Oración y trabajo, laudes y mermeladas. La invitación de Cristo con la que hacer cuentas día tras día: «Si me lo entregas todo, te lo devolveré cien veces más…». Hemos entrado en el monasterio tan querido para nuestra historia, donde setenta monjas de clausura se entregan a Dios mediante su vida en comunión.Una experiencia humana que introduce realmente en el mundo
Cuando a las ocho de la tarde escuchas el toque de campana que llama a Completas, te das cuenta de que estás agotado. Es increíble. ¿Quién podía imaginar que un día en un monasterio de clausura requiriese semejante energía para seguir su vida, una vida que te arrolla por completo? Al subir las escaleras de la hospedería, y mientras suspiras por una cama rodeado por el silencio de la campiña y por la luz de los últimos rayos de sol, te explicas la risotada de sor Giusi, maestra de novicias, ante una de las primeras e inevitables preguntas: ¿dónde está la novedad de una vida marcada por días que transcurren siempre iguales? «Mira –dice sonriendo–, lo primero que me dicen las postulantas que acaban de entrar es: “¡Auxilio, parad el mundo, me quiero bajar!”. En el monasterio las cosas suceden, ¡y de qué manera! Aquí la vida tiene una fuerza intrínseca». Traspasar el muro de la clausura no sirve para comprender mejor las cosas si no existe la disponibilidad para abatir la barrera de siempre, la de la apariencia. También porque, a primera vista, todo parece girar en sentido contrario. Empezando por la hora de levantarse, en el corazón de la noche. En verano, gracias al calor y a la hora legal, se levantan una hora más tarde: son las cuatro de la mañana cuando las hermanas de la Trapa de Vitorchiano, pequeño pueblo de poco más de tres mil almas en la campiña de Viterbo, entran en silencio en la capilla para rezar el Oficio de Vigilias. Desfilan más de setenta monjas, las más ancianas junto a las cinco postulantes, que han entrado en el monasterio en los últimos meses. Un número increíble, comparado con la lenta pero continua disminución de las comunidades monásticas, un número al que se añaden las hermanas de las ocho fundaciones esparcidas por los cinco continentes. «Es una fecundidad fruto de la gracia, que requiere de nosotros una mayor responsabilidad –aclara enseguida sor Rosaria Spreafico, la madre abadesa–. En la confusión de hoy en días, una vida monástica que no diera testimonio carecería de justificación, incluso podría ser dañina». Clausura y testimonio, dos palabras contradictorias a primera vista. Es mejor fiarse del sintético Vademécum benedictino, preparado por la madre Rosaria para la ocasión. «El centro de la jornada monástica, precedido por las dos horas nocturnas de oración y meditación personal (lectio) que siguen a las Vigilias, es la Santa Misa. Este tiempo da el tono a nuestra vida, nos sitúa en actitud de espera del Señor que viene. La espera es el aliento mismo de nuestra vocación».
La experiencia del silencio –que aquí penetra de forma misteriosa y ordena el día entero– adquiere el rostro de sor María Luce: treinta y dos años, originaria de Piacenza y parlanchina, licenciada, con dos brazos fuertes, entrenados en el autolavado de sus padres, y ojos de un azul intenso que no paran de reír. «El silencio ante el sagrario iluminado, mientras alrededor todavía está todo oscuro, es el momento en el que más soy yo misma: pones todo ante Él, te despojas de todo, nada queda oculto».
La maleta abierta. Una vez que sale el sol, la vida común se desarrolla en un equilibrio entre trabajo, oración litúrgica y personal, y lectio divina. La dimensión comunitaria caracteriza todos los actos de la jornada monástica. «Para vivir la comunión es necesario descubrir que la convivencia es el camino maestro de la conversión», explica el precioso Vademécum.
En la Trapa la comunión comienza un instante después de haber traspasado la puerta de la clausura, cuando la postulante que acaba de llegar abre su maleta ante la Madre Maestra. «Enseguida nos damos cuenta de que no tenemos nada que sea nuestro, es una renuncia que todo cristiano debe afrontar antes o después –cuenta sor Giusi–. Cristo nos invita con estas palabras: “Si me lo entregas todo, te lo devolveré cien veces más”. Al principio piensas que el tuyo es un acto de generosidad hacia Él, pero cuando empiezas a comprender que lo necesitas todo, que eres una pobrecilla, entonces empiezas a recibir. Aquí empieza la experiencia de Dios». El Dios que habita entre estos muros no está en las nubes, sino bien anclado en la tierra, de modo que no deja escapar un solo detalle. Se percibe estupendamente nada más toparte por la mañana con sor Alba y sus «hijas», como llama ella a las seis jóvenes hermanas del juniorado, que han hecho los votos simples y están a falta de la profesión solemne, y de las que es madre maestra. La presencia de Alba se impone, no sólo por sus rasgos romañolos. Delicadísima en el trato a las cuatro hermanas enfermas a las que ella cuida cada mañana («Hacer todo lo posible para que siempre estén aseadas y perfumadas es afirmar la vida e alabar a Dios incluso en la enfermedad»), sor Alba no puede soportar la “blandura” en lo que le rodea. Le resulta divertido llamar “casa de corrección” al obrador de las mermeladas, en donde las jóvenes del juniorado, delantal en ristre, pasan por lo menos la mitad de las cinco horas cotidianas de trabajo: un cobertizo transformado en una eficientísima cadena de montaje, en donde la fruta entra recién recolectada y sale elaborada perfectamente, con certificado de garantía.
Máscaras y misericordia. «Las personas que entran en el monasterio carecen cada vez más del sentido de la realidad y tienen la mente abarrotada de imágenes poéticas sobre la mística y la clausura –explica sor Alba–. Hacer que trabajen en una cadena de producción de mermeladas es una buena forma para educar en la realidad: o uno aprende a estar presente, o puede estropear el asunto... Y así, para la próxima, aprende sí o sí».
Sara –también ella del grupo– reconoce que esto es así, que su idea de Jesús ha tenido que hacer las cuentas ante todo con los platos y con las escobas de sor Rosa, la cocinera jefe, portuguesa, de inteligencia práctica y despierta, que ha inventado un trapo que lleva un gancho para colgarlo del delantal de trabajo, de modo que las manos estén siempre limpias y uno se pueda mirar en la cocina como en un espejo. ¿Una exageración? «Yo pensaba así, cuando, además de las mermeladas, empecé a trabajar como ayudante en la cocina –responde María Luce–. Luego, tomando la decisión de querer a la “jefa” y de obedecerla, he empezado a comprender también el por qué: la limpieza es una forma bonita de servir a la comunidad».
Para dejarse transformar por Cristo es necesario dejarse poner en discusión a partir de las cosas que suceden, sin miedo a descubrir la propia pobreza. «Fuera se tiene un miedo increíble a esto. Hace falta tiempo, también aquí, para que caiga la máscara que nos hemos construido», continúa sor Alba, mirando a sor María Giovanna, de treinta y un años, romana, que no deja pasar la provocación: «La experiencia desarmante que te hace ceder es ver cómo todos tus límites –esos que tú querrías eliminar o esconder, cosa que en una vida como la nuestra es misión imposible– han sido ya perdonados y amados».
Convivencia quiere decir conversión: el espectáculo es ver los propios límites atravesados hasta descubrir en ellos, desde dentro, la victoria de Cristo. El sentido de una vida en el claustro es llegar a experimentar personalmente el amor de Dios, que se traduce en experimentar la misericordia. Esta es la victoria de Cristo en nosotros y en el mundo. Una victoria que se hace carne cuando vas en bicicleta a cavar en el huerto o a trabajar en los viñedos grandes y exigentes del monasterio (por lo que cuentan, el vino de la Trapa de Vitorchiano llega misteriosamente hasta las mesas japonesas y californianas); una victoria que pasa inevitablemente por la obediencia en cada detalle del trabajo y de los servicios, desde las fotografías que se eligen para las estampas y los calendarios a la responsabilidad de la lavandería o de la enfermería. En una palabra: la vida se convierte en ofrecimiento.
Del ’68 a la ’ultima apparenza. A mediodía se toma en el refectorio una comida frugal, mientras se escucha en silencio la lectura; en estos días se está leyendo un libro de Jerome Lejeune, fundador de la genética moderna. De vez en cuando se escucha también algún editorial de un periódico sobre un hecho de actualidad particularmente significativo. «En la actualidad, existe la tendencia a buscar enseguida un culpable, por la incapacidad de sostenerse ante el primer dato: la vida no nos pertenece. Segundo: ¿cómo puedo decir, ante todos estos muertos, que no se ha perdido nada?». Por ejemplo, sor Giusi ha afrontado con sus novicias la crónica de un drama reciente, el desastre ferroviario de Viareggio. «Es importante quitar a la noticia ese ansia un poco perversa de conocer hasta los últimos detalles, y llegar rápidamente a preguntarnos: ¿cuál es el dato que permanece?». La madre Rosaria va más al fondo: «La capacidad de juicio sobre la realidad está estrechamente ligada al juicio que uno tiene sobre sí mismo. Nuestra experiencia nos lleva a ir hasta el corazón incluso del abismo de mal de algunas realidades que el mundo atraviesa. En la oración nos damos cuenta de la necesidad que tenemos de ser perdonadas, de ser curadas, de aprender a querer a los demás, porque tocamos con la mano la mentira y el mal que alberga en nuestro corazón. De esta forma podemos comprender lo que sucede en el mundo. Y cuanto más se conoce uno a sí mismo, más se abre a la misericordia de Dios. Es un recorrido muy largo, pero es lo que cautiva en la experiencia de la clausura». El deseo de conocerse a uno mismo y al mundo inició, para la madre Rosaria en Lecco, cuando conoció Gioventù Studentesca. Siguió, luego, en el año 73, en la Trapa de Vitorchiano, guiada por la madre Cristiana Piccardo, que conoció a don Giussani después de recibir en clausura a algunas jóvenes de CL. Un vínculo que permanece intacto y fecundo, por la sintonía profunda que sintió siempre don Giussani con la Regla de San Benito, que alterna trabajo y oración con la finalidad de buscar a Dios, sin anteponer nada al amor de Cristo: toda la vida se convierte en vida del Cuerpo de Cristo. «Este hecho es de una sencillez desarmante», nos explica sor Gabriela, al final del día, en el locutorio: «San Benito nos enseña que toda la realidad está hecha para llevarte a Cristo: si te deshaces de algo, ¡caes en un infierno!» Para descubrir esto, sor Gabriela ha recorrido un largo camino: el 68, la contestación, los viajes por la India, la conversión, la pregunta de cómo vencer el propio mal y el de los demás, y el descubrimiento, al conocer a algunas hermanas de la madre Teresa de Calcuta, de que lo que le fascinaba no era tanto el servicio prestado a los miserables, sino el origen de esa belleza que se hacía presente en medio de unas vidas destruidas. «Yo, que me había pasado mucho tiempo evadiéndome de la realidad, he encontrado en el monasterio un lugar en donde todo lo puedo con el Señor, todo menos evadirme de la realidad».
Al toque de la campana, sor Gabriela sale veloz para no llegar tarde a las Completas, la oración con la que culmina la tarde. Con el canto de la Salve, cae también la última barrera de la apariencia: la sensación de agotamiento no me viene de la falta de costumbre de una regla de vida rígida, sino de la falta de costumbre de vivir de verdad.
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