Adolescentes de trece años que en clase se preguntan sobre el misterio de la muerte. Estudiantes que pintan una imagen del Ícaro de Matisse en el aula magna. Madres que se conmueven porque «ahora mi hijo canta cuando se levanta...». Más allá de los problemas conocidos, de los análisis y de la denuncia de que faltan los valores, ¿cuál es el corazón y quién el protagonista del reto educativo? He aquí una serie de hechos e historias de estas primeras semanas de clase
«¿Qué pasa en Vª B?». «Hay un suplente. ¿Por qué? ¿Hay jaleo?». «No, al contrario...». Las bedelas no se lo podían creer. Treinta chavales están pendientes de los labios de un profesor que les triplica la edad y que en la pizarra ha escrito tan solo la palabra “realidad”: «¿Qué significa para vosotros?». Surgen definiciones, esquemas, recuerdos de autores estudiados: la realidad es compleja, subjetiva, objetiva... «Dejad a un lado a los filósofos: ¿qué es la realidad para vosotros?». La discusión se aviva, los chavales esbozan respuestas. Uno hace esta observación: «Cuando miras la realidad, te sorprendes»; algún otro admite: «Con frecuencia me doy cuenta de que no miro del todo las cosas, completamente». El sonido del timbre corta la lección en su momento álgido: «¡Pero bueno! ¿Ya se ha acabado?».
Una escena. Un flash que fija una imagen donde ya está todo: un yo detrás de la cátedra y otros tantos yos que le responden desde sus bancos. Un episodio sencillo que nunca habría sucedido si esta persona no hubiese apostado por educar, sabiendo que siempre es posible hacerlo. Un episodio que, además, tiene que ver con todos: con los jóvenes, que parecen carecer de la curiosidad y el deseo de aprender; y con los adultos, a menudo escépticos e incapaces de despertar un interés en los chicos que tienen delante. Ciertamente, no estamos hablando de canto rodado: los problemas existen. Pero sería muy fácil escudarse en ellos para evitar responder en primera persona. Además, quien se toma en serio este reto sólo puede ganar.
¿Queréis unos ejemplos? Volvamos a la escena anterior. Lo normal es que no acaben así las suplencias, en las que, como mucho, la pizarra puede servir para jugar al ahorcado. Si encima descubres que el “suplente” es el director del colegio y que hace de todo para tener, al menos, una hora de guardia al día... «¿Cómo puedo conocer a los estudiantes si no tengo contacto con ellos?», cuenta Angelo Lucio Rossi, que dirige en Pescara uno de los más conocidos institutos de Pedagogía de la región. ¿Es una manera eficaz de tomar el pulso a la situación? «No se trata de ejercer un control o un papel. Incluso en un contexto burocrático o desde un rol institucional como el mío se puede asumir el reto de educar». Volvemos siempre al corazón del asunto: el reto educativo. Esconderse tras los múltiples problemas que hoy aquejan la enseñanza en Italia –la reforma que no llega, el acoso escolar, las paredes que se desconchan...– significa evitarlo. En el fondo, hacer trampas: «Es fácil partir de allí –dice Luisa De Luca, profesora de Lengua en el Liceo Científico de Civitanova Marche–. Pero basta con preguntarse: ¿es esto lo que quiero? ¿Prefiero quedarme en la queja por lo que no marcha o salir de ella?». Naturalmente, no faltan el cansancio y las dificultades: «Hace un momento discutía con la subdirectora por el horario. Otro día te das de bruces contra una clase que no responde como quisieras. Pero yo sigo ahí, ninguna dificultad puede ser excusa para no vivir en primera persona, puede impedirme buscar la verdad y la felicidad». Tan así es que siempre puede llegar un fruto inesperado: «Un día, durante una excursión, un estudiante me dio una rosa: “Es para usted, profe”. Mi primera reacción fue pensar: será porque me los he llevado por ahí... Y entonces me dicen: “Es por el entusiasmo que pone cuando entra en clase y en todo lo que nos explica”». Más que una excusa, cada día es un reto: «Hace una semana invité a un colega a hablarles de Dante. Cuando acabó la clase, un muchacho me dijo: “Si usted hablara tan claro como su colega, me estaría cinco horas escuchándola”. No puedo ignorar esta provocación. Ni los chavales tragan todo lo que le decimos, ni yo tampoco soy un surtidor de contenidos. Educar implica un diálogo en el que quiero ponerme en juego en primera persona». Es una “disposición a aprender” de la que nos habla Silvia Ricobelli, profesora de Latín y Griego en un Liceo Clásico: «No poseemos el saber de forma exhaustiva. Voy descubriendo cada vez más y profundizando en mi materia. ¡Y pensar que a estas lenguas las llamamos “muertas”!».
Aceptar este desafío personal, te une a los que tienes ante ti. Da lo mismo que sean los que preparan la Selectividad, que ya están en condiciones de asimilar las fórmulas de Einstein, que los de 1º de la Escuela Media que siguen atascados con los adverbios de modo. Francesco Fadigati da clase en un 3º de una Escuela Media en Bergamo: «Leímos un relato en el que la música de un acordeón por la noche despierta las preguntas del protagonista. Cuando dije: “Retomemos ahora los puntos fundamentales”, todos levantaron la mano. Una chica contestó: “A veces yo tampoco puedo dormir y me pregunto por qué hemos de morir, entonces intento distraerme pensando en la ropa o la tele... pero la pregunta acucia”. Otro dijo: “La ciencia te lo dice todo: el corazón deja de latir, las células de funcionar... Pero no es esto lo que quiero saber”. ¡Caray con las preguntas de los “niños”! Si no hubiera esperado nada más, me habría limitado a escuchar, cuenta Francesco. Pero no, no puedo quedarme como estaba antes. Han puesto las cartas sobre la mesa, diciéndome lo más verdadero que tienen. Entonces, les dije: “Yo también tengo esas mismas preguntas. También para mí la vida es un misterio, como la muerte”. Dando la asignatura que te toca, sea cual fuere, surge lo que ellos son».
La reforma soy yo. Bueno, eso parece cantado si hablamos de Dante o de un cuadro de Van Gogh. Pero, ¿y cuando enseñamos una materia árida? «No hay diferencia –explica Tiago Bianchi, que decidió dejar su empleo en un Banco de Lisboa para ir a dar clase de Matemáticas–. También con las ecuaciones se puede descubrir que todo tiene un orden». O pensemos, por ejemplo, en la Gramática: «El otro día me tocaba ver con los de 1º de la Escuela Media los sustantivos –cuenta Gaetano Scornavacche, de Centuripe, un pueblo de 5.000 habitantes en la Sicilia profunda–. Podría haber sido una lección aburrida, pero, en un momento dado, dije: “Pensad qué grandes somos: podemos darle un nombre a cada cosa...”». Nada queda ajeno al reto educativo. Todo asume un valor, también los entresijos burocráticos o el reglamento del instituto: «Cada mañana espero a los chicos a la entrada –narra Angelo Lucio Rossi–. Les saludo: “¿Qué tal? ¿Has descansado?”. No es simplemente para que lleguen puntuales. Es que las reglas adquieren otro sentido dentro de una relación». De ahí, la importancia también de cuidar el lugar en el que pasamos la mayoría de nuestro tiempo: «Puedo decir lo que nadie dice de un instituto estatal: esta escuela es mía. ¿Resultado? Los chicos están pintando el Icaro de Matisse en el aula magna; pronto la Guardia Forestal nos donará 150 árboles; con piedras blancas traídas por los maestros canteros de la Maiella decoraremos el vestíbulo... En lugar de seguir esperando el decreto X o Z, la verdadera reforma es ésta: un hombre comprometido con su vida».
Padres conmovidos. Cuando alguien se pone en juego así, se nota. Lo ven los compañeros, los estudiantes y los padres, desde los primeros días. Fijaos en esta escena que ocurrió un sábado por la mañana, víspera del comienzo del curso escolar. Unas cien personas, entre chicos, padres y madres, abarrotan la sala de un instituto de provincia. Todos van bien vestidos, como para una fiesta o una ceremonia. Interviene el director: les saluda y cuenta cosas de sí mismo, presenta la escuela y habla de felicidad, porque todo, también las horas de clase, tiene que ver con ella. Al final, muchos padres se emocionan. «El primero en sorprenderme fui yo –explica Diego Sempio, director del Centro de Formación profesional Canossa en Lodi–. A menudo ocurre que, a final de curso, una madre me dé las gracias: “Antes mi hijo se levantaba renegando; ahora, en cambio, canta...”. Pero lo más sorprendente es percibir una atención desde el primer momento, nada más empezar: por cómo se habían colocado, se veía que estos padres habían intuido una mirada de estima y de afecto. Mientras que todo el mundo les hace creer que sus hijos no valen para nada, yo le dije: “Estáis aquí porque tenéis un problema: os apremia educar a vuestros hijos. Yo también lo tengo: partamos desde ahí”».
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