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Huellas N.11, Diciembre 2016

VIDA DE CL

Siempre más allá

Davide Perillo

Una simpatía tan fuerte que cambia la vida de Maya, transforma la mirada de Nasgul sobre su padre, que la abandonó. En el colegio las clases sobre «las preguntas eternas». Seis días entre los rascacielos y la estepa, con los rostros de la comunidad de Kazajistán. El trabajo, los hijos, la caritativa. Y la amistad entre dos chavales… «Solos no se puede ser felices»

«Disculpa, ¿quién es Pedro? ¿Por qué habláis siempre de él y de su “sí”?». Al final, lo que has visto todo el rato en estos días se resume en esto. En la pregunta que Amina, tres hijos, un porte de princesa y dos ojos brillantes como pocos, ha planteado a esos amigos conocidos hace seis meses, y con los que se encuentra en cuanto puede aquí en Almaty. Hay una frescura humana preciosa y aguda. Hay un corazón que busca, sin formalidades, prejuicios, cosas ya sabidas. Por eso hay una novedad que acontece cuando este corazón encuentra otra manera de vivir. Y la quiere para sí.
Hemos contado a menudo de Kazajistán en estas páginas. Un país tan grande como 6 veces España. Con dieciséis millones de habitantes, un cruce de pueblos y etnias (kazajos y rusos, polacos y coreanos, mongoles y tártaros, uzbecos y ucranianos…), un pequeño reducto de católicos (trescientos mil, menos del 2%) y una presencia de CL que celebró sus veinte años en 2014. Cuando los relatos que llegan desde allí siguen sorprendiéndote por su sencillez radical; cuando los amigos te citan historias y hechos que te muestran lo que Cristo obra en esa tierra, tienes que ir a verlo.
Han sido seis días de encuentros y rostros. Desde los edificios estilo soviet de Karagandá, donde en uno de ellos, al final de una escalera destartalada sigue el Djevjatyi Etazh, la Novena Planta, el primer piso de los sacerdotes que llegaron aquí y actual sede de CL; a los 27º bajo cero de Astaná, la capital todo cristales, futuro y rascacielos; a los montes de Almaty, mil doscientos kilómetros más al sur, a un paso del Kirguistán y, poco más allá, China. Seis días ricos e intensos que, al final, puedes devolver tan solo con unas pinceladas. Habría muchas más. Las contaremos en los próximos días en la web. Esto es solo un anticipo.

Dostoievski por amigo. La primera etapa del viaje es un aula del Complejo 38 de Karagandá, donde enseña Liuba Khon, 59 años, profesora de literatura rusa y responsable de la comunidad local de CL. Hoy les habla de Dostoievski. Dos horas de clase en dos aulas de adolescentes. Se trabaja sobre El mujik Marei, el cuento en el que, estando en la cárcel con veinte años, el escritor recuerda un episodio ligado a su encuentro, cuando tenía nueve años, con un campesino que, viéndole asustado, le socorrió con caridad: «Hubiera sido su propio hijo, y no me hubiera mirado con un amor más profundo y más apiadado. ¿Qué le obligaba a amarme? Era nuestro siervo; yo no podía ser para él más que un amo joven; nadie veía su buena acción y estaba seguro de no ser recompensado por ella. ¿Luego amaba tan tiernamente a los niños? ¡Qué dulce bondad casi femenina puede ocultarse en el corazón de un rudo, de un bruto mujik ruso! Y cuando me levanté de mi camastro, cuando miré en torno mío en aquel presidio, sentí que podía mirar a sus pobres moradores de manera muy distinta que antes. Todo odio y toda cólera salieron de mi corazón. Observé con simpatía todos los rostros que me encontraba. Este mujik degradado, al que la navaja del presidio había dejado sin pelo; este mujik, cuyo rostro llevaba los estigmas del vicio; este borracho que bosteza su canción de borracho obsceno, tal vez es un Mareï».
La profesora les invita a comparar este cuento con su vida. Polina, 15 años, comenta: «Marei habla del misterio que habita en nosotros. Y yo ansío descubrir las respuestas a todas esas preguntas eternas». Julia, pelo rasurado al cero por un lado y coleta con una goma fucsia: «El hombre que no tiene preguntas no avanza». «Entienden que este hombre manifiesta un misterio interior y quieren descubrir qué es», dice Liuba, «acaso porque es el mismo misterio que sienten dentro de sí».
Liuba les ofrece a Dostoievski por amigo. Y con ello les ofrece su propia amistad. «Dar clase para mí es dar todo lo que yo he recibido en la vida. Comunicar la misma mirada buena sobre la vida y sobre ellos con la que me miran a mí y acompañarles en un camino común». Su forma de enseñar refleja el encuentro con los amigos del movimiento a partir del libro El sentido religioso. Un encuentro que le cambió la vida.
Su amiga Maia es modista. Te recibe en su taller de tres metros por tres, en el segundo piso de un edificio donde cada apartamento es una microempresa, y te cuenta cómo llegó a pedir el Bautismo para su hija al padre Adelio Dall’Oro. El actual obispo de Karagandá le contestó: «Pero, ¿has pensado que puede ser un bien también para ti?». «En ese momento entendí que todo lo que había vivido era una preparación para este paso».
Aliona vende flores online y te cuenta cómo volvió a buscar a esos amigos que había conocido años atrás: «Necesitaba aprender a amar a mi hija Polina, que tiene una discapacidad. Sola no sabía hacerlo». Me encuentro a Katia en la casa de las Hermanas de la caridad de la Madre Teresa, donde los amigos de CL hacen su caritativa. Se pasa dos horas tiñendo de cobrizo el pelo de Irina y me dice: «Estos lugares de dolor se han vuelto para mí lugares de amor. Cada vez que vengo aquí pido aprender a ver el rostro de Cristo en estos rostros». Tatiana viene por primera vez a la caritativa y escucha a un sintecho decir: «Para el mundo nosotros no somos nadie». Las lágrimas afluyen a sus ojos: «Es terrible escuchar a un hombre hablar así. Ojalá podamos ayudarles a descubrir su dignidad de personas amadas».

María y el soplo del Buran. «Chicos, ¿podéis recordar un momento en qué os habéis sentido realmente felices?», pregunta Enrico a los amigos sentados alrededor de una mesa comiendo. Está jubilado, pero sigue yendo y viniendo de Kazajistán como cuando construía puentes para el ENI (Ente Nazionale Idrocarburi, ndt.). Allí están Liuba, María, el padre Pier (párroco arribado aquí desde la diócesis italiana de Fidenza), dos amigos y seis bachilleres. María te atrapa cuando narra el momento en que se dio cuenta de que la felicidad existe: «Estaba en la parada del autobús y soplaba el Buran, la tormenta. No había nadie alrededor. Solo silencio, nieve y viento. Podía decidir si me quedaba ahí esperando, si me iba o si volvía a casa andando. Empecé a pensar en el futuro y en todo lo que me espera en la vida… Tenía el corazón abierto de par en par y el mundo estaba ahí, delante de mí, todo para mí». El corazón grande como el universo y el universo regalado allí delante, para ti.
A su lado está Nicolai, de su misma edad, cuerpo grácil y ojos muy grandes. Cuando empieza a hablar te deja boquiabierto: «Estoy feliz cuando me despierto por la mañana y veo todo lo que existe. Veo que tengo brazos, manos, piernas…». Lleva tres años enfermo. Ha aprendido a hacer cuadros con punto de cruz para ayudar a su madre con algún tenge con el que costear en parte los cuidados médicos que necesita. Su mayor prueba es la soledad: «Mis compañeros dejaron de visitarme, no sabían cómo estar conmigo». Todos, excepto una, Camila. Es la que está sentada a su lado. Desde hace tres años va a su casa todos los días para echarle una mano con los estudios. La miras y casi no hace falta que te traduzcan el ruso para entender lo que dice: «Solos no se puede ser felices». Le pregunto a David por qué son tan amigos de Liuba: «Porque no somos indiferentes».

La cena con Ramzia. Mirada desde la bola dorada en la cima de la Torre del Bayterek, la ciudad de Astaná presenta un espectáculo extraño. Algo intermedio entre París y Disneylandia. Amplios bulevares y rascacielos firmados por Norman Foster, palacios lujosos y viejos barrios de casitas bajas. El rostro de una ciudad que está creciendo de prisa porque lleva tan solo veinte años como capital del país. Desde entonces el dinero de petróleo, gas y minas corre a raudales. Casas hasta el límite del horizonte, luego la estepa. Una impresión casi física de que el hombre es grandísimo y a la vez no es nada delante del infinito. Siempre hay algo “más allá”.
Como en las poesías italianas que el padre Edo Canetta, el primer sacerdote de CL que vino a vivir aquí, enseñó a Ramzia en clase de italiano. Ahora Ramzia lo habla perfectamente y lo enseña en la universidad. Tiene pensado levantar un centro cultural dedicado a Italia, mientras Dima, su marido, abogado famoso, bromea todo el rato sosteniendo en brazos a Miriam, su tercera hija.
Su casa es el corazón del movimiento en esta ciudad. No hay obras, estructuras, sacerdotes que se ocupen de esta comunidad. Solo una fuerte amistad. Tan fuerte que sigue encontrando en su camino a personas nuevas y atrae a las antiguas que, en algún momento, conocieron a alguien de CL. Por ejemplo, Leila, que trabaja en un think tank donde estudia sobre China y Oriente Medio. Ahora está aquí con otras veintisiete personas hablando de la vida, del trabajo, del camino personal y del mundo entero. Al final de la velada, le da un abrazo a Enrico con una frase que te rasga el corazón: «Cada día tengo que decidir si vivir o sobrevivir. Por eso estoy aquí».
También Maulen conoció a «los italianos» hace once años, «mediante el rostro del padre Eugenio Nembrini». Es musulmán al igual que Adilbeck, Jas y muchos otros. «No prevalecen las diferencias de religión o de cultura, sino el interés por las personas. Ellos son mis amigos y gracias a ellos me siento rico en el alma. Aquí me siento en casa». Él igual que los recién llegados. Gulzhan, profesora de flamenco de Ramzia, una noche encontró a su alumna por la calle. «¿Qué haces por aquí?». «Vine a ver a una amiga para invitarla a las vacaciones». «¿Qué es eso de las vacaciones?». Al final, ella también fue a las vacaciones de la comunidad y esta noche está aquí diciendo que «el flamenco expresa el grito del hombre porque bailamos lo que llevamos dentro». Saltanat, una mánager de la Ópera, después de saludar a unos y otros, sigue allí y confiesa a Ramzia: «No consigo irme de aquí». Ya en casa, Madina oye a su marido que le pregunta «¿Pero qué ha pasado en esa cena? Tienes una cara preciosa…». Y ella contesta: «Se habló de lo que somos, de lo que soy».

El perdón de Nasgul. Estaba ya preparando las maletas. No había trabajo en Almaty, ni siquiera después de todos los esfuerzos por conseguir un título de estudios. «Había decidido volver a mi casa, cuando una mujer, que se alojaba en la misma residencia que yo, me dijo: “Intenta acercarte al Centro, a los mejor te ayudan». El Centro se llama Alfa y Omega y nació hace trece años para echar una mano a chicos en dificultad y a sus familias. Nasgul llevó allí su currículo. Y Silvia Galbiati, Memor Domini y directora del Centro, en lugar de buscarle un trabajo la contrató. «Fue el 18 de mayo de 2005, todavía lo recuerdo. Dios sabe dónde estaría ahora si hubiera cerrado esa maleta y me hubiera ido». En cambio está aquí haciendo de coordinadora de una realidad que actualmente presta ayuda a los refugiados afganos, organiza talleres de panadería y sastrería, ayuda a los chicos en el estudio, forma a operadores sociales… «Los primeros días no entendía nada. Veía a Silvia, mi jefa, que se levantaba durante la comida para servirme a mí, o me preguntaba mi opinión sobre asuntos de trabajo, en lugar de mandar simplemente haz esto, haz lo otro. Para mí era algo nunca visto, algo de otro mundo. Y me encontraba fenomenal». Así creció una amistad también con otros, italianos y no. Y con el padre Eugenio, que «una vez me mira fijamente, sonríe, y me dice: “Te quiero”. Me quedé muda, era como si me lo dijera mi padre».
Para ella son palabras difíciles de pronunciar. Su padre la abandonó hace quince años, al poco de nacer su cuarto hijo. Estaba con otra mujer, mientras la madre de Nasgul enfermó. Imaginaos la cara de Silvia cuando, al cabo de unos meses, se presenta en el lugar de trabajo y le dice: «En este Centro tratamos de ayudar a este y al otro. Entonces pensé, ¿y mi padre? En fin, ayer por la noche hablé con mis hermanos y decidimos traérnoslo a casa con nosotros». ¿Por qué? «He visto cómo me tratáis. He entendido que Dios habita en cada persona. Así empecé a pensar que quizás mi padre sea así porque nadie lo ha mirado con esta verdad en los ojos. Recién nacido, sus padres lo dejaron con otra pareja. Aquí sucede a menudo. No tuvo una familia suya, creció con una herida dentro… ¿Cómo puedes aprender a amar si nadie te ama?». Supone para ella una revolución. Siglos de tradición cultural y años de dolor familiar abrazados por un encuentro, cambiados por una historia particular. «Opté por esta mirada nueva porque entendí que solo de esta manera podría reconstruir la relación con él paso a paso».
Al comienzo no fue fácil. «Al comienzo mi madre no quería ni sentarse a comer a la mesa con él, mientras yo estaba orgullosa de mi decisión. Pensaba para mis adentros: “Eres muy buena, lo has perdonado”. No era verdad. Tenía dentro un volcán: el magma bullía y de vez en cuando estallaba afuera. Entendí que el perdón tienes que pedirlo cada día y decidir por él. Le pedía a Dios paciencia. Me he dado cuenta que no te la concede de repente, sino que te regala ciertos hechos que te la enseñan». Ahora su padre se pasa el día asistiendo a su mujer. «Descubrí que mi padre es una persona interesantísima. Lee mucho». Quiso conocer a los italianos. Tiene muchas preguntas sobre esa hija que todavía no se ha casado («Una tragedia para nuestra cultura. Aquí si con 22 o 23 años todavía no te has casado, ya eres vieja…»), pero la mira con ojos curiosos. Y ve que no está sola, ni mucho menos.

Las puertas de Amina. También Amina ha encontrado una compañía que no se esperaba. Su vida iba viento en popa: familia rica, tres hijos pequeños, la pasión por la moda y un restaurante vegano que gestionar. «Pero seguía buscando. Buscaba algo». La respuesta llegó de la manera más insospechada con el rostro de Mimmo, un italiano trasplantado en Kazajistán para trabajar precisamente en el ámbito de la moda. Una historia preciosa también la suya. Merecería un artículo aparte. Se alejó del movimiento hace quince años, volvió a raíz de una invitación a participar en una apertura de curso: «Aquel día temblaba sabiendo que se me pediría cambiar de vida». Hoy lo vive todo con intensidad, también la caritativa con las Hermanas de la Caridad de la madre Teresa que tienen una casa también en Almaty. Una tarde Amina se había acercado a Mimmo, su jefe, para preguntarle una cuestión de trabajo. «Vale, pero lo hablamos mañana. Ahora tengo que ir donde las hermanas». Luego le dice que todos los miércoles se va a cocinar para los sintecho. Y Amina se da cuenta de que llevaba tiempo buscando algo así, algo con un significado profundo: «¿Puedo ir yo también?». A la mañana siguiente, a las seis, está en el coche camino del convento de las hermanas. Allí conoce a los amigos de Mimmo: el padre Livio, Silvia, Lucía…
En fin, empieza a participar en la Escuela de comunidad, a echar una mano en el Centro y dar las gracias a Dios por ese encuentro: «Me abrió unas puertas a las que llevaba llamando hace tiempo. Yo empiezo un montón de cosas, luego las dejo. Y busco otras. Hace años quería estudiar italiano, pero no pude. Ahora todos esos hilos se unen. Estar con estos amigos me ayuda a vivir». Por ejemplo, con los hijos. «El mayor tiene 13 años, una edad difícil. Pero empiezo a mirarlo con otros ojos. Si antes era normal que estuviera encerrado en su cuarto, ahora llamo a su puerta y le invito a ver una película o pasar un rato conmigo charlando. Esto lo aprendí con vosotros. A mis hijos les cuento lo que vivo porque esto les abre la mente. El otro día mi hijo vino conmigo a pelar patatas donde las hermanas…».
Otra cosa ha cambiado en ella: la experiencia del dolor. «Unos amigos tienen una hija con síndrome de Down. Sus padres la quieren mucho pero casi tenían miedo de sacarla a la calle. No sabía cómo ayudarles. Luego vi cómo tratan a los chicos en el Centro: les ayudan a estudiar, les llevan de paseo, les acompañan. Ahora les digo a estos amigos míos que con estos niños hace falta hacer un trabajo porque pueden dar mucho más de lo que imaginamos. Depende de cómo les acompañamos nosotros».
¿Y tu marido? Es kazajo y musulmán como tú, ¿qué dice de todo esto? «Me deja hacer. Ve que lo que vivo es un bien, no va en contra suya ni de la familia. Solo de vez en cuando me pide que no me apunte a todo». Pasó el otro día. Amina quería ir a la Escuela de comunidad, él le pidió que se quedara en casa, ella lo comunicó a los amigos por sms. Y recibió esta respuesta de Silvia: «Claro, quédate. Comprobarás que puedes vivir la misma plenitud». Por la noche, Amina le escribe: «Es cierto. Dije que sí y no he perdido nada». Un sí que tiene el sabor del de Pedro.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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