Desde los años cincuenta hasta hoy la experiencia de la CARITATIVA implica a miles de personas en todo el mundo. En España como en Kazajistán o en Francia, en los barrios populares, las residencias, las calles o las cárceles, «para aprender la ley de la vida»
«Entre el final de 1957 y el comienzo del 1958 chicos y chicas de Gioventú Studentesca de Milán empezaron a ir todas las semanas a la «Bassa», una extensa área rural en la zona sur de Milán. Era un gesto imponente que cada domingo implicaba a centenares de bachilleres», como escribe Alberto Savorana en la biografía Luigi Giussani. Su vida, relatando los comienzos de GS. Una foto en blanco y negro de esos años muestra a aquellos jóvenes, algunos de ellos con chaqueta y corbata, que juegan con los niños en el campo. La imagen fija unos rostros alegres, interesados por los otros. No resolvían los miles de problemas de aquellos chiquillos, pero compartían su vida con ellos. Don Giussani decía que «interesarnos por los demás es una exigencia original y natural; prueba de ello es que la tenemos antes aún de ser conscientes de ella y de considerarla –justamente– como una ley de la existencia. Vivir es compartir. La ley de la vida es la caridad». Este es el origen de la acción caritativa, de un gesto que abre de par en par el corazón y lo dispone a educarse en compartir la propia vida con los demás.
«Desde entonces, miles de personas en Italia y en todo el mundo se educan en ella para aprender que la ley de la existencia es la gratuidad a imitación de Cristo», continúa la biografía de don Giussani. Hoy en la pantalla del ordenador discurren las imágenes provenientes de las cuatro esquinas del mundo que ponen de manifiesto la misma exigencia de compartir y la misma alegría. Además de las zonas rurales, hay residencias de ancianos, parroquias, cárceles, comedores para los pobres y mucho más.
Pero ¿por qué después de 50 años este gesto sigue siendo fundamental? O mejor: ¿qué es lo que sorprende a quien lo hace, tanto que «para vivir, ya no puedo renunciar a ello»? Y ¿qué podemos aprender de la caritativa en este Año de la Misericordia?
Queremos contar algunas sencillas experiencias que a los 16, 20 ó 60 años, permiten que la ternura de Dios se concrete para multitud de personas. El rostro de la Misericordia se asoma a nuestra vida, «se nos muestra como cercanía y ternura, pero en virtud de ello también como compasión y capacidad de compartir, como consolación y perdón. Es algo que quema el corazón y lo estimula a amar», dijo recientemente el Papa Francisco en la Vigilia de la Divina Misericordia.
El cielo estrellado. Siete de la tarde, plaza de la Libertad, en Florencia. Micaela se acerca a un indigente que trata de resguardarse del frío intenso. Le pregunta: «¿Cómo estás?». Y el hombre, tosiendo fuerte: «Fenomenal, porque ¿has visto qué cielo estrellado?». Micaela levanta la mirada: el cielo está cuajado de estrellas. «En medio de tanto asco me dijo que mirara algo tan bello, algo de lo que yo ni siquiera me había dado cuenta». Micaela, tercer año de enfermería, junto con 15 amigos universitarios se acerca cada 15 días a colaborar con la comunidad de San Egidio que trabaja con los sintecho. Preparan unas bolsas de comida y botellas de agua y se los llevan en dos turnos a los que viven en las calles o en las plazas de la ciudad. Cuenta Francesca: «Siempre tienen muchas preguntas. Quieren saber quién eres, qué haces. Tienes la impresión de que más que la comida lo que les importa eres tú. Los amigos de la comunidad nos invitan a recordar sus nombres, porque es muy importante que estas personas te reconozcan. En sus rostros ves la felicidad por cualquier detalle; y también la desesperación y el llanto porque le roban un cartón que le servía de lecho. Ves las emociones más sencillas ante las cosas más banales».
La primera vez Giulio se peleó con seis kilos de cebollas. «Seguimos lo que nos dicen». Una noche conoce a un chico. «Estaba tan feliz que yo, que no entendía por qué, le pregunté. Y él: “Todos los días debo hacer cuentas con el frío, el hambre, las riñas, y cuando me duermo espero volver a ver el día. Después me despierto y veo que existo”. Estaba muy poco abrigado y le dejé mi chaqueta. Pensé en cuántas veces me levanto yo por la mañana con esta alegría. Después de estar con ellos, no das nada por supuesto, estás agradecido por lo que tienes y por lo que eres. Hacer la caritativa me ha cambiado la vida, incluso cuando le digo a mi novia: “Nos vemos mañana”».
Madrid e Hiroshima. Guillermo va cada quince días a la Plaza Mayor con sus amigos del CLU: «Leemos las directrices de la Caritativa, rezamos y empezamos a entregar comida caliente, hamburguesas y bebidas, formando una especie de cadena de montaje». Luego empiezan a cantar juntos y se acerca gente de todo pelaje, indigentes, curiosos y turistas: «Había un perroflauta –con perro y guitarra en vez de flauta– que se puso a tocar con nosotros sin mediar palabra. Dos chicas se pusieron a bailar sevillanas y dos mujeres que pasaban por allí se sumaron al baile. Cuando terminamos, me puse delante de todo el corro (que en gran parte era de curiosos y turistas) y les dije: “Muchos no nos conoceréis, pero nosotros venimos aquí para compartir la cena y un rato con los mendigos, en la medida de nuestras posibilidades. Y lo hacemos porque hemos conocido a Cristo. Ahora vamos a rezar un Gloria. Todo el que quiera que rece con nosotros”». Guillermo se muere de pudor y querría que se lo tragase la tierra, pero habla con voz alta y clara. Luego el canto The Auld Triangle resuena en las paredes de la plaza antes de que el grupo se disuelva.
En la otra punta del mundo, en Hiroshima (Japón), también Sako, 58 años, junto con unas 30 personas lleva cada miércoles pan y sopa a los indigentes. Todo empezó hace 20 años cuando el padre de Ambrogio Pisoni, un querido amigo suyo, le preguntó: «La caritativa es un gesto que nos enseña la gratuidad, ¿tú lo haces?». La pregunta suscitó la curiosidad de Sako: «Empecé a visitar a estas personas y desde entonces no he dejado de hacerlo. Es difícil entrar en relación con ellas. A veces tardo años en obtener unos monosílabos en respuesta a sencillas preguntas del tipo: “¿Qué tal?”. No buscan la relación, están como abandonados». Entonces, ¿por qué vuelve cada miércoles? «Permanecer fiel a este gesto puede parecer estéril, pero no lo es. Siempre me reta a preguntarme por qué lo hago; y lo hago por pura gratuidad. Esto lo aprendo cada miércoles». No es mera generosidad, es una verdadera educación en imitar a Dios que es la gratuidad absoluta para con el hombre.
«¿Quién os lo manda hacer?». «No perdáis el tiempo aquí, es mejor que os divirtáis», le dijo un guardia de la cárcel de Ferrara donde Nicola acude con sus amigos, los sábados, cada quince días. El capellán de la cárcel les pidió que ensayaran los cantos para la misa dominical con unos diez presos, en su mayoría extranjeros. Entre canto y canto, hablan, preguntan, comentan. La primera vez tenía cierto temor, luego «te das cuenta que son hombres como tú, que se han equivocado y pagan por ello; y que tú también te equivocas, pero has recibido inmerecidamente un don que ellos todavía no conocen». Durante dos años han preparado un viacrucis con algunos detenidos que viven en una sección separada y nunca entran en contacto con los demás presos. Al final uno de ellos les dio las gracias y les dijo: «Hay alguien que se acuerda de nosotros». Y Marcos pensó: «Yo también necesito que alguien me quiera gratuitamente, que alguien se acuerde de mí». Los detenidos cantan a grito pelado, como si estuvieran en un estadio. Para Vincenzo, licenciado en piano en el conservatorio, la música es estudio, búsqueda de perfección: «Pero, estando con ellos, me doy cuenta de que esto no basta; me han enseñado a ir a lo esencial de la música; con sus gritos han echado por tierra mis castillos de aire técnicamente perfectos. Al final, quien más ha ganado soy yo».
Y un millón de dolares. Dentro de la cárcel, el valor del tiempo cambia radicalmente, parece que no pasa nada y a la vez el tiempo tiende a vaciarse de contenido. «Para quien quiera, en la mesa de allí al fondo, tenéis algunos ejemplares de Huellas que os podéis llevar». Cuando Silvio lo anuncia, los presos aplauden y algunos en voz alta gritan: «¡Fantástico!». Es casi una ovación. Una vez al mes, un grupito de la comunidad de París prepara los cantos para la misa en la cárcel de Fleury-Mérogis, en la periferia de la capital. Llevan tres años haciéndolo. El tiempo para estar con los presos se limita a un puñado de minutos antes y después de la celebración. Algunos de ellos, en espera de juicio, no está dicho que sigan allí al mes siguiente. Surge la pregunta de qué se puede hacer en tan poco tiempo, de cómo se puede compartir la vida con ellos, compartir lo esencial, lo que vale tanto para quien está detrás de los barrotes como para los que están fuera. La respuesta se la encuentran entre manos: Huellas. Cada mes llevan a la cárcel algunas copias de la revista, incluso de años anteriores, en cinco idiomas distintos. Por un título, una portada o un artículo que les llama la atención, aquel tiempo limitado se dilata y se llena de preguntas y de contenido. Comenta Silvio: «Pensar que en aquel lugar alguien pueda leer el Página Uno, las cartas, el editorial, toda la riqueza de vida que expresa la revista, me cambia en primer lugar a mí. Es una ocasión fantástica para mostrar el deseo de infinito que está dentro y fuera de la cárcel». Hasta tal punto que, en un momento dado, un detenido pregunta: «¿Puedo llevarme alguna copia más? Me gustaría dársela a mi compañero de celda que no ha podido venir a misa».
El trabajo, todo lo que hay que organizar, los compromisos importantes. Para Andrea, responsable de AVSI en Nairobi, Kenia, el tiempo para la caritativa parecía realmente escasear. Pero, como todos la hacían, en un momento dado se sintió casi obligado y se apuntó a la caritativa con las hermanas de la madre Teresa de Calcuta, en un centro de minusválidos. Durante un tiempo se contentó con pelar patatas y limpiar, hasta que un día se queda mirando a una hermana que, con una paciencia infinita, da de comer a un chico con los brazos y las piernas paralizados. No puede quedarse en el umbral y se acerca, toma el cuenco y empieza a darle de comer. La hermana le susurra: «Está ciego. Acarícialo, así siente que estás aquí». Le acaricia delicadamente el rostro. «En ese momento pensé que ese chico estaba allí para mí, para que yo me acordara de Jesús».
Aquel día Andrea volvió a su casa con una alegría nueva, jamás experimentada. Ahora entiende por qué los amigos de la comunidad, que no tienen nada, un sábado al mes se levantan a las 5:00 de la mañana y hacen dos horas de viaje para estar con esas personas. El escritor Bruce Chatwin, viendo a la madre Teresa besar a un leproso, había dicho que él no lo hubiera hecho ni siquiera por un millón de dólares. Y ella había replicado: «Por un millón de dólares tampoco yo. Solo por Jesús».
La Bassa de finales de los años 50 no se ha agotado. Sigue viva hoy en los barrios populares de las ciudades donde los chicos, al igual que entonces, dan su tiempo por los demás. Por ejemplo, en Cagliari, donde cada domingo a las 7:45 Marinella llama a los chicos: «¿Estamos todos? Venga, que sale el autobús». A las 8:20 están en San Elia, un barrio popular de la ciudad. Desde enero, los bachilleres ayudan a las hermanas de la madre Teresa con los niños de la zona. «Chicos, ¡han llegado!», grita un chiquillo en cuanto los ve bajar del autobús. Los estaban esperando. Alex va a buscar a Francisco, que sufre problemas de autismo. María, en cuanto ve a Fátima en su silla de ruedas, se acerca y le dice: «Hoy me quedo contigo, te llevo yo». Los demás se dispersan por las calles, llamando a las puertas para que salgan los niños. Cada domingo aumenta el número de niños que se une al grupo; incluso alguna madre ha empezado a implicarse. Cantando atraviesan el barrio hasta llegar a la parroquia. Giuseppe saca los apuntes con los juegos que ha preparado durante la semana: «Ahora nos repartimos en dos equipos». Juegan con pasión hasta la hora de la misa, luego todos a la iglesia. Los parroquianos nunca la han visto tan repleta. A la hora de comer están en casa. Al despedirse, uno de ellos le dice a Marinella: «Estoy feliz. Me siento más yo mismo, no sé cómo explicártelo. He aprendido algo importante para mí».
Radiografía. Es algo que recibes gratuitamente y que no puedes guardar para ti. En una parroquia de Reggio Calabria los chicos del CLU, los universitarios de CL, llevan cinco años dando catequesis a los chicos de primaria y secundaria. Y el domingo por la mañana ayudan en la parroquia con los juegos, así luego vienen todos a misa. Fue el padre Pietro Sergi quien se lo propuso. Lorena tenía 13 años cuando el padre Pietro le dio a conocer el movimiento y hoy cuenta: «Dar catequesis es como devolver el abrazo y la mirada que recibí yo y que no puedo guardar para mí». Es un descubrimiento fascinante que le lleva incluso a decir: «Esto es lo que quiero hacer en la vida». Por eso ha dejado los estudios de Arquitectura y se ha apuntado a Ciencias de la Educación. «Los chicos te hacen la radiografía. Registran lo que les dices y cómo estás con ellos. Si perciben que lo tuyo es solo un discurso cortan en seco la relación. Es un bonito desafío abierto», explica Martina. No falta la creatividad. Durante una reunión, Marco pone dos vídeos: uno sobre la creación y otro sobre los chicos que juegan. Cuando las luces se encienden, Francesca, 11 años, una niña que nunca está quieta, se acerca a Martina y le dice: «Entendido. Nosotros somos la mayor maravilla del mundo». Maravilla contagiosa que pasa de uno en uno, de persona a persona, porque responder a la necesidad del otro genera sintonías inesperadas.
Suena el móvil. Giulia, 22 años, universitaria, mira la pantalla. Número desconocido. Y piensa: «Es ella, Ada», la colega de su madre que el día anterior entró en el despacho rompiendo a llorar desesperada por una tragedia familiar. Su madre solo pudo decirle: «Te dejo el número de mi hija, llámala y vete adonde va ella». Por la noche, su madre le contó lo que había pasado y le explicó que, hace tiempo, Ada le dijo que le hubiera gustado ayudar a unos niños: «Le conté lo que hacéis tú y tus amigos en la caritativa con las Hermanas de la Caridad de la calle Martinengo. Por eso le dije que te llamara. Tú puedes ayudarla, como me ayudas a mí». Giulia responde al teléfono, se ponen de acuerdo para quedar a comer e ir juntas a la caritativa.
Dos veces. En el metro, antes de llegar a su destino, Ada le dice a Giulia: «Sé que son chicos problemáticos, espero hacerlo bien. Sabes, me siento siempre tan insegura». «No te preocupes, quédate a mi lado». Al final de la tarde, Giulia le pregunta si quiere volver y ella: «Sí, aunque todavía dudo si quedarme con los chicos de primaria o de secundaria». La semana siguiente, siguen una cerca de la otra, pero esta vez, al cabo de unos minutos, Ada toma las riendas de la situación y empieza a explicar la asignatura. A la vuelta, Giulia pregunta: «¿Has decidido con quién quieres quedarte?». «Sabes, me gustaría hacer caritativa con ambos: una vez con los de primaria y otra con los de secundaria». Unos días después, la madre de Giulia comenta: «Ada parece otra, ha vuelto a nacer, tiene otra sonrisa en la cara».
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón