Va al contenido

Huellas N.7, Julio/Agosto 2016

EUROPA

El secreto de esa flor

Fernando de Haro

Los derechos humanos y el error de la Ilustración. El miedo a perder y la desconfianza en dar. El antropólogo MIKEL AZURMENDI analiza la crisis de la Unión y explica qué tenemos que aprender de los «maestros jardineros»

Mikel Azurmendi es una rara avis, antropólogo laico, perseguido por la banda terrorista ETA, activista contra el nacionalismo excluyente, ha estudiado en profundidad el fenómeno de la inmigración en Francia y en España. Una de las mentes más lúcidas del panorama intelectual español, conserva una capacidad de sorpresa y una frescura difíciles de encontrar. En esta conversación con Huellas repasa el momento por el que atraviesa Europa y que él denomina como el «agotamiento del proyecto ilustrado», el reto del yihadismo, la crisis de los refugiados y el valor público de la experiencia religiosa. Y, naturalmente, la intervención del Papa Francisco en la entrega del Premio Carlomagno, con esa pregunta que considerada ahora, después del Brexit, adquiere un peso todavía mayor: «¿Qué te ha sucedido, Europa humanista, defensora de los derechos humanos, de la democracia y de la libertad?».

¿Qué eco suscita en usted esta pregunta?
Escuché decirlo al Papa y me sonó a lamento profético. Esa Europa que se mutiló gravemente a sí misma en dos sucesivas guerras mundiales muestra por doquier indicios inquietantes de nacionalismo, relativismo y nihilismo que hacen temer que alguna catástrofe pudiese acontecer de nuevo. Parece que nuestros valores fuesen mera cáscara y no contuviesen vida, vida buena, de esa que se obtiene al entregarla a los demás. Como europeos, lo queremos todo para nosotros, solo para nosotros. Europa ya no se insufla vida a sí misma porque no sabe insuflársela a los demás; no lo supo en la guerra de los Balcanes, tampoco en la de Ucrania. Ahora trata de que la explosiva situación humanitaria en Siria e Iraq tampoco le salpique. Sí, pobre Europa, pareció decir el Papa Francisco de manera muy similar al lúcido lamento intelectual de Stephan Zweig en El mundo de ayer.

Creo que esta crisis está relacionada con lo que usted llamó, hace tiempo, el «agotamiento del proyecto ilustrado». Hemos luchado en los dos últimos siglos y medio por mantener en pie una serie de valores y hemos llegado a la conclusión de que la tutela de los derechos es lo que puede ordenar nuestra convivencia. ¿Por qué asegura que ha sido insuficiente?
Los derechos humanos son un logro aunque hayan llegado demasiado tarde (1948) y hayan sido muy mal explicados. Pero su elasticidad conceptual es tal que nos está llevando a reclamar derechos en nombre de nuestros deseos. Así es como se desvela una vez más que “derechos humanos” es un concepto inventado para hacerles una cosmética a bastantes de nuestros sentimientos de vergüenza tras las dos masacres de las Guerras Mundiales y también para pasar por la lavadora compasiva nuestros deseos y dejarlos limpios. Sin embargo esta invención jurídica que es tan contemporánea se asienta únicamente sobre un concepto, el de subrayar aún más la autonomía del sujeto: el individuo es una isla defendida por todos lados por el mar, nadie le puede echar mano y ¡qué bien que haya solo mar en derredor! Creer en los derechos es una manera simple de querer que me dejen en paz, yo no me meto con nadie y que nadie se meta conmigo. Y, a la vez, de exigir al Estado lo que me venga en gana siempre que me venga bien. Aunque estén camuflados bajo cierto manto de ley natural o como emanación misteriosa del ser humano, únicamente se disfrutan cuando desde algún Estado de derecho son protegidos. Donde no existe Estado de derecho, no rigen los derechos humanos. ¿A qué sirve la ficción de decir que son universales, si ningún Estado de derecho irá a Iraq o a Siria o Nigeria o a Pakistán a defender a los miles de personas cuyos derechos son cada día pisoteados? Esta de “los derechos” es una muestra más, la última, del agotamiento del proyecto ilustrado, un proyecto que dislocó las reglas morales de los principios metafísicos de donde pendían. A partir de entonces defendemos nuestras reglas morales desde donde cada cual quiera hacerlo: desde sus deseos o bien desde sus sentimientos personales o bien desde los valores elegidos por cada cual para sí mismo.

¿Cuál ha sido su experiencia personal en este campo? Usted ha sufrido especialmente un nacionalismo intolerante y en no pocas ocasiones violento. Ante esa situación es lógico reclamar la tutela de un Estado de Derecho que imponga límites a los abusos y tutele la autonomía personal. De hecho, esa es la respuesta que Europa ofrece cuando se plantea un conflicto. ¿Por qué esa experiencia se le antoja ahora insuficiente?
Ahora me entero de que Europa ha defendido la autonomía personal de 845 asesinados por ETA, de 2.533 heridos graves de los que 709 son de gran invalidez, de 15.649 amenazados de muerte (desde 1969 a 2001) y de miles de exiliados forzosos a otros lugares de España o del extranjero. ¿Cree usted sinceramente que Europa defiende los derechos humanos vapuleados en el mundo? Mi experiencia me lleva a confiar en el Estado como garante de mis derechos, no porque defienda directa y específicamente los míos sino en cuanto tiene voluntad de perseguir a los malhechores y a las bandas terroristas. Francia protegió a la banda terrorista ETA durante decenas de años porque le venía bien marginar a España. ¿Se imagina usted que un Estado europeo apoyase hoy a los islamistas de la yihad para que en su territorio no actuasen? Pues eso sucedió aquí; sucedió con el PNV, a quien jamás atacó ETA, y sucedió en Cataluña tras el pacto entre ETA y Carod Rovira. ¿Qué hacían entonces las instituciones europeas? Lo mismo que actualmente hacen por defender a las chicas raptadas por Boko Haram o lo que hacen a favor de los cristianos perseguidos en tierras de islam: nada. Desengáñese usted de una vez, casi nadie está dispuesto a dar su propia vida o a jugarse durante años la mitad de su pensión o de su salario para que se respeten los derechos humanos en el mundo. Esos derechos tranquilizan mucho nuestra ánima porque dan seguridad a nuestros deseos... y a nuestro confort.

Sin duda una de las fuentes recientes de perplejidad con las que nos enfrentamos los europeos es la de sufrir un yihadismo nacido en nuestra tierra. Los atentados de París y de Bruselas son prueba de ello. Usted ha estudiado a fondo en España y en Francia el problema de la integración. ¿Qué relación hay entre este yihadismo y la falta de integración? Olivier Roy ha sostenido que se trata de la expresión de un nihilismo propio de la segunda generación de inmigrantes. ¿Coincide con él?
Es un hecho que la segunda y tercera generación de inmigrantes en Francia y Bélgica –magrebíes y turcos especialmente– se halla lastrada porque pide al Estado lo que nunca pidieron sus padres, tan llenos de agradecimiento y de obligación hacia el país de acogida (los hijos, en cambio, han aprendido a pedir derechos, justamente, y sus padres solo pedían trabajo y un trato digno). ¿Por qué no logran salir todos ellos de las grandes zonas suburbanas que fueron construidas para los obreros franceses, pero de las cuales hace ya veinte años que se marcharon? Lo hacen por estar más en familia y sentirse mejor en comunidad cultural y por ahorrar dinero. Pero son sus hijos quienes lo pagan. En la escuela primero, porque no siguen el ritmo escolar tan bien como el resto, y luego en el trabajo por causas que cada vez apuntan con más claridad a cierto recelo europeo en aceptar la igualdad de rango y de ascenso en el puesto de trabajo (existe en Francia una reciente encuesta de diez años de duración que lo prueba). Muchos de estos jóvenes de suburbios desconfían con razón de eso que llamamos “derechos humanos” y muchos otros se abandonan a la vida del menor esfuerzo y caen en la delincuencia. Parece que los yihadistas de esa generación segunda o tercera de inmigrantes musulmanes se encuentran en ese medio social de la delincuencia, sea en las prisiones o en los barrios, o del dolce fare niente o del trapicheo. Olivier Roy, un ex maoísta parisino que marchó en los 80 a Afganistán a entender la radicalización religiosa y luego, tras cuarenta años de residir en una balieue (en Dreux concretamente), ha estado en Oriente Medio, Turquía, Siria e Iraq y ha seguido atentamente las biografías de “nuestros” terroristas. Roy ha llegado a la hipótesis de que no es la radicalización del islam el quicio del yihadismo, sino la islamización de la radicalidad. O sea, una radicalidad juvenil no integrada en nuestro sistema, que luego vertería hacia el islam radicalizándolo. Sostiene que se da una radicalización de las jóvenes generaciones en las banlieues o zonas suburbanas de las ciudades o grandes ciudades-dormitorio. Lo que dice Roy es seguramente cierto, pero la cuestión es por qué caen precisamente en la yihad y no en una mafia cualquiera o se vuelven rastas o sufíes o qué se yo. Para mí que se hacen de la yihad porque hay un hecho cultural previo incontestable y es la islamización de la cultura musulmana, o sea una ideologización previa a nivel mundial.

¿Cómo responder a esta situación?
El nihilismo del que habla Roy en referencia a los franceses o belgas de segunda-tercera generación inmigrante no integrada socialmente, lo veo complementario del voluntarismode los derechos humanos de los bien integrados europeos en la buena sociedad. El nihilista rompe la baraja que se ha sacado de la manga el voluntarista. Ni uno ni otro creen en esa baraja. Pero una cosa es cierta: esa baraja no servirá para luchar contra la yihad. Necesitaremos otra arma ética que venga de la convicción que nos confieran unos valores impostergables y positivos configurados en prácticas de buen hacer. Al tiempo.

La integración nos lleva a considerar la cuestión del sentido. Hay un modo de entender la laicidad que privatiza forzosamente las cuestiones sobre el sentido de la vida, la muerte o la razón para estar juntos. Pero cada vez es más evidente que es una ilusión la imagen de una sociedad secular. De hecho, hay quien habla de una sociedad postsecular. ¿Puede ser el factor del sentido –sin renunciar a la gran conquista de la separación Iglesia-Estado– un “recurso” para mejorar la democracia de las sociedades plurales? ¿Puede ayudar a superar el fracaso de algunas fórmulas multiculturalitas?
Yo también creo que la laicidad (la francesa por antonomasia, pues estipula para las personas los valores de la République) está construida desde aquel error inicial de la Ilustración europea que separó el ámbito privado del público e invalidó los argumentos que valdrían para justificar el bien de una persona de los que pudiesen valer para el bien del conjunto de un país. Para una persona valdría lo que ella decidiese para sí; pero el común se regirá por principios de eficacia organizativa y gestión. La ética no tiene nada que ver con la administración pública, o sea, con la política; he ahí el fondo del laicismo. Creo que el recientísimo manifiesto del Printemps Républicain (presentado el 20 de marzo de 2016, ndr.), al que se han adherido centenares de intelectuales franceses de izquierdas, yerra apuntando a que el mal principal de Francia proviene de «l’irruption du fait religieux à l’école», yerra al suponer que el debate sobre los valores de la vida buena tenga que ser excluido de la educación pública, yerra cuando sostiene implícitamente que el bien común no tenga nada que ver con el bien personal. Yo defiendo a pies juntillas la democracia y únicamente desde ella veo que podríamos conferir racionalidad a la crítica de nuestro actual ethos. No se pueden abrir las escuelas al mercadillo de las religiones, pero sí a la religión, al hecho cultural intransferible que nos ha hecho ser como somos y discernir qué errores hay en ese camino y cómo hacerlos subsanables. ¡Anda si no se podría indagar desde niños en el sentido de la vida nada más que a partir de nuestra literatura occidental, comenzando por Homero y Hesíodo y siguiendo por la Biblia y el Gilgamesh! Cuán distinta sería la formación del niño si leyese la novela y los textos dramáticos desde el ángulo de considerar la existencia del otro en nuestras vidas, de un prójimo que te mira y te requiere «no me mates», como decía E. Levinas. Las fórmulas multiculturalistas son otra muestra más del fracaso de nuestra sociedad pues solamente vienen a enaltecer nuestro defecto mayor, el relativismo o creencia de que todos los valores valen lo mismo: dejémosles a los inmigrantes organizarse en guetos según sus costumbres nativas.

¿Cuál cree que es el origen de la actitud errática de Europa ante la llegada de refugiados?
No lo sé, el miedo tal vez. El miedo a perder lo que tenemos, nuestra desconfianza en dar, el desasosiego de la caridad. Hoy ya no pensamos que la vida que tenemos es puro don, pura contingencia originada en unos antepasados que lo dieron todo por sus hijos pero también por los demás. Hoy ya no tenemos hijos, ¿cómo vamos a admitir en casa a extranjeros que no tienen nada? Yo he sido refugiado político en Francia desde 1967 hasta 1976. Yo se lo debo todo a mis padres y maestros pero, sin la acogida de Francia, no sería quien soy. Me dio un trabajo y la posibilidad de ir a la universidad. Me dio amigos y libertad. Poder viajar libremente y pensar y escribir. Mi hijo nació y vivió en París. Un refugiado político de Iraq, de Siria o de donde fuere es uno como yo y tiene hijos como tengo yo. Nuestra ciudadanía no se ha enterado todavía de que vive de un regalo, en un festín que no ha merecido porque todavía ella no ha dado casi nada a ningún otro.

En los debates da la sensación de que el proyecto común se ha sustituido por un tecnicismo económico.
Así es. La tecnolatría matutina del economista de turno o del sociólogo de guardia les hace rebosar de contento al poder inundar las ondas. Estamos rodeados de necios que, cuando se les muere un hijo, enloquecen porque no saben qué significa morir; pero que, cuando se hunden países enteros del tercer mundo con sus niños y madres desangrados, ellos juegan a la Bolsa o escriben artículos con muchos cuadros numéricos... porque no saben vivir.

Usted ha asegurado que «Europa necesita llamar de nuevo al jardinero por si recuperamos el secreto de esa flor». ¿Qué significa llamar de nuevo al jardinero? 
Cierta vez, alguien muy semejante a usted en el modo de interrogarme quiso saber qué pensaba yo de la Iglesia, cuya labor tan útil había sido para que nuestra civilización llegase a un cierto nivel de autoconciencia. ¿Debería ser excluida la Iglesia una vez que su mensaje hubiera sido alcanzado? Yo le respondí bastante crípticamente, lo reconozco. Dije más o menos que si un jardinero inventase un esqueje de flor maravillosa y la hiciese germinar en un terreno abonado, nadie medianamente sano a quien le maravillase aquella flor arrinconaría al jardinero y lo expulsaría del jardín. Por eso añadí que «Europa necesita llamar de nuevo al jardinero por si recuperamos el secreto de esa flor». Quise decir que la Iglesia sabe ahora de cultivar flores mucho más que cuando inventó aquella prístina porque ha ido mejorando mucho su técnica jardinera. Si aquella flor significaba la autoconciencia, o sea, la valoración de la persona por sí misma, era así porque la persona aporta al mundo algo que no existiría sin ella; si la verdad de la autoconciencia es la vida misma, es cada una de las vidas humanas, una a una todas las vidas, entonces a la Iglesia deberemos reconocerle ese magisterio. Y, por lo tanto, deberíamos aprender a conversar con los maestros jardineros del pasado eclesial, con aquellos que fueron ensayando distintos protocolos y especímenes hasta inventar ese maravilloso ejemplar de flor. Quería decir que es estúpido cortar con la tradición que nos ha “traído” hasta aquí (tradición viene de la voz latina tradere, entregar, poner en manos de otros) pues sería muy conveniente indagar en cómo operaban aquellos maestros y qué les conducía a jardinear de tal manera y no de tal otra.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página