Cada martes reparten alimentos. Ayudan a todo el mundo. Cuando se cumplen dos meses de los atentados del 22 de marzo, pasamos un día con la pequeña comunidad religiosa franciscana que vive en medio de los inmigrantes. Y se ocupa del «vacío» de los jóvenes, con la oración y la vida
“Seigneur, fais de moi...
un instrumento de tu Paz.
Donde hay odio, que yo lleve Amor,
donde hay ofensa, lleve Perdón...”.
Un joven australiano con hábito franciscano, cuerda en la cintura, zapatos de tenis, en lugar de las acostumbras sandalias de los hermanos menores, y un altavoz colgado al hombro, guía el rezo de la oración de san Francisco de Asís por la paz. Una muchedumbre de gente de toda raza, pueblo y religión, silabea en voz baja, con corazón sincero, esas pobres, extraordinarias palabras, leyéndolas en un papelito que se acaba de entregar. A ojo de buen cubero, serán unas ciento cincuenta personas, en una calle del centro de una Bruselas que sigue aturdida por las matanzas terroristas del 22 de marzo y, sin embargo, ya está anestesiada por la rutina y la distracción. Estoy aquí porque un grupito de frailes, franciscanos todos, reparte comida a los necesitados cada martes. En la acera forman una cola de unos cincuenta metros, ordenados, bien juntos, sin levantar la voz ni ensuciar, como conviene en una ciudad donde incluso los caminos del Parque Real dibujan con masónica precisión la escuadra y el compás, es decir, señalan las reglas del orden constituido. Nos encontramos a dos pasos de la elegantísima Gran Place, pero también a un tiro de piedra del barrio de mala fama, el barrio musulmán de Molenbeek. Esta misma calle, la rue d’Artois, está habitada en su mayoría por árabes norteafricanos, además de por nuestros frailes.
Desde el día del atentado cada martes la oración de san Francisco resuena aquí, entre estas casas. Pobres y desarmadas, pero extraordinarias, se elevan estas palabras de misericordia. Es la respuesta a la violencia ciega, más eficaz que cualquier plan estratégico, cifra inconfundible de una presencia original. «Desde que rezamos juntos, se percibe que ha cambiado el clima entre estas personas. Antes, no faltaban actitudes duras, pretensiones; ahora existe una mayor serenidad y un cierto sentido de hermandad», dice el hermano Jack, el australiano. La gente entra y se pone en la cola debajo de un pórtico; pasa delante de las largas mesas repletas de alimentos que los voluntarios distribuyen; acercan sus bolsas de la compra como brazos implorantes, mientras una sonrisa abierta e intensa, cosa rara de encontrar por estos lares, busca tu mirada. Jack cede la cesta del pan al hermano Giuseppe, y se abre paso en medio del patio para atender a un pequeño que una de esas madres ha dejado en el cochecito: si se tercia, baby sitter en lugar de voluntario que reparte alimentos. Luego se entretiene con unos y con otros, en compañía o en conversaciones privadas. Yamila se confía con él, dice que, después de los sangrientos atentados, se avergüenza de ser islámica. Jack le asegura que el Señor es un Dios de amor y que la Iglesia acoge a todos los hombres de buena voluntad. Yamila se reconforta. Para ella la Iglesia son estos frailes y estos rostros.
A los que se acercan aquí les bastan diez minutos para sentirse acogidos. «No tienen ni dinero ni mujeres», comenta el anciano Ibrahim, egipcio, «y, sin embargo, son felices». Fátima, ¿te gusta venir aquí? «Esta es la casa de Dios», responde la joven marroquí.
Vida extrema. La “casa de Dios” es esta comunidad de seis frailes menores conventuales que, hace tres años, se instaló aquí por expreso deseo del general de la orden. «En la misa dominical no había más que treinta personas, hoy acuden unas cuatrocientas», asegura Mariangela Fontanini, que lleva veinte años en Bruselas con su familia. Los frailes son hombres jóvenes o en el pleno vigor de la madurez. Vienen de distintos países y de experiencias a veces difíciles o extremas, ciertamente no de un pasado cómodo e indoloro. Estos Seis Magníficos saben muy bien qué es lo humano, conocen sus heridas y contradicciones. Y han experimentado la caricia del Nazareno.
Valga por todos la historia de Daniel Marie, 59 años, francés, el superior de la comunidad (ver apartado). Nacido en 1957 en una familia católica burguesa, en los años setenta Daniel primero elige la militancia comunista movido por un ideal de justicia, luego abandona la fe que le resulta inútil; sexo libre con las compañeras, expropiación proletaria y acaba en un robo a mano armada. De los porros, pasa a la heroína. «Quiero dar testimonio de las mirabilia Dei, lo que Él ha obrado en mi vida de pecador», dice con sencillez. Sus hermanos de religión no tienen a las espaldas vidas tan extremas como la suya, pero algunos casi. Jack, nuestro australiano, no robó a mano armada, pero pasó por todo lo demás.
La casa de Dios de los Seis Magníficos no es solo un convento y un centro de ayuda que distribuye comida. Es un punto vivo que sabe dialogar con todo el mundo y ofrecer a todos la propuesta cristiana. Era precisamente lo que el general de la orden quería: «Crear una nueva presencia de vida franciscana, una presencia fresca en el corazón de Europa». Es justamente el tipo de presencia que atrae a todos, ofreciendo una hipótesis de camino para los jóvenes y reconfortando a todo el mundo, también a los musulmanes.
Foreign fighters. “Los lobitos de san Francisco” son los niños de 6 a 12 años que se inician en el conocimiento de Jesús, en los Sacramentos y en el comienzo de la vida cristiana. Los chicos entre 13 y 17 años son invitados a participar en la experiencia cristiana bajo el nombre de “Los heraldos del Gran Rey”. Para los jóvenes adultos (18-30 años) se organizan los “Fines de semana de san Antonio”, encuentros mensuales dedicados a profundizar en la fe, la oración, la confesión y a preparar algunas peregrinaciones. A los jóvenes y a los adultos se les propone también las “Grandes Cordadas”, momentos mensuales de encuentro y de oración para experimentar las “entrañas de misericordia” de Dios por cada hombre, según las intenciones del Año Santo proclamado por el Papa Francisco. Semejante mosaico de propuestas congrega a centenares de personas. Feel Good es un grupo rock de jóvenes amigos del convento, que una vez al mes dan conciertos abiertos al público que se proponen como una forma de oración.
Además de las actividades organizadas, está la vida cotidiana del todo imprevisible. Jack con el carrito; o frère Daniel, o uno de sus socios que te puedes encontrar a las tres de la madrugada en lugares poco recomendables hablando desenvueltamente de las heridas de la vida y de la caricia de Jesús con unos tipos de armas tomar... Europeos ateos o musulmanes magrebíes, ¿qué diferencia hay?
Bélgica es la mayor cantera europea, en porcentaje, de foreign fighters (combatientes extranjeros, ndt.). Casi 500, es decir, 40 por cada millón de habitantes. El doble o triple que otros países europeos. Se trata en su mayoría de jóvenes de tercera y cuarta generación, nacidos y crecidos en la misma Bélgica, hace veinte, máximo treinta años. Los jóvenes terroristas se nutren de droga y alcohol más que de Corán. La frustración social los deprime y el nihilismo irreligioso reinante acaba por vaciarlos del todo. No cuentan con ningún tipo de respuesta ante las preguntas acerca de «quién soy, por qué sufro, qué pinto yo en este mundo». Difícil decir que todo el problema nace en casa del islam. Sin duda surge también en nuestra casa occidental, laica y europea.
¿Un ejemplo? Salah Abdellah, arrestado en su habitación en Molenbeek, 79 rue des Quatre Vents. Un palacete que no está nada mal, propiedad –¡mira tú por dónde!– del ayuntamiento: «Lo conocían todos: un delincuente común de barrio, que nunca pisó una mezquita, líder de un grupo de camellos», declara un joven del barrio. «Muchos chicos», argumenta otro, «partieron para luchar con el Isis porque nadie se ocupó verdaderamente de ellos, hasta que unos fanáticos se interesaron por ellos, les brindaron la ilusión de existir, de ser por fin alguien». Poniendo en sus manos un kalashnikov, en su cartera dólares y en torno a su cintura explosivos. Pero aquel vacío interior, aquel sentirse un don nadie, les une a los demás jóvenes, belgas y europeos.
La diferencia. Volvamos al convento. Tisana de los frailes en compañía, después del reparto de comida y antes de rezar las vísperas. Christell es una chica de unos 20 años, con unas grandes gafas y la piel negra. Durante mucho tiempo ha estado buscando un grupo de oración o una experiencia espiritual que la ayudara. «¿Qué es lo que te empujó a venir aquí?». «Sentía que me faltaba algo en la vida. Me encontraba vacía, estaba necesitada». Al final me sumé a la propuesta de los franciscanos dirigida a los jóvenes. «¿Por qué ellos? ¿Qué viste de diferente?». «Algo me tocó hasta el fondo. Fue algo así como un milagro de Jesús, que me abrió el entendimiento y el corazón. No sé decirlo mejor». Alguien se interesó por ella, alguien ocupó su vacío con una propuesta y una compañía, no con un kalashnikov.
Benjamín, 24 años, es francés. Acaba de repartir jamón y galletas. Explica que decidió pasar un tiempo compartiendo la vida de la comunidad de los frailes. Viene de la misma ciudad que Daniel Marie y lo conocía desde que era un niño; se le quedó grabado y, al cabo de muchos años, fue a buscarle. «¿Por qué le buscaste después de tanto tiempo?». «Porque me encontraba dans la merde. Mis padres se habían separado. Vivía con mi padre, que estaba enfermo y era alcohólico. Caí en la droga y me sumí en una depresión. El único que podía sacarme del pozo era Daniel Marie. Vine aquí, con él, y para mí fue como encontrar a Cristo en persona».
En el fondo la diferencia entre un Salah y una Christell o un Benjamín, reside en buena parte en esto: en quién han encontrado.
TESTIGOS
El retorno de Daniel
La historia del superior del convento. De vástago de buena familia a la droga y los robos a mano armada. Hasta que ciertas palabras…
Daniel Marie, francés, es un vástago de buena familia. En su juventud se adhiere a la Liga comunista revolucionaria («mis raíces eran cristianas, amaba de verdad a los demás y buscaba la justicia, pero sin tener un norte»). Jesucristo acaba pareciéndole inútil y abstracto. La entrega de panfletos, las manifestaciones, los palos y las barras. Los compañeros para la militancia, las compañeras para el sexo. Todo esto era su día a día. Empieza a fumar hachís. El dinero se lo procura robando a mano armada en los bancos. Buscado por la policía, huye a Italia. Se ha quedado sin nada. En Génova duerme por las noches en el banco de un parque. «No sé cómo, el Espíritu Santo suscitó en mí un pensamiento luminoso: Daniel, ahora estás realmente solo. Entendí que todos los mensajes de la sociedad de consumo se habían desvanecido para mí: estatus, dinero, mujeres, compañeros... Y ahora, ¿qué puedo hacer conmigo? Ese fue el comienzo de la liberación». Mirabilia. «En Florencia dormí sobre unos cartones en la calle. Pensé en el suicidio. Estoy vivo gracias a haber podido decir a alguien: padre mío». Mirabilia, una vez más. En Milán, va casa por casa vendiendo productos ilegales de imitación. «Los italianos sabían perfectamente que eran baratijas, pero compraban igualmente. Intercambiaban dos palabras conmigo. De esta manera me salvaron la vida, porque implícitamente me decían: ¡tú existes!».
El giro decisivo se produjo en Umbría. «Daniel –me dije– te falta todo. Pero en la casa de tu padre tenías todo lo que ahora te falta». «Me encontré en los labios las mismas palabras de la parábola del Hijo pródigo; pero esa parábola era yo; en ese momento, ni siquiera la recordaba. Y el Padre me contestó: “Daniel, ¿quieres un trabajo? Vete allá”».
“Allá” es la casa de un cultivador de tabaco, que le ofrece un techo y un empleo. «Aquella casa era la providencia. Para mí Dios era aquella casa. Pero el Espíritu me sugirió una palabra, un deseo: Eterno. Abrí la Biblia al azar. Leí. “Yo soy el camino, la verdad, la vida”. Yo soy. He aquí la respuesta que esperaba desde lo Eterno. Después de diez años, volví a Misa. Una lástima de celebrante y fieles, pero para mí fue la Misa más hermosa del mundo».
Más tarde Daniel siente el deseo de «pasar un tiempo de convivencia en un monasterio». Un amigo comecuras y experto en ocultismo, alucinado, le encuentra el teléfono de unos monjes expertos en grafología. De este primer encuentro hasta la decisión de hacerse fraile, habría un montón de cosas más que contar. Solo dos apuntes. El primero: «Vi que los frailes eran hombres al fin y al cabo, hombres como yo, ¡hombres normales!». ¿Y entonces? «Comprendí que lo que estaba buscando estaba en la compañía con ellos».
(M.V.)
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