¡El verdadero desastre es que nos parece que no nos falta nada! ¡Es una reducción de lo humano digna de lástima! Todo se convierte en formalismo, en superficialidad, en conformismo. Como los nueve leprosos que hemos citado otras veces: no se preguntan nada, no les falta nada, no sienten la urgencia de otra cosa. Que nosotros sintamos el juicio como algo extraño quiere decir que no nos falta nada más, y esto pone de manifiesto hasta qué punto es espantosa la reducción de lo humano. Porque no juzgar es perderse lo mejor, es detenerse antes de llegar a lo que verdaderamente me interesa; pero nosotros no lo echamos de menos, nos parece algo para “intelectuales”.
Es verdaderamente impresionante que lo que es más nuestro (aquello que debería ser más nuestro), es decir, el deseo de plenitud ante la realidad, sea la cosa más extraña para nosotros. ¡Qué separación de nosotros mismos! Somos impopulares para nosotros mismos, como dice don Giussani en el texto que he citado. Pero, ¿qué sucede cuando nos despertamos del sueño? Cuando termina el regodeo, ¿qué queda? Quedamos nosotros, solos con nuestra nada, cada vez más perdidos, cada vez más escépticos. ¿Comprendéis ahora por qué crece la confusión?
¡Qué diferente es lo que don Giussani nos ha testimoniado –lo recordaba antes Davide– leyendo a Giacomo Leopardi! Porque es imposible que uno vea esa humanidad y no desee esa mirada, no desee participar en esa forma de relacionarse con la realidad; porque lo que vemos en ese vídeo es un hombre, un testigo de cómo se puede estar ante la realidad, de cómo leer a Leopardi descubriendo, testimoniando ese «Misterio eterno / de nuestro ser» («Sobre el retrato de una bella mujer…», en Cara beltà, Bur, Milán 1996, p. 96), es decir, lo que nosotros somos. ¿Cuál es este misterio? «Naturaleza humana, ¿cómo si tan frágil y vil en todo, si polvo y sombra eres, tan alto sientes?» (Ibidem, p. 97). Tú, siendo tan frágil, tienes deseos grandes. Pero nosotros decimos a menudo que estos deseos no existen, que es como si hubiesen desaparecido. Pero don Giussani –resulta impresionante escucharle mientras lee apasionado a Leopardi– dice: no, en absoluto, el pensamiento dominante es éste: «Dulcísimo, poderoso / dominador de mi profunda mente» («El pensamiento dominante», en Ibidem, p. 77). Este grito, esta exigencia de felicidad, vuelve a brotar del naufragio universal, porque «la infinita vanidad de todo» («A sí mismo», en Ibidem, p. 84) no consiste en arrancar la semilla de este pensamiento dominante, de esta sed, de esta pasión por la felicidad: «Lo mismo que una torre / en solitario campo, / tú estás solo, gigante, en medio de ella» («El pensamiento dominante», en Ibidem, pp. 77-78). Podemos encontrarnos en medio de este naufragio universal, de esta confusión total, pero el pensamiento dominante vuelve a emerger de forma implacable. Puedes estar todo lo confundido que quieras, pero cuando alguien comete una injusticia contigo vuelve a emerger tu exigencia de justicia; puedes estar todo lo cansado que quieras, pero ante la belleza no puedes evitar que surja en ti el asombro. Ese pensamiento dominante al que llamamos corazón es una realidad «que se puede olvidar, falsificar, una realidad ante la que se puede objetar, pero que es inextirpable» (Uomini senza patria. 1982-1983. Bur, Milán 2008, p. 256). Don Giussani nos da testimonio de su lealtad con la experiencia, que encuentra en Leopardi un compañero de camino. En medio del desastre, existe una realidad inextirpable que se yergue impetuosa, grandiosa. Si alguna vez nos decidiésemos a seguir esto...
El testigo es aquel que utiliza la razón de esta forma, que tiene una lealtad consigo mismo, que está definido por este pensamiento dominante, y por tanto no puede entrar en relación con ninguna cosa sin que en él brote el deseo de todo. En esto consiste el juicio. Es necesario comparar todo con nuestra humanidad. Esta exigencia brota en la relación con todas las cosas, pero hace falta la lealtad que vemos en Giussani y en Leopardi: sólo aquél que toma en serio este pensamiento dominante, esta exigencia que se halla dentro de sus entrañas, que brota en la relación con todo y que no se contenta con una exigencia que no sea total, puede comprender verdaderamente qué es la experiencia.
3. La implicación última de la experiencia humana
«Lo que caracteriza a la experiencia es entender una cosa, descubrir su sentido. La experiencia implica, por tanto, la inteligencia del sentido de las cosas» (Educar es un riesgo, op. cit., p. 118) ¿Cuándo entiendo las cosas? Cuando doy razón de todos los factores implicados en la experiencia. Cuando decimos que juzgar es artificioso, decimos algo que es contradicho por nuestra misma experiencia. Es necesario mirar la experiencia elemental que hacemos ante la realidad, ante las montañas, ante el canto, para reconocer cómo aparece ahí el juicio enseguida, de forma simultánea: «Son bonitas». Y hay quien dice que es artificioso… Los artificiosos somos nosotros, que no nos damos cuenta de lo que sucede verdaderamente cuando hacemos experiencia.
Me contaban los universitarios que en las excursiones que hicieron por la montaña durante las vacaciones, con frecuencia había personas que se preguntaban, al ver a ochocientas personas subir en silencio: «Pero vosotros, ¿quiénes sois?». En uno de estos episodios, un matrimonio preguntó: «¿Quiénes sois?». «Universitarios». «Sí, pero, ¿quiénes sois? ¿De dónde venís?». «De La Thuile». «Sí, pero, ¿de dónde venís?». «Milán, Palermo…» «No, no. ¿Quiénes sois? ¿De dónde venís?». «Somos de Comunión y Liberación». «¡Ah, es una maravilla veros subir!». ¿Es artificiosa esta insistencia para llegar al origen, es un añadido, o tal vez se trata de personas que no detienen su humanidad ante la provocación de la realidad, y son leales con esa provocación? Los mismos chicos se quedaron impresionados por esta lealtad: «También en nosotros hemos sorprendido la misma pregunta, una pregunta sobre el origen último de lo que teníamos ante nosotros, que habría sido artificioso bloquear antes de llegar a una respuesta adecuada».
Otros dos amigos me escriben contándome la experiencia de sus vacaciones: «Queríamos contarte un episodio que sucedió el último día de nuestras vacaciones, mientras estamos preparando las maletas. Te ponemos un poco en antecedentes: durante estas vacaciones estábamos con los amigos en una residencia en la que cada uno tenía su propio apartamento, pero nos juntábamos siempre para comer y para cenar, además de compartir obviamente el resto del día. Al lado de nuestros apartamentos, estaba el apartamento de un matrimonio toscano de unos sesenta años (que veían con frecuencia nuestro ir y venir de un apartamento a otro con un niño en brazos, propio o ajeno), cuya mesa estaba junto a la nuestra en un jardín delante de los apartamentos (nosotros éramos ocho adultos y tres niños). El día que nos marchábamos, el señor toscano se acercó a Ciccio, uno de nuestros amigos, y le dijo: “Te quiero hacer una pregunta y me gustaría que me dieras una respuesta precisa. Os hemos observado mucho en estos días, hemos visto cómo coméis juntos, cómo rezáis, cómo estáis con vuestros hijos, pero, más allá de vuestra amistad (a lo mejor sois compañeros de trabajo, pero no me parece suficiente razón para explicarlo), ¿cuál es el hilo conductor que os une?”. Ciccio le respondió que éramos del movimiento, que éramos cristianos y que eso era lo que había unido nuestras vidas y nos había hecho amigos. Él respondió: “¡Lo sabía!”, y le explicó que en Pistoia, donde él vive, había conocido gente del movimiento, y que también él era católico, y luego nos dio las gracias por la compañía que le habíamos hecho a él y a su mujer y nos dijo: “¡Sois un espectáculo!”». No existe experiencia hasta que no se llega a entender. Pero para entender es necesario no detenerse hasta encontrar una respuesta exhaustiva a lo que se ve: unos amigos que están juntos de forma distinta. Y entonces brota la pregunta: «Pero, ¿cuál es el hilo conductor que os une?». Es algo propio del hombre, basta con que exista un hombre con una humanidad verdadera. Prosigue la carta: «Cuando Ciccio nos contó este diálogo, nos conmovimos con la misma conmoción de la que habla Rose, la que brota de ver al Misterio acontecer, obrar. Nos impresionó mucho el uso de la razón de este hombre que, mirándonos, se había dejado asombrar y, sobre todo, interrogar; observó nuestra forma sencilla de estar juntos (comer, discutir en la mesa, rezar) y vio algo distinto que le impresionó; pero no se quedó en ese sentimiento de asombro, sino que se planteó la pregunta: ¿de dónde vendrá este modo de ser amigos? ¿Cuál puede ser el hilo conductor que les une? Trató de buscar una explicación, y cuando se dio cuenta de que ninguno de sus intentos de respuesta podía bastar para dar razón plenamente de aquella diferencia, vino directamente a nosotros y nos pidió poder recibir una respuesta precisa».
Es sencillo: he aquí un “yo” comprometido con lo que prueba. Esta exigencia de comprender, ¿quién de nosotros la siente como extraña, como añadida a la belleza de la experiencia, hasta el punto de estropear su encanto? Preguntarse para poder comprender forma parte de la experiencia que hago, pues de otro modo la experiencia está incompleta, no consigo comprender, captar todo lo que veo ante mí. Por eso, la persona que tiene una humanidad así no siente el juicio como algo artificioso o extraño.
Utilicemos el ejemplo que don Giussani nos ha puesto tantas veces, elemental en su sencillez, para desmontar de una vez por todas esta idea de que el juicio es algo artificioso: ante un ramo de flores, ¿hay alguien que sienta como algo artificioso preguntarse quién lo ha enviado? No es que esta pregunta estropee algo: preguntar quién me las ha mandado forma parte, de forma contemporánea, del impacto que producen las flores que me encuentro en casa. ¿Hay alguien que sienta como intelectual el hecho de preguntarse por el origen último de la presencia de esas flores? Cada uno puede responder por sí mismo. El “quién” es la implicación última de esas flores que tengo ante mí. ¡Es suficiente con que uno no sea de piedra! No es necesario hacer ningún recorrido extraño: basta sencillamente con acusar el impacto, porque dentro de ese impacto está contenida toda la implicación.
Por eso don Giussani nos dice que no existe experiencia hasta que uno no reconoce a «Dios como la implicación última de la experiencia humana y, por tanto, la religiosidad como dimensión inevitable de toda experiencia auténtica y completa» (Ibidem, p. 119). Establezcamos una comparación entre lo que nosotros llamamos “experiencia” y esta afirmación, y nos daremos cuenta de hasta qué punto la reducimos...
Es tan sencillo que he elegido como título de nuestro encuentro esta frase de Leopardi: «Rayo divino pareció a mi mente, / mujer, tu hermosura» («Aspasia», en Cara beltà, op. cit., p. 86). Es tan sencillo que Leopardi no puede evitar descubrir el rayo divino en el impacto que le produce la belleza de la mujer que ama. Aquí se nos muestra la experiencia en toda su sencillez: la belleza de la mujer conduce a Leopardi a reconocer dentro de ella el rayo divino. A esto nos referimos cuando decimos que no existe verdadera experiencia que no tenga dentro de sí el Misterio, que no implique al Misterio como explicación exhaustiva. Pero, ¿acaso dice esto Leopardi porque tenga que dárselas de intelectual? Leopardi no podía vivir su experiencia de relación con la belleza de la mujer sin que ésta le remitiese al Misterio, le hiciese percibir el rayo divino. Para esto hace falta un hombre como Leopardi, hace falta una lealtad con ese pensamiento dominante que vuelve a emerger constantemente en el naufragio universal, de manera que no nos detengamos antes.
En nosotros no existe esta inmediatez; a nosotros nos cuesta porque, como hemos explicado otras veces, una costra cubre nuestras exigencias elementales, y sólo trabajando podremos hacerlas salir a la luz. Hemos visto el esfuerzo que tenemos que hacer para llegar a describir la experiencia en su totalidad (este verano hemos hecho experiencia de esto en los gestos que hemos vivido juntos). Pero es lo que don Giussani nos ha dicho siempre: que uno que dice “yo” con toda la conciencia, con toda la autoconciencia de sí mismo, no puede evitar implicar al “Tú” que le hace: «Yo soy “tú-que-me-haces”» (El sentido religioso, op. cit., p. 152), ésta es la fórmula de la experiencia completa. «Así pues, ya no diré “yo soy” conscientemente, de total acuerdo con mi estatura humana, sino identificándolo con “yo soy hecho”» (Ibidem, p. 153). Y para comprender hasta qué punto estamos lejos de esto, es suficiente con observar cuántas veces decimos: “yo soy” sin esa autoconciencia.
Sin la percepción y el reconocimiento del Misterio como factor de la realidad no existe experiencia, en ninguna circunstancia; y esto nos hace conscientes de la limitación que tenemos, la cual hace que sea arduo, difícil, no inmediato el recorrido de la razón hasta llegar al “Tú”, a esa implicación última de la experiencia humana que se encuentra ya en su interior. No es necesario añadirLo. Como nos ha enseñado don Giussani con la imagen de los escaladores: somos «como los escaladores de hace cien años que [para subir a la cumbre] se veían obligados a afrontar una larga marcha de aproximación» (Por qué la Iglesia, Encuentro, Madrid 2004, pp. 42-43). Podremos conseguirlo únicamente si sentimos en nosotros la urgencia de esa exigencia de explicación total que sólo el Misterio puede cumplir.
4. La prueba del nueve de la experiencia: darnos cuenta de que crecemos
Sin embargo, tras muchos años en el movimiento, nos damos cuenta de que todavía nos cuesta mucho hacer este trabajo, y esto se pone de manifiesto en muchas ocasiones. Lo he visto, por ejemplo, de forma clamorosa durante la asamblea del Equipe del CLU de este verano, cuando tratábamos de comprender verdaderamente hasta el fondo qué es la experiencia; por lo menos en tres ocasiones a lo largo de la asamblea dieron la respuesta adecuada, pero cuando les pedía que lo repitieran, no lo conseguían: lo habían dicho por casualidad. Y este es el motivo –se trata de algo decisivo para nosotros, porque decimos muchas veces cosas verdaderas, pero no nos damos cuenta de ellas– de que don Giussani insista: «La “experiencia” conlleva, por tanto, el hecho de darnos cuenta de que crecemos» (Educar es un riesgo, op. cit., p. 117). Si no nos damos cuenta de ello, aunque lo digamos muchas veces, como decía antes Davide, volvemos a partir siempre de cero. Se ve que no hacemos experiencia porque la experiencia no nos hace crecer en la autoconciencia. Y entonces volvemos a la confusión.
Me asombra con qué claridad y evidencia identifica don Giussani todos los factores de la experiencia, y cómo puede acompañarnos ahora. Con frecuencia decimos: «¡Sí, ya lo sé!», pues, habiendo escuchado muchas veces estas cosas y repitiéndolas, nos parece que ya las sabemos. En mi caso, entiendo perfectamente a qué se refiere, porque es lo que me sucedió a mí: yo pensaba que sabía ciertas cosas, y por eso la decisión más grande de mi vida fue aceptar empezar a comprender lo que creía ya saber, empezar a aprender lo que creía que ya sabía. No estoy reprochando nada a nadie, porque por mi experiencia sé perfectamente cuál es el problema: yo repetía las palabras justas, pero luego la realidad me podía. En cambio, lo que me ha permitido hacer un camino ha sido aceptar volver a empezar. Y esto don Giussani lo tenía muy claro. Me sorprende releer lo que dijo durante su primera hora de clase: «Siempre he dicho a mis alumnos desde la primera hora de clase que di: “No estoy aquí para que vosotros consideréis como vuestras las ideas que yo os doy, sino para enseñaros un método verdadero de juzgar las cosas que os voy a decir. Y las cosas que os voy a decir son una experiencia que es el resultado de un largo pasado de dos mil años”» (Ibidem, p. 19). Sabía que no podía ayudar a nadie si no ponía en movimiento el “yo” de aquellas personas, que no era suficiente con lo que él decía, que no bastaba ni siquiera su testimonio: era consciente de que sólo podía ayudar ofreciendo un método para que sus estudiantes pudiesen juzgar todas las cosas que él decía. Es decir, desde el inicio don Giussani desafía el corazón de aquellos que el Señor le pone delante. Es la exaltación de la persona: tú eres capaz de juzgar porque existe un “pensamiento dominante”, una “torre” en medio del “naufragio universal” que te permite juzgar, hacer un camino para salir de la confusión. Y añade: «El respeto de este método ha caracterizado desde que empecé mi compromiso educativo, indicando con claridad su objetivo: mostrar la pertinencia de la fe a las exigencias de la vida [es decir, el deseo de felicidad]. Por mi formación primero en la familia y en el seminario, y por propia meditación después, me había persuadido profundamente de que una fe que no pudiera percibirse y encontrarse en la experiencia presente, que no pudiera verse confirmada por ella, que no pudiera ser útil para responder a sus exigencias, no podía ser una fe en condiciones de resistir en un mundo donde todo, todo, decía y dice lo opuesto a ella» (Ibidem, p. 19). ¡Primera hora de clase!
5. Experiencia cristiana
Lo que él describe acerca de la experiencia en general, sucede de forma más eminente en la experiencia cristiana. ¿Por qué es más fácil aún en la experiencia cristiana? Nos lo ha dicho siempre: porque cuanto más excepcional es la presencia con la que me encuentro, más fácil resulta reconocerla. Cuanto más bellas son las montañas, más fácil es para nosotros reconocerLe, cuanto más bella es la mujer de la que me enamoro, tanto más fácil es reconocerLe. La exigencia brota más fácilmente, nos aferra de tal manera, es tan imponente que nos hace asombrarnos ante los hechos excepcionales. Podemos estar distraídos, pero ante ciertas cosas es imposible no sobresaltarnos, no preguntarnos por Quién las hace posibles. Esto es universal, y lo he intuido en mi última visita a Brasil, cuando Natalia, una chica metodista, dijo en una asamblea: «El tema sobre el que teníamos que trabajar este mes era la correspondencia: teníamos que buscar algo que correspondiera al propio corazón. Yo he encontrado algo que corresponde a mi corazón, y son estas personas de la Asociación de Cleuza y Marcos, porque, aunque pueda parecer increíble, vivimos en una época en la que si vosotros decís que sois católicos, los evangélicos se quitan de en medio, se van; si digo que soy evangelista, son los católicos los que se marchan. Vine aquí y dije a qué religión pertenecía. Luego, al volver a casa, pensé: ¿soy consciente de lo que provocará en mi vida lo que he dicho? Pero sucedió lo contrario de lo que pensaba, porque cuando llegué aquí todos me sonreían, me preguntaban si todo marchaba bien. No entendía, pero respondí: “Todo va bien”. Y luego llegaba otro y decía: “¿Estás bien? ¿Cómo estás?”. Entonces empecé a comprender qué es Dios, qué es la fe en Dios: en ningún otro lugar me había sentido nunca tan acogida, tan amada como aquí. En mi vida me había sentido tan respetada». Para dar razón de la experiencia de ser respetada y amada así, Natalia debe implicar lo divino, hasta ese punto es extraordinaria la experiencia.
Sólo si aceptamos en cada experiencia esta implicación última podremos vencer la confusión. La contribución que nos ofrece don Giussani testimoniándonos que Dios es la implicación última de la experiencia es la respuesta más adecuada a la pregunta. Pero nosotros muchas veces, ante los hechos excepcionales, permanecemos en la confusión, porque bloqueamos esa exigencia que surge, la pregunta inevitable de Quién hace posible toda esa belleza. Mirad cómo nos lo testimonia: «El encuentro –del que parte la imagen persuasiva de Cristo, en el que se intuye que Cristo es algo pertinente a la vida, que interesa para la vida– se producirá con una compañía o incluso con una sola persona, no porque tú comprendas que allí dentro está Cristo, sino porque te hace decir: “¿Cómo es que todos éstos son así?”. […] Por tanto, tú comienzas este camino cuando encuentras un compañero, una compañera, o bien cuando ves a un grupo que tiene algo interesante, y vas detrás de él. Y escuchas a éstos que dicen que lo más interesante que tienen es porque “Está el Señor”; y vas detrás de ellos con un poco de curiosidad, pero sin estar definida por aquello, sin estar determinada por aquello. Pero llega un momento en el que este reclamo se hace mayor, […] esas palabras y esas ideas van adquiriendo una mayor resonancia en ti; y cada vez te conmueves más cuando la gente te dice: “Mira, nosotros estamos juntos por este motivo [por el Señor]”. Esto constituye un salto cualitativo con respecto a la impresión inicial; entonces empiezas a tomar en serio aquello: […] a medida que sigues con continuidad esta evolución, Jesús se vuelve más importante que los rostros de los que están juntos [éste es el núcleo de la cuestión: que Jesús –¡Jesús!– se vuelve más importante que los rostros de los que están juntos]. Es más, se vuelve tan importante que comprendes que sin él [sin Jesús] los rostros desaparecerían y tú te “hartarías”. Éste es el destino de muchísima gente que pasa por nosotros y luego se marcha. Como en El hogar, de Pascoli: se marchan por su cuenta, porque no han tomado en consideración de forma adecuada, no han sido serios con lo que la compañía que les ha atraído ha expresado como motivo de su existencia. La compañía dice: “Estamos juntos por éste”; uno no se lo toma en serio y se contenta con la compañía, le gusta la compañía; pero no tiene en cuenta el motivo. ¡Después de algún tiempo, os juro que dejará incluso la compañía [ésta es la consecuencia de que no lleguemos al juicio, porque una realidad sin motivo adecuado se esfuma]! El motivo adecuado que explica esta compañía es otra cosa. Y esto es lo que debería brillar en nuestra mirada todos los días, porque todos los días se trata de esto» («Tu» (o dell’amicizia), Bur, Milán 1997, pp. 175-177).
La señal de que estamos haciendo un camino –nos dice– es que Jesús se vuelve más importante que los rostros de los que están juntos, no porque yo me olvide de ellos, sino porque no agotan toda la exigencia de cumplimiento que tengo dentro de mí; y si yo no llego hasta ahí, hasta Jesús, me canso y me marcho. Por eso, si nosotros no llegamos hasta ahí seguiremos diciendo que este recorrido es artificioso (porque lo importante es lo que toco, lo que veo, y todo lo demás son mentiras), y antes o después nos marcharemos, porque, lo queramos o no, no corresponderá nunca a la exigencia que tenemos dentro, a ese pensamiento dominante que permanece, como “torre en solitario campo” en medio del “naufragio universal”.
¿Cómo no conmoverse ante este testimonio de Giussani? Jesús es «lo que debería brillar en nuestra mirada todos los días» (Ibidem, p. 177). Sin esta experiencia de Cristo, sólo queda un discurso formal sobre Cristo, y nosotros seguiremos perdidos y confundidos como todos, sometidos por el nihilismo, «ese huésped inquietante de nuestro tiempo», como lo ha definido el cardenal Angelo Bagnasco. Sin experiencia real de Cristo, nosotros miramos la realidad como todos. Para comprender que esto no es algo que haya que dar por descontado, bastaría con que cada uno mirarse cómo se ha movido en los asuntos que han afectado a Italia, que –dice de nuevo Bagnasco– «es atravesada cíclicamente por un malestar tan tenaz como misterioso» (A. Bagnasco, Discurso de apertura del cardenal Presidente en el Consejo Permanente de la Conferencia Episcopal italiana, Roma, 21 septiembre 2009). ¿Cómo los hemos juzgado? ¿Con qué criterio? Tanto alboroto parece tener una única finalidad: evitar que se plantee la única pregunta exhaustiva que corresponde al corazón, aquella planteada por Henrik Ibsen en Brand: «Respóndeme, Dios mío, a la hora en que la muerte se apodera de mí: ¿Basta toda la voluntad de un hombre para comprar un átomo de salvación? [es decir: ¿puede el hombre con sus fuerzas llevar a cabo un solo acto verdadero?]» (Brand, Encuentro, Madrid 1996, p. 164). Todo lo demás es un intento por esconder nuestra incapacidad para responder a nuestro mal y al de los demás.
Lo que hace posible un gesto como el Meeting, en donde todos se sienten como en casa, es una experiencia. Y esto sucede, de forma paradójica, no escondiéndonos, sino poniendo ante el mundo lo que somos, lo que tenemos por más querido, que es lo que nos hace interesantes para todos. Sin esta experiencia real de Cristo no existe educación, porque nadie es capaz de desafiar el corazón.
Por eso resulta impresionante lo que dijo don Giussani en 1980, tras leer en un encuentro con profesores el testimonio de un exponente del Samizdat ruso, que estaba contento de haber sido condenado al campo de concentración por su fe (durante la lectura de la sentencia sus amigos cantaron el himno pascual de Cristo resucitado): «¡Y nosotros, en una época en la que existen personas que viven su fe así, nos contentamos con ocuparnos de nuestro grupo! Pero, ¿qué es vuestro grupo? ¿Qué es vuestro grupo de chavales? Eres tú el que estás frente al mundo, frente a la escuela, frente a los profesores, eres tú el que estás frente a los libros, a las ideas que circulan, eres tú, no tus chavales, no tu grupo, no el CLE, no CL. Ésta es la única forma de hacer resurgir el CLE y CL: tu fe y nada más, ésta es la cuestión, la fe vivida en primera persona [como experiencia real]. La cuestión no es el temperamento que tienes, las circunstancias del ambiente, los chavales que tienes, tu incapacidad ante los chicos, la clase en la que consigues algo y aquella en la que no consigues nada. Si estuvieses solo y no hubiese “ni Blas” contigo sería lo mismo, más doloroso, pero menos ilusorio y más puro. ¡Os aseguro que antes o después los demás verán! […] La cuestión más importante es la fe vivida en primera persona. Nunca me cansaré, al usar la palabra fe, de recordar qué quiere decir, porque no se sabe lo que quiere decir, aunque se la defina teológicamente. La fe es el reconocimiento asombrado, agradecido, tímido y, al mismo tiempo, apasionante de una presencia; porque Dios ha venido y está entre nosotros. […] El contenido de la fe es lo más hermoso y presente que existe, y yo no conozco otra cosa sino esto. “He venido en medio de vosotros y no he conocido otra cosa sino a Cristo, a Cristo histórico, crucificado”, Dios hecho hombre. ¿Como se puede ser testigo si no es por esta fe, y no por nuestras capacidades mentales, habilidades particulares o posibilidades de tiempo? (Archivo de CL).
Por este motivo, al comienzo de este curso cada uno de nosotros es llamado a decidir si hace el camino tal como nos lo propone don Giussani, siendo leales con la experiencia, o se queda bloqueado de nuevo. Sólo si hacemos una experiencia así, podremos ver la conveniencia humana de la fe. Y esto no debemos darlo por descontado, porque muchas veces confundimos la intención de seguir con el seguimiento real, es decir, con esa comparación estrecha con el método que él nos propone. Con palabras más explícitas todavía, debemos decidir si queremos en verdad ser hijos, porque sólo así podrá ser padre para nosotros cada vez más, generarnos en esa humanidad que hemos visto en él (y que tiene en el Ícaro de Henri Matisse, que hemos elegido como imagen de nuestro encuentro, su representación artística): el sentimiento de nosotros mismos definido por la conciencia de la presencia del Padre, de modo que cada una de nuestras expresiones sea cada vez más completa como relación con el gran designio, por nuestro bien y el de nuestros hermanos los hombres. Éste es el desafío, la elección que cada uno debe hacer y en la que queremos acompañarnos a lo largo de este año.
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