Los dos candidatos más impopulares de la historia americana, con visiones opuestas e iguales puntos débiles, desorientan a todos. También a los católicos. ¿Cómo juzgar? En un escenario dominado por el miedo, el problema va mucho más allá del «a quién votar»
El 8 de noviembre se vota y la Casa Blanca se disputa entre los dos candidatos más impopulares de todos los tiempos. Los sondeos más clementes dicen que más del cincuenta por ciento de los electores americanos desaprueba, o incluso desprecia, tanto a Donald Trump como a Hillary Clinton. La confianza en las capacidades de los políticos para responder a las necesidades de la sociedad está bajo mínimos históricos. Así lo demuestra el hecho de que un outsider haya obtenido la candidatura tomando como rehén al partido de Abraham Lincoln y reduciendo a escombros las antiguas estructuras que se consideraban inquebrantables. Lo mismo demuestra el que a la otra candidata le haya costado enormemente derrotar en las primarias a Bernie Sanders, un adversario casi desconocido que ha sido capaz de movilizar a millones de jóvenes con la promesa de una “revolución política” para depurar el sistema.
Las fuerzas que han estimulado los instintos anti-sistema se han visto recompensadas. Lo que domina la campaña electoral no son los programas políticos, los deseos del pueblo ni las titánicas promesas de las ideologías del siglo XX, sino el miedo. Miedo a los inmigrantes y a los terroristas, a los procesos de globalización, a la presuntuosa clase dirigente. Miedo al otro, ya sea al agente de policía que para un conductor o al adversario político que hay que demonizar y ridiculizar, despreciando también a la “panda de miserables” que lo apoya. Justo lo contrario de lo que afirmaba san Ambrosio cuando hablaba del ideal del hombre político: «Lo que hace el amor nunca podrá hacerlo el miedo. Nada es tan útil como hacerse querer».
En este escenario de “cambio de época”, como dice el Papa Francisco, dominado por la fragmentación y el miedo, donde los rumores de fondo prevalecen sobre los contenidos del debate, mientras se desmoronan incluso las certezas de la mayor democracia del mundo, la pregunta más urgente no es aquella tan famosa de Lenin –¿qué hacer?– sino una más auténticamente revolucionaria: ¿cómo juzgar?
Ánima democrática. Ante todo hay que partir de una premisa. Sea cual sea el resultado, los Estados Unidos de la política impopular y populista van a sufrir un golpe al «culto presidencial bipartidista», por usar la expresión del periodista Ross Douthat, un rasgo dominante de la democracia norteamericana. El papel del presidente siempre ha estado revestido de un aura casi mística, una especie de figura sagrada que encarna virtudes universales. Los rostros de los presidentes son esculpidos en mármol para la posteridad. Lejos de ser un buscador de compromisos realista, el presidente norteamericano es la encarnación de un ideal. Por eso las campañas electorales son el triunfo de la personalización: de los candidatos se juzga su personalidad, su discurso, su trato humano, su credibilidad, su temperamento, su presencia. Se valora si son, como se suele decir, “presidenciables”, compatibles con un rol que tiene una gravitas casi religiosa. Lo que digan, las propuestas que hagan, ocupan un segundo plano.
Todas estas son señales de una confianza desmedida en el poder de la democracia, que dentro del gran «proyecto de la modernidad» que es Estados Unidos, como la define el teólogo Stanley Hauerwas, es el alfa y la omega de toda acción, el ámbito donde cualquier pregunta del hombre puede hallar respuesta. Por tanto, resulta extraño que los que luchan por un puesto tan elevado sean dos candidatos tan impopulares y tan poco inspirados.
El teólogo David Schindler, decano emérito del Instituto Juan Pablo II en Washington, lo explica así: «Trump y Clinton muestran el fin de la democracia liberal, es decir, el punto donde encalla su lógica interna. Trump es su versión estúpida, Clinton es la versión más sistémica y corrupta. Ambos tienen un alma democrática, pero mal entendida. Creen que la charlatanería manipuladora unida a la capacidad técnica (política, científica) puede ser el medio más adecuado para perseguir fines preferenciales, o bien en contraste con los fines naturales».
La doctrina social de la Iglesia insiste en el hecho de que la democracia es «un ordenamiento, y como tal un instrumento, no un fin», y su «carácter moral no es automático». Según esta perspectiva realista que desacraliza la democracia –una lógica inaceptable para quienes, sobre todo después de la caída de la Unión Soviética, han teorizado la afirmación global del modelo democrático y liberal como destino necesario de la humanidad–, que la figura del presidente norteamericano caiga a tierra desde su pedestal celeste ofrece la posibilidad de recolocar las cosas en su orden natural.
Esta premisa permite pisar suelo para lanzarse, sin miedo ni recato, a la aventura de juzgar el mérito político. Las diferencias entre los puntos de vista de Trump y Clinton son enormes y muy numerosas, pero R.R. Reno, director de la revista cristiana First Things, ha intentado arrojar luz sobre el núcleo sintético: «Esta extraña cita electoral es la ocasión de tomar conciencia de que el eje del mundo establecido en la posguerra está llegando a su fin, y este hecho está cambiando nuestra concepción política. El enfrentamiento entre derecha e izquierda está dejando paso al enfrentamiento entre establishment y anti-establishment, y el debate mantiene la tensión entre la perspectiva nacionalista y la globalista». Con sus posiciones intransigentes contra la inmigración clandestina y a favor de medidas proteccionistas para defender la economía americana, Trump «es el campeón nacionalista que encuentra apoyos entre los que se sienten excluidos y traicionados por los proyectos de globalización».
La perspectiva excepcionalista. Al explicar, como en el caso de la democracia, que la globalización no es un bien en sí mismo, la doctrina social habla de una tensión entre las “nuevas esperanzas” y los “inquietantes interrogantes” que este proceso ha engendrado. La retórica de Trump lanza sus redes sobre los americanos que viven inquietos por sus interrogantes abiertos y sienten traicionadas sus esperanzas. Clinton encarna, en cambio, a los votantes decepcionados con las perspectivas de progreso local a tracción americana.
La política exterior es el ámbito donde la perspectiva de ambos candidatos emerge con más claridad. Trump se suma a la llamada escuela realista de relaciones internacionales, concibe las relaciones entre los estados en términos bilaterales, no pone condiciones previas al diálogo con los demás estados soberanos –de Rusia a Corea del Norte– porque rechaza la idea de la “excepción americana”: América no es para él la nación universal encargada por la Historia, con la H mayúscula, de iluminar el camino de la humanidad hacia la democracia y el capitalismo (concepción que durante generaciones ha sostenido tanto al partido republicano como al demócrata), sino una superpotencia que debe ocuparse ante todo de lo que pasa dentro de sus fronteras. La postura de América que Trump imagina se apoya en el desempleo y en el aislamiento.
Por el contrario, Clinton es la paladina de la perspectiva excepcionalista y de la concepción de la historia que nos espera. No solo por desprecio a la personalidad de Trump, sino también por sincera afinidad con el punto de vista de Hillary, el republicano George H.W. Bush, creador de la visión globalista, y muchos intelectuales que inspiraron la “guerra al terror” han cambiado de partido.
Un cambio de época. «¿La Iglesia está del lado de la nación o de los globalistas?», se pregunta Reno, que percibe un «momento de desorientación en el mundo que también nos afecta a los católicos. Los principios de solidaridad, subsidiariedad y dignidad humana en busca del bien común creo que siguen teniendo una originalidad increíble. Las perspectivas políticas que no admiten una dimensión ulterior, una mano no exclusivamente humana que actúa en la historia, no tienen nada de eso, solo sucedáneos». «El desafío consiste en declinar esos principios de un modo que sea adecuado a esta etapa de la modernidad», dice Reno.
Una de las cuestiones cruciales, especialmente para los católicos americanos, es el posicionamiento de los candidatos sobre la vida y la familia. Generaciones de católicos han votado siguiendo la bandera del activismo pro-life, pero hoy hasta ese esquema ha saltado por los aires. Y no solo porque, como reconoce Reno, «hayamos perdido ampliamente las batallas culturales», sino porque ni siquiera el candidato republicano sitúa el aborto, la familia o el género en el centro de su agenda política. Ha profesado una genérica ortodoxia conservadora en esta materia al principio de la campaña y luego ha ignorado ampliamente el tema.
Por tanto, a la vista de los hechos, para los católicos esta cuestión se hace mucho más profunda –y fascinante– que la pregunta sobre “a quién votar”. «Me parece que este contexto es una invitación, para nosotros, a vivir nuevas formas de testimonio, buscar nuevos espacios de diálogo y ofrecer nuevas ideas para el bien de todos», afirma Reno. El manifiesto de la comunidad norteamericana de CL, titulado “Protagonistas de nuestra historia”, señala este cambio de época: una invitación al despertar de la persona cuando todas las estructuras, las burocracias, los eslóganes y las candidaturas muestras su humanísima fragilidad.
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