AL PARAÍSO SE ENTRA SONRIENDO
Todavía con el corazón encogido por el dolor ante la reciente muerte de mi padre, después de año y medio de lucha contra el cáncer, me sorprendo lleno de paz, serenidad y hasta con cierto sentimiento de agradecimiento por lo que he podido aprender en todo este tiempo. Esta cruel enfermedad ha sido la ocasión para crecer en humanidad, pues me ha permitido recuperar muchas cosas que con el tiempo había perdido en la relación con mis padres. Recuperar esa mirada de ternura, de respeto, de amor o de agradecimiento hacia mi padre (que uno llega a olvidar con la adolescencia) o hacia mi madre, su fiel cuidadora, tiene un precio infinito. Pero puestos a destacar el mayor de los regalos vino en las últimas semanas antes de su marcha, donde alternó casa y hospital. Una semana antes de su muerte ofrecí a mi padre recibir el sacramento de la unción de enfermos, no sin dificultad y vergüenza. Mi sorpresa fue mayúscula pues él, que no era especialmente devoto, accedió alegremente y no solo tomó el sacramento de la unción sino que se confesó (unas cuantas decenas de años después de la última vez), comulgó y ganó la indulgencia plenaria. Días después supe que había llorado de emoción al recibir la misericordia de Dios y, como me dijo él, «se había quedado más tranquilo». Y el último gran regalo vino con su último aliento. Después de un día muy agitado, con una respiración forzadísima y medio sedado, ante las palabras de mi madre que le decía que se fuera tranquilo, que su vida se había cumplido, que su madre le esperaba al “otro lado”, que no tuviera miedo, que no le iba a dejar solo hasta que estuviera allí; agarrado de mi mano y de la de mi hermano, nos dejó de la forma más bella de todas: apagándose poco a poco y con una sonrisa al final. Al paraíso se entra sonriendo y así me lo enseñó mi padre. Gracias papá.
Manolo, Coslada / Madrid (España)
YO Y EL FONDO COMÚNCuando me apunté a la Fraternidad pasaba por un momento difícil de mi vida. Probablemente, inscribirme me dio fuerzas y esperanza para poder mirar más allá de mi fracaso. Después la vida siguió adelante y caí en la rutina, en el formalismo: estaba apuntada en la Fraternidad, también participaba en un grupo, por lo tanto, todo estaba “en orden”. No sé desde hace cuántos años no pago el fondo común o si alguna vez lo hice. Sin embargo, todos los años, al final de los Ejercicios cuando se nos pide regularizar nuestra situación respecto al fondo común, en ese momento me siento reclamada, aunque después siempre pasaba a segundo plano. Con el tiempo, dejé mi primer grupo de Fraternidad y estuve varios años en el limbo. Como si todo diera lo mismo, como si me pudiese olvidar de mi experiencia y la cosa no fuera conmigo. Pero el movimiento es la única posibilidad de vida verdadera que he encontrado, que me hace mirarme a mí misma con la ternura con la que Otro me ha mirado y me está mirando ahora. Por eso, ha llegado a ser indispensable para mí que la Fraternidad siga existiendo y yo quiero, con mi pequeña contribución, sostenerla. Y quiero aprender a quererla como ella me ama mí, aprovechando este gesto educativo para mí. Y, además, quiero decir que para mí es un gesto de gratitud hacia alguien que, respetando totalmente mi libertad, ha estado allí todos estos años con los brazos abiertos y dispuesto a volver a abrazarme. Lo primero que quiero hacer por lo tanto es pedir perdón por mi ausencia durante este largo, larguísimo tiempo. Y la segunda es volver a empezar a dar mes a mes mi aportación.
Carta firmada
In memoriam
FERNANDO PRADES SÁNCHEZ
Queridos amigos: Rodeado de su mujer e hijos, tras una larga vida, ha fallecido hoy Fernando Prades, padre de nuestro queridísimo amigo Javier.
Nos unimos al dolor de su madre y sus hermanos, pidiendo al Señor que Fernando goce del descanso eterno en el abrazo de la Misericordia, y que sostenga a su familia en el dolor por la pérdida de un ser tan querido.
Pedimos a la Virgen que a nuestro Javier y a sus familiares se les conceda vivir la misma experiencia de don Giussani, tal como él la relata:
«“Volverás a verle. No solo no lo has perdido, sino que está más cerca de ti que antes”. Es lo que percibí por primera vez, nítidamente, caminando tras el féretro de mi pobre padre. En un momento dado lo entendí: “Estás más presente que antes. Ahora estás mucho más presente que antes, ahora me ves, me descubres, me lees, ¡ayúdame!”. Desde entonces he hablado siempre así con mi padre, muchas veces con vergüenza, pero siempre con certeza».
Estaremos eternamente agradecidos a Fernando por habernos dado, junto con su mujer, a un amigo que, habiendo vivido una relación tan intensa con don Giussani, nos ha permitido y nos permite también hoy identificarnos con el carisma de aquel que nos ha introducido en una experiencia incomparable del vivir.
Un querido saludo.
Julián Carrón
EL DIOS DE LAS SORPRESAS
Trabajo como médico y actualmente me encuentro realizando mi formación como Psiquiatra en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Dentro de mi formación del segundo año, debo pasar por Unidades de Hospitalización psiquiátrica de corta estadía. En marzo, tuve la ocasión de conocer a un chico de 17 años. Su situación es compleja, ingresa para una desintoxicación por una adicción a drogas que arrastra desde ya hace un tiempo. A pesar de lo difícil de su situación, fue sorprendente ver cómo su sentido religioso se encontraba más despierto que el mío propio. Tener la oportunidad de conocerlo ha sido revelador, he podido ver cómo el corazón del hombre siempre pide algo más y cómo la realidad por sí sola no basta para satisfacer todo aquello que deseamos. En mi acercamiento inicialmente formal hacia él, me reveló que el corazón del hombre está lleno de preguntas que nos lanzan a la búsqueda del sentido último de las cosas. Recuerdo con sorpresa, ternura y gratitud varias de nuestras conversaciones. En una de ellas “mi objetivo” era evaluar el grado de desesperanza en el contenido de su relato. Este chico, ante la pregunta: «¿Cómo te imaginas en 5 años?», me responde con una simpleza que me desarma: «No sé cómo, pero lo que más quiero es ser feliz». Podría haberme respondido de tantas maneras, sin embargo su respuesta, «Quiero ser feliz», me desarmó porque reflejaba el mismo deseo que llevamos todos dentro: «Quiero ser feliz, no sé de qué forma Señor, no sé de qué manera, Tú dirás el cómo, pero yo quiero ser feliz». En una de las primeras reuniones con sus padres, estos señalan con gran preocupación el hecho de que este chico fuese siempre tan disconforme, el padre lo señala abiertamente «nunca está satisfecho». ¿Pero no es acaso realista desear siempre el infinito, buscar siempre el más allá? Don Giussani lo señala muy bien en su libro Los jóvenes y el ideal, lo insaciable es señal de nuestro destino. En otra ocasión, en donde estaba evaluando aspectos de su identidad, en un momento dado me pregunta: «Y usted, doctora, ¿cómo se encontró a sí misma?». Fue inevitable nuevamente la sorpresa ante su pregunta, primero porque nunca le comenté a este chico en ninguna de nuestras conversaciones previas «que yo me había encontrado a mí misma» y ahora con más claridad pienso, ¿qué le hizo pensar a este chico que yo me había encontrado a mí misma? Su pregunta hizo que le dijera qué es lo que define mi persona, mi fe en Cristo, y se iniciara una conversación en donde él se interesara por saber cómo me convertí, qué fue lo que hizo que yo creyera. Se comienza a dar una relación que va más allá de la relación médico paciente, surge una relación humana, una relación marcada por el afecto profundo hacia este chico y que nace del reconocimiento de su deseo y el mío de felicidad. El afecto experimentado, el deseo de querer ayudarlo y la gratitud por conocerlo, me hacen mirar mi propia historia. Me hacen recordar que a mis 17 años para mí la realidad tampoco bastaba tal y como estaba hecha y al igual que él mi corazón también buscaba respuestas. Nace el deseo de que conozca a Cristo. Surge así la idea de regalarle ese libro de don Giussani, el primero que leí cuando conocí el Movimiento, Los jóvenes y el ideal. Es la primera vez que surge en mí este deseo, nunca antes había experimentado la urgencia de querer transmitirle a un paciente que las exigencias de su corazón son justas y sí tienen respuesta, solo basta no censurarlas, sino mirarlas hasta el fondo, sin miedo, y pedir la gracia de que emerja la Gran respuesta. Luego de los permisos correspondientes, a mi supervisor y a los padres de este chico, le obsequio el libro el día en que es dado de alta después de completar poco más de un mes internado. ¡Qué alegría y sorpresa ver que la relación con mis pacientes puede ser distinta, qué grande el deseo de que sea siempre así! Que el corazón del otro siempre me remita a Otro, me remita a la Gran respuesta. Mayor fue mi sorpresa cuando a las dos semanas del alta, la madre de este chico me escribe para compartir conmigo la alegría que experimentó al ver que su hijo después de meses retomaba el colegio, me dice: «Estaba radiante, leyó tu libro, gracias por tu afecto y confianza. Un abrazo».
Magdalena, Santiago de Chile
EL ABRAZO DE CRISTO
Desde hace tiempo sentía la necesidad de implicarme con seriedad en la caritativa. Por fin fui con Lulú a la casa de las Misioneras de la Caridad, en Santa Fe. Mientras íbamos de camino me explicó que normalmente se le daba de comer a niñas con discapacidad y eventualmente se apoyaba en alguna que otra tarea adicional. Lulú me hizo notar que acudimos a la caritativa para reconocer que el destino de estas niñas y el nuestro depende del Señor y que tanto ellas como nosotros somos parte de su Misterio. Cuando llegamos Susana ya nos esperaba y los tres hicimos oración antes de empezar el gesto. La oración llena todo de sentido, ya que no somos una ONG ni ciudadanos altruistas, sino que acudimos a la caritativa porque en la vida nos ha ocurrido algo grande y bello que precede a toda acción y en ello toda acción tiene su meta. Después de la oración acudimos a la cocina, donde las hermanas y un grupo de cocineras terminaban de preparar la comida. En una habitación contigua estaban las niñas en sus sillas de ruedas y una de ellas en una cama. Todas tenían algún tipo de deformación de nacimiento y casi ninguna articulaba palabra. Nos miraron al entrar y alcancé a ver emoción en los rostros de algunas. Las hermanas nos pidieron que las sacáramos al patio para darles de comer. Una a una las llevamos hasta un espacio techado en donde ya estaba lista una mesa; luego me pidieron que llevara las ollas con la comida. Las hermanas nos indicaron a quién debíamos dar de comer. Yo estuve con una niña cuya espalda y extremidades están encorvadas, era como un bebé y me acordé de mis hijos pequeños al darles de comer la sopa, el agua y el ate. Ella no podía fijar su mirada, pero yo si la miraba a ella y me preguntaba un poco como el Papa se preguntó en su visita a Ciudad Juárez frente a los presos: «Dios mío, ¿por qué ellas y no yo? ¿Por qué ellas tienen estos límites? ¿Por qué las has hecho tan dependientes?». Al final recordé las palabras de Lulú: esto es un misterio, pero no solo ellas lo son, sino también nosotros mismos. Yo mismo tengo tantos límites, yo mismo estoy tan necesitado de Su amor y de Su misericordia. Mientras dábamos de comer a una chica –un poco adulta, me parece– me tomó de la mano y me abrazó por la cintura desde su silla de ruedas, sin poder levantarse. Ella estaba contenta solamente con sentir mi presencia. Dentro de mí pensaba: «No soy yo el que te abraza, es Cristo, quien quiere tomar mis brazos y mi cuerpo para abrazarte». A ella le bastaba ese gesto para ser feliz en ese momento y a mí también me bastó, para mí su abrazo también era portador de la presencia de Cristo, atravesado por el dolor corporal.
Víctor, México D.F.
La gratuidad de Dios
LA SORPRESA DE LA GRATUIDAD
La alienación de la libertad, iniciada en el momento en el que Eva y Adán arrancaron del jardín el único fruto que habrían podido pedir como don, se rompe en el momento en el que Dios entrega al hombre el fruto robado, en el momento en el que el hombre se encuentra entre las manos, como un don totalmente gratuito, aquello que se afanaba en obtener, aquello que se afanaba en sustraer; aquello que estás arrebatando con violencia y mentira de las manos de Dios, Él te lo da. La gratuidad de Dios no es solo un don: es el don que nunca tendríamos que haber recibido, el don que nunca hubiéramos merecido, el don que sería justo negarnos. La gratuidad es siempre una sorpresa, la sorpresa más grande que pueda existir. La gratuidad es la única sorpresa que pueda haber; tan es así que en todas las demás sorpresas –la sorpresa de la belleza, de la alegría, la sorpresa de la verdad, la sorpresa de la bondad– es siempre y esencialmente la gratuidad que nos sorprende, en sus múltiples reflejos. Una de las descripciones que más evocan la sorpresa de la gratuidad, justo en el momento en el que estás usando violencia, es la escena de Los Miserables de Víctor Hugo, en la que el protagonista, el ex presidiario Jean Valjean roba la plata al obispo Bienvenido. La única persona que lo ha acogido, la única persona que lo ha mirado con amor. Cuando los policías lo arrestan y lo conducen ante el obispo para que lo identifique y lo denuncie, este le dice: «¡Pero cómo! ¿Si también te había dicho que te llevaras los candelabros de plata… por qué no has cogido también la cubertería?». Es ahí cuando nace la sorpresa de Jean Valjean: abre los ojos y mira al venerable obispo con una expresión que ningún idioma humano podría describir. No hay lenguaje humano capaz de expresar con palabras la experiencia de gratuidad, la sorpresa de la gratuidad que te abre los ojos, que te abre la mirada. Pero el obispo no le deja marchar sin ofrecerle un juicio cierto, que pueda acompañar a la libertad de este hombre embrutecido tras diecinueve años de injustos trabajos forzados y trabajar en su conciencia: «Jean Valjean, hermano mío, tú ya no perteneces más al mal, sino al bien. Es tu alma la que adquiero; la sustraigo a los pensamientos oscuros y al espíritu de perdición y la doy a Dios». No basta una experiencia fuerte de gratuidad, es necesario un juicio que provoque la libertad a una nueva conciencia de sí, a un trabajo. Pero también el juicio cierto resulta insuficiente. Y el obispo, que lo sabe, ofrece para siempre a este hombre su compañía, su familiaridad: «¡Jean Valjean, hermano mío!». En otras palabras lo acoge en su vida, lo adopta, y esta acogida, esta adopción paternal, es a la vez experiencia sorprendente de gratuidad y juicio de verdad que provoca a la libertad a crecer. Si alguien no te acoge, si no te ofrece una compañía, una paternidad, la sorpresa de la gratuidad se convierte en un recuerdo nostálgico, como si hubiese sido un sueño bonito. En cambio, si se te ofrece una compañía, la gratuidad permanece y madura en la pertenencia, en una pertenencia que es para siempre, que te libera y que culmina en el destino último de la vida: «sustraigo (vuestra alma) a los pensamientos oscuros y al espíritu de perdición y la doy a Dios». Esto no quiere decir que uno se convierta de repente, que uno cambie inmediatamente. Víctor Hugo, que no era un gran ejemplo de santidad, justo después de esta escena de encuentro intenso con la gratuidad del obispo, describe la caída de Jean Valjean, en la más mezquina y absurda apropiación indebida que se pueda imaginar: roba una moneda a un pobre niño mendigo, él que tiene en su bolsa toda la plata donada por el obispo. Justamente, este estrellarse con su absurda y mezquina sed de apropiación es lo que hace nacer en él, finalmente, la fuente del arrepentimiento, las lágrimas, la sed de perdón, la sed de aquella gratuidad que no solo te da oro y plata, sino la misericordia de Dios. Tras una noche de delirio y lágrimas desesperadas, la escena se cierra con un Jean Valjean arrodillado ante la puerta de la casa del obispo, como el hijo pródigo, que vuelve finalmente a mendigar el perdón del padre. Solo a partir de ese momento se convierte en un hombre nuevo. Un hombre que entrega toda su vida, al igual que el obispo, en la gratuidad que lo ha generado. No hay nada más grande que la gratuidad, la gratuidad no puede producir más que gratuidad. Existe la posibilidad de que la gratuidad de Dios se haga gratuidad nuestra, que la gratuidad de la que somos objeto llegue a ser la gratuidad de la que seamos sujetos, es decir, que la gratuidad de Dios fecunde nuestra libertad.
P. Mauro Lepori
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