El pasaje de Ezequiel 16 que Julián Carrón nos propuso en Rímini. Y la audacia de los profetas describiendo la alianza entre el Señor e Israel. Del cuidado de una predilección inmerecida a la infidelidad de Jerusalén, ante la cual Dios decide hacer «algo nuevo»
Una de las cosas más sorprendentes de la Biblia son las imágenes que utiliza para expresar la relación entre Dios y su pueblo. Para hablar de la alianza que el Señor ha establecido con Israel en el Sinaí, la Escritura podía utilizar la imagen de los pactos de vasallaje entre un rey y sus súbditos, o entre un imperio y las naciones subyugadas. Estas son las imágenes que encontramos en la literatura religiosa de otras culturas, y de hecho no faltan en la Biblia. Parece la imagen más adecuada para salvar la distancia entre un dios y su pueblo. Sin embargo, la literatura profética de Israel se muestra audaz dibujándonos la relación entre el Señor y su pueblo como una relación nupcial, sin censurar ninguna de sus características.
El primero en utilizar esta imagen es Oseas, cuyo propia vida es ya un signo para Israel: debe casarse con una prostituta y engendrar hijos de prostitución. Así se siente Dios ante Israel: «Acusad a vuestra madre, acusadla, porque ella ya no es mi mujer ni yo soy su marido; para que aparte de su rostro la prostitución y sus adulterios de entre sus pechos» (Os 2,4). Jeremías, por su parte, se remonta al momento del noviazgo en el desierto, cuando el Señor saca a Israel de la esclavitud de Egipto, antes de los desposorios en el Sinaí: «Grita y que te oiga todo Jerusalén: Esto dice el Señor: Recuerdo tu cariño juvenil, el amor que me tenías de novia, cuando ibas tras de mí por el desierto, por tierra que nadie siembra» (Jr 2,2). Después del matrimonio, Dios se pregunta, dolorido, como esposo abandonado: «¿En qué falté a vuestros padres para que fueran alejándose de mí? Siguieron vaciedades y se quedaron vacíos» (Jr 2,5). Isaías también utilizará esta imagen, en su caso para hablar de la restauración de Jerusalén después del Exilio: «Ya no te llamarán “Abandonada”, ni a tu tierra “Devastada” (…). Como un joven se desposa con una doncella, se regocija tu Dios contigo» (Is 62,4-5).
La infidelidad. Pero el profeta que “explota” este recurso con las imágenes más audaces y atrevidas es, sin duda alguna, Ezequiel. Todavía muy joven, el profeta tiene que dejar Jerusalén y encaminarse a Babilonia con la primera deportación ordenada por Nabucodonosor. En sus propias carnes entiende el porqué de aquel drama: la infidelidad de la ciudad. Pero Jerusalén no aprende: sigue en pie, persiguiendo otros dioses y otras alianzas políticas, sin poner el corazón en el Señor. Todavía pasarán diez años hasta que Nabucodonosor vuelva, destruya la ciudad y el templo, acabe con la monarquía y exilie al resto de la población. Es en ese periodo intermedio en el que Ezequiel recibe su vocación y el mandato de predicar, en la distancia, contra la ciudad confiada.
Si Oseas partía del matrimonio consumado, Jeremías del noviazgo e Isaías parece prometer un matrimonio a la ciudad viuda, Ezequiel parte del nacimiento de la niña que más tarde el Señor desposará. Su oráculo se dirige a la ciudad de Jerusalén, verdadero corazón del pueblo del reino de Judá, único resto que ha quedado de las múltiples infidelidades. Se entiende entonces por qué habla de un origen pagano, algo que no podría decirse del pueblo santo nacido de las entrañas de Abrahán. «Por tu origen y tu nacimiento eres cananea: tu padre era amorreo e tu madre hitita» (16,3): Jerusalén era la ciudad de los Jebuseos, conquistada sólo tardíamente por David.
«Y fuiste mía». Abriendo todos los grandes lamentos de Dios por la infidelidad de Israel, su esposa, aparecen los beneficios que el Señor ha concedido a su pueblo. De este modo, se neutraliza, de entrada, cualquier intento de réplica: la infidelidad no tiene excusas, implica ingratitud e irracionalidad. En el caso de Ez 16, se empieza a describir el nacimiento de la niña-ciudad, que, siendo pagana, no disfruta de los bienes de la alianza. Al contrario, se le arroja al campo sin cortarle siquiera el cordón umbilical, como de hecho sucedía en aquel mundo cuando el bebé no era varón. Nadie tuvo compasión de ella. Y aquí llega el primer beneficio del que todo ser disfruta aunque esté fuera de la alianza: «Yo pasaba junto a ti y te vi revolviéndote en tu sangre, y te dije: Sigue viviendo, tú que yaces en tu sangre, sigue viviendo. Te hice crecer como un brote del campo» (16,6-7). La vida es un don de Dios. Aquella niña sobrevive por voluntad de Dios, aunque sea como hierba del campo, sin el cuidado de la alianza. De hecho, la ciudad de los Jebuseos se libró del exterminio, no fue conquistada en primera instancia por las tribus de Israel: sobrevivió como flor silvestre.
En ese contexto “salvaje” la niña empieza a crecer y se hace una mujer. Es entonces cuando llega el momento del amor: «Pasé otra vez a tu lado, te vi en la edad del amor; extendí mi manto sobre ti para cubrir tu desnudez. Con juramente hice alianza contigo –oráculo del Señor Dios– y fuiste mía» (16,8). La iniciativa gratuita del Señor se inclina sobre aquella joven para desposarla, incorporándola a la alianza. Es exactamente lo que sucedió con la conquista de Jerusalén a manos del rey David, que más tarde la haría capital de su reino. Los efectos de esta preferencia inmerecida no se hacen esperar: la mujer es lavada (estaba todavía ensangrentada) y purificada (pertenecía a los pueblos paganos), e ungida con oleo (como reina). Se trata de los cuidados propios del contexto de la alianza, una vez más descrita en términos matrimoniales.
Comienza entonces el rito de engalanar a la esposa con vestidos y joyas, expresión del afecto que el Señor le profesa. Sigue la descripción del alimento del que disfruta, que ya no es el de un animal salvaje. El retrato es verdaderamente minucioso y en él domina la iniciativa del Señor que cuida de cada uno de los detalles por amor a su esposa. El resultado fue notorio a la vista de todos los pueblos: «Estabas cada vez más bella y llegaste a ser como una reina. Se difundió entre las naciones paganas la fama de tu belleza, perfecta con los atavíos» (16,13-14). Es el momento del máximo esplendor de Jerusalén, en tiempos del rey Salomón, cuando la reina de Saba acudió a contemplar la belleza de su templo, sus palacios y sus murallas. La cuidada arquitectura del relato hace que sea evidente el origen de toda la belleza de Jerusalén: «que yo había puesto sobre ti» (16,14).
Llega entonces la traición de la que el Señor se lamenta amargamente. En el v.15 cambia el sujeto. De las acciones de Dios se pasa a las acciones de la mujer-Jerusalén: «Pero tú, confiada en tu belleza, te prostituiste; valiéndote de tu fama, y te entregaste a todo el que pasaba» (16,15). La belleza donada no ha sido ocasión de volverse agradecida a su amado: misteriosamente Jerusalén no conoce, y se vuelve a sus amantes (los ídolos y las naciones con las que busca alianzas políticas). Todos los vestidos y joyas que recibió del Señor, que expresan el afecto apasionado de su esposo, los emplea ahora en decorar los altares… para pedir afecto a los ídolos que no pueden darle afecto. Los alimentos que dicen de un cuidado exquisito por parte del Señor los pone delante de imágenes inanimadas como ofrenda de suave olor… buscando una compañía que los ídolos no pueden darle.
Es difícil no reconocerse descritos en este pasaje. Así lo han hecho el Papa Francisco o don Giussani. Como Jerusalén, también nosotros tenemos necesidad de un corazón nuevo en el que anide el afecto como un juicio, como una simpatía radical. Pero he aquí que el Señor, apiadado por su pueblo, ha decidido hacer una cosa nueva. El traidor Pedro, delante de Jesús, es el primer testigo de esta nueva creación.
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