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Huellas N.7, Julio/Agosto 2016

INMIGRANTES

Una vida distinta

Paolo Perego

Cientos de menores desembarcados en las costas italianas han encontrado una “casa” con el padre MARIO CANEPA. Visitamos el pueblecito de los Apeninos ligures donde, desde hace quince años, los acoge y los hace crecer

Dejando atrás el valle Scrivia, se sube por la carretera que lleva a Génova. Se entra en un valle angosto, de los que se estrechan de golpe para reabrirse en cuencas. En una de estas, entre dos antiguos hornos en desuso a modo de centinelas, se encuentra la aldea de Trefontane.
Resulta difícil recordar por qué hemos subido hasta aquí. El mar no está lejos, pero sí lo parecen los miles de personas que arriesgan su vida en las rutas del Mediterráneo, entre el norte de África e Italia.

Las llegadas. La vía de los Balcanes ha absorbido durante un año las mareas de refugiados e inmigrantes, sobre todo sirios, afganos e iraquíes. De Lampedusa y lugares cercanos se hablaba menos. No es que ya no llegasen más refugiados, pero los focos apuntaban a otra parte. Blindada Grecia, las cifras en los puertos italianos se han disparado. También las de los naufragios y las de los muertos. De doscientas cinco mil llegadas a Europa desde el inicio de 2016, cincuenta mil se cuentan en Italia, sobre todo desde Nigeria, Gambia, Somalia y otros países subsaharianos. Pero también desde Egipto, Túnez… ¿Los muertos? Es difícil hacer una estimación: más de mil solo camino de Italia. Y además los menores que viajan solos: más de siete mil, entre 12 y 17 años, el doble de 2015.
Los ojos oscuros de tres muchachitos norteafricanos te miran fijamente como para recordarte todo esto. Están sentados junto a una capillita en la curva, con una imagen de la Virgen que explica de dónde nace el nombre de este lugar “imbricado” como dicen aquí: una aparición en la Edad Media que hizo brotar tres fuentes. Por eso pocos metros más adelante está el Santuario. Enfrente, una casona con un antiguo mesón, unas pocas casas deshabitadas y dos edificios en construcción: «Hace años había una oficina de Correos, una tienda de alimentación y algún que otro turista. Y había gente que trabajaba en los hornos. Ahora hay una vida distinta», dice el padre Mario Canepa.
Sesenta y nueve años, ojos risueños, ademanes decididos, va arriba y abajo por la provincial que corta en dos el burgo desde el campo de fútbol que hizo excavar la montaña «porque faltaba espacio» hasta su casa de acogida para menores, pegada al Santuario. Inspecciona las obras en curso: «Las nuevas estructuras estarán terminadas después del verano, con una piscina cubierta también para los niños de los alrededores. Y un gimnasio».

No basta una cama. Las nueve de la mañana, por todas partes aparecen rostros de piel oscura. «Hoy son unos cuarenta, ¿ves? Arreglan sus habitaciones. Trece de ellos han ido a examinarse del segundo ciclo escolar. A los que han quedado, ahora les mandamos a bañarse a la piscina que hemos construido junto al campo. Queremos abrirla a los de fuera, pero faltan todavía los vestuarios».
Son todos extracomunitarios, la mayor parte de Egipto, pero en quince años han pasado por aquí centenares, de todas partes. Incluso italianos. «Pueden quedarse aquí hasta los 18 años. Desde hace tiempo la prioridad es para los que vienen del mar», dice el padre Mario.
«No, tú no te bañes. Has tenido la varicela», le responde a Mohamed, de 14 años, egipcio. Y como hay muchos Mohamed, entonces lo llama Shafik. Ha llegado hace pocos meses, enviado por el ayuntamiento de Milán, desembarcado en algún puerto siciliano después de haber sido rescatado de una barcaza a la deriva. Estudió en una escuela islámica de Al-Azhar, habla poco italiano. Lo está aprendiendo, acompañado como los demás por maestros y educadores. Doce empleados en total. Y alguno de ellos es uno de los acogidos en el pasado. Como Kalid, marroquí de 25 años, y su hermano de 22 Fadil, que trabaja aquí de cocinero. Se estudia en la sala justo pasada la entrada, sobre una mesa enorme junto a las ventanas, bajo una estantería repleta de libros: «Casi todos cursan la enseñanza obligatoria. Otros bachillerato». No basta darles una cama y comida como se hace en otros centros. «Hay que prepararlos para que puedan caminar con sus propias piernas y encontrar un trabajo, un camino». Los servicios sociales de los ayuntamientos los mandan aquí: «Somos una estructura acreditada. A veces la policía los encuentra por las calles y nos los trae. O bien son ellos los que van a comisaría y preguntan por nosotros, porque han oído hablar de este lugar antes aún de partir de sus países…». Los chicos están todos bajo la tutela de los servicios sociales: «Tenemos permiso para decidir pequeñas cosas». Y siempre hay un juez de menores a disposición por si hay alguna emergencia.
Un chico friega el suelo. «Es su casa. Se ofrecen a hacer trabajillos, como mantener el jardín del santuario. El otro día fueron a arreglarme la iglesia, dos coptos y dos musulmanes. No se lo pido yo. Luego a lo mejor el fin de semana les doy una paguilla». A veces los acompañan a Génova, y van a comprarse algo. Ropa, un helado. «Nada de móviles. Apenas los usan. Solo el sábado, para llamar a casa».
Francisco, un educador de origen colombiano de 40 años, casado y con una hija pequeña, les vigila mientras se zambullen en esta mañana cálida después de varios días de lluvia: «Quiero graduarme en psicología. Hace quince años empecé a trabajar aquí, hacía un poco de todo. Después me puse a estudiar para hacer mejor este trabajo que me gusta. Es mi vida».

La cocina de Fadil. Impresiona verles nadar, a ellos que hace pocos meses han arriesgado su vida en el agua. ¿El viaje? Nadie habla de él. Ni siquiera Makrous y Amhed, de 15 y 13 años. Egipcios, uno de Alejandría y el otro del sur, Asyut. «Cinco meses en un campo en Palermo, antes de llegar aquí. ¿Miedo durante la travesía? No», dice el mayor, pero luego baja los ojos. Para Ahmed, que lleva aquí poco tiempo, el recuerdo está más fresco, y suspira: «Eh…». Hay que ser hombres. Lejos de casa, de la familia. Demasiado a los trece años. «Necesitan ser chicos, crecer. Por eso el colegio, el fútbol, la piscina…», dice de nuevo Francisco. El padre Mario le mira: «No pregunto los detalles de sus historias. Poco a poco las van contando. No tienes necesidad de saber más cuando ves sus caras por primera vez. Como cuando la policía los trae incluso de noche. Bastan pocos días para verles renacer». Dice que mantiene una “distancia”: «Tengo un papel. La relación y ser impar. Nada de sentimentalismos. Ni de compasión barata. Puede que corras el riesgo de no responder a sus necesidades más inmediatas… una camiseta, unas zapatillas…». Hace falta que les ayudes a hacerse mayores. Después, por supuesto, nunca falta la sonrisa o un gesto de amistad. En definitiva un padre, una roca en la que apoyarse: «Pero siempre debes dar un paso atrás».
Mira a su alrededor, cada detalle le recuerda a sus chicos. Y en ese gesto vuelves a ver el modo de mirar que tantas veces ha indicado el Papa: una mirada cercana, sin miopías, queriéndoles verdaderamente. «Esa pared la hizo menganito, que ahora está casado y vive allí. Y su hermano que ahora es pastelero…».
El padre Mario no terminaría nunca de hablar de ellos si Fadil no le llamase para que fuera a la cocina. También Fadil, en el pasado, fue huésped de la casa. Se sacó el diploma, adquirió algo de experiencia, y volvió a trabajar aquí. «Cocina estupendamente y mantiene el almacén en perfecto orden», dice el padre Mario. «Porque es hermoso, es mío», dice el muchacho. Dejó Marrakech con 15 años. Los más jóvenes le piden consejo, sobre cómo hacer con los documentos o qué posibilidades hay. Él les hace compañía: «Lloraba a menudo en los primeros tiempos. Echaba de menos a mi madre. Y la echo de menos todavía», dice mientras corta la verdura.
Todos se sientan a la mesa en forma de herradura. Delante del padre Mario se sienta Andrij, de 16 años, albanés de Vlorë. Esa mañana se ha examinado de Lengua: «He escrito sobre qué me gusta hacer en el tiempo libre: jugar al fútbol. ¿Mañana? Matemáticas».
En la segunda planta vive también la madre de don Mario. Enseñó a Fadil a hacer dulces y los chicos van a menudo a buscarla: «Se han dado cuenta de que pueden pedirle a ella lo que tienen miedo de pedirme a mí», comenta el sacerdote. Su padre era un constructor y habría querido que trabajase con él. Pero después apoyó la decisión de su hijo. Su primera misión fue en Campomorone sobre las colinas genovesas: «Profesor de religión en Sampierdarena». En 1981 lo mandaron aquí, a Montoggio, con el cargo de rector del Santuario de Trefontane. «Dos años después comencé como capellán en la cárcel genovesa de Marassi». El Santuario se convierte en un lugar de acogida para cualquier preso en régimen de libertad vigilada. «Comenzaba la nueva vocación de este lugar. Y la mía tomaba forma. Incluso cuando me pidieron echar una mano en la iglesia de (la calle del cura, .), en un barrio viejo y con mala fama de la capital ligur». Fueron años de encuentros «con tanta humanidad, tantas necesidades».
De vuelta a Trefontane, en 1999, llega la llamada de un tipo del ayuntamiento de Génova: «Había muchos muchachitos, sobre todo albaneses, que no tenían un techo. “Mándalos aquí”». Es el año 2001. Con pocos voluntarios don Mario acoge a los primeros chicos. Al inicio solo de noche, desde la cena al desayuno. «Pero después iban por ahí a hacer fechorías. Entonces pedí ocuparme de ellos también durante el día. No me respondieron en seguida, pero empecé a hacerlo igual». Con el tiempo todo se estructuró para bien. Una asociación de jóvenes que hacían voluntariado, después una casa, pegada a la iglesia. Y los voluntarios comenzaron a ser educadores permanentes. Hoy hay tres comunidades. Los 70 euros que los chicos reciben de las instituciones son suficientes para cubrir los gastos. «Alguien se tiene que ocupar de ellos. Habría que ayudarles en sus países de origen, así no se marcharían, pero una vez llegados…». No hay que cerrar las fronteras, sino ser realistas.

Sin darle vueltas. Camino hacia el huerto donde una veintena de jóvenes acumulan rastrojos para quemarlos en el lecho del torrente, el padre Mario no deja de mirarlos. Y de hablar. De la peregrinación anual a la cercana Virgen de la Guardia, por ejemplo: «Llevo a los cristianos en general, a los coptos sobre todo, pero máxima libertad para cada uno. Y también a los chicos les pedimos el respeto hacia todos, como enseña la Iglesia…». Y esa mirada que nace de la fe del padre Mario: «Nada partió de una idea. La cárcel, vía del Pré, todo esto… De hecho yo tenía otra cosa en la cabeza. Pero se está a lo que sucede. Este es el mayor descubrimiento de estos años. Yo respondo como soy capaz. Sin darle vueltas. No tengo deudas. Y no las dejaré. Hay benefactores, la Providencia, y los amigos, nuevos y viejos. Como él…».
Otro Mario, que vive un poco más arriba. Aparca el coche, y en seguida hablan en dialecto de los buenos tiempos. La iglesia, «que las ventanas las hemos puesto nosotros». Y después los festivales, para recoger el dinero para el Santuario: «Venían a comer tres mil personas al día». Hoy los chicos de la comunidad van a menudo a verlo: «Este lugar era nuestro. Era nuestra “casa”», dice mirando la iglesia. «Todos lo cuidábamos. Pero ahora…» Muchos ya no están. Desde la ventanilla saluda a los chicos en la otra orilla. «Esta casa es también suya ahora».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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