En el volumen recientemente publicado Por medio de la fe. Doctrina de la justificación y experiencia de Dios en la predicación de la Iglesia, editado por el jesuita Daniele Libanori, se incluyen las actas de un congreso teológico que se llevó a cabo en Roma en octubre del año pasado. En esa sede, el arzobispo Georg Gänswein leyó el texto de una entrevista a Joseph Ratzinger del teólogo jesuita Jacques Servais sobre «qué es la fe y cómo se llega a creer». En esa entrevista Benedicto XVI citó a su sucesor y habló generosamente sobre la misericordia
Santidad, el tema de este año como parte de las jornadas de estudio (8-10 de octubre de 2015) promovida por el Rectorado de Jesús en Roma es el de la justificación por la fe. El último volumen de sus Obras Completas (GS IV) pone de relieve su declaración firme: «La fe cristiana no es una idea, sino una vida». Comentando la famosa afirmación paulina (Rm 3,28), usted ha hablado, en este sentido, de una doble trascendencia: «La fe es un regalo para los creyentes comunicada a través de la comunidad, que a su vez es el resultado de un regalo de Dios». ¿Podría explicar lo que quería decir con esa declaración, teniendo en cuenta, por supuesto, el hecho de que el objetivo de estos días es aclarar la teología pastoral y vivificar la experiencia espiritual de los fieles?
Esta es la pregunta: qué es la fe y cómo se llega a creer. Por un lado la fe es un contacto profundamente personal con Dios, que me toca en mi tejido más íntimo y me pone frente al Dios vivo con absoluta inmediatez para que yo pueda hablarle, amarlo y entrar en comunión con él. Pero al mismo tiempo, esta realidad tan personal se relaciona inseparablemente con la comunidad: forma parte de la esencia de la fe introducirme en el “nosotros” como hijos de Dios, en la comunidad peregrina de hermanos y hermanas. La fe deriva de la escucha (fides ex auditu), tal y como nos enseña san Pablo.
La escucha a su vez implica siempre una compañía. La fe no es un producto de la reflexión ni tampoco es tratar de penetrar en las profundidades de mi ser. Ambas cosas pueden estar presentes, pero siguen siendo insuficientes sin la escucha, mediante la cual Dios, desde fuera, a partir de una historia que él mismo ha creado, me interpela. Para que yo pueda creer necesito testigos que hayan encontrado a Dios y lo hagan accesible para mí. La Iglesia no se ha hecho a sí misma, fue creada por Dios y se forma continuamente por Él. Esto encuentra su expresión en los sacramentos, sobre todo en el del Bautismo: yo no entro en la Iglesia mediante un acto burocrático, sino mediante el Sacramento. Y esto equivale a decir que yo soy recibido en una comunidad que no tiene su origen en sí misma y que se proyecta más allá de sí misma.
La pastoral que tiene como objetivo formar la experiencia espiritual de los fieles debe proceder a partir de estos datos fundamentales. Es necesario que abandone la idea de una Iglesia que se produce a sí misma y debe resaltar que la Iglesia se convierte en una comunidad en la comunión con el cuerpo de Cristo. Debe introducir al encuentro con Jesucristo y llevar a Su presencia en el sacramento.
Cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, al comentar la Declaración conjunta de la Iglesia católica y la Federación Luterana Mundial sobre la Doctrina de la Justificación, de 31 de octubre de 1999, señaló una diferencia de mentalidad respecto a Lutero y a la cuestión de la salvación y de la beatitud tal y como él lo exponía. La experiencia religiosa de Lutero estaba dominada por el terror ante la ira de Dios, un sentimiento bastante ajeno al hombre moderno, marcado más bien por la ausencia de Dios (basta leer su artículo escrito para la revista Communio en 2000). Para el hombre de hoy el problema no es tanto asegurarse la vida eterna, sino más bien garantizarse un cierto equilibrio de vida plenamente humana en las precarias condiciones de nuestro mundo. ¿La doctrina de Pablo de la justificación por la fe, en este nuevo contexto, puede alcanzar la “experiencia” religiosa o por lo menos la experiencia “elemental” de nuestros contemporáneos?
En primer lugar quiero destacar una vez más lo que escribí en Communio sobre la cuestión de la justificación. Para el hombre de hoy, en comparación con el tiempo de Lutero y la perspectiva clásica de la fe cristiana, las cosas son a la inversa, es decir, ya no es el hombre el que cree que necesita la justificación ante Dios, sino que sería Dios el que estaría obligado a justificarse ante el hombre por todas las cosas horribles que existen en el mundo y frente a la miseria humana, todos hechos que en última instancia dependen de él.
En este sentido, me parece significativo el hecho de que un teólogo católico asuma de manera directa y formal tal inversión: Cristo no habría sufrido por los pecados de los hombres, sino que más bien, por así decirlo, habría cancelado la culpabilidad de Dios. Aunque de momento la mayor parte de los cristianos no compartan un cambio tan drástico de nuestra fe, podemos decir que todo esto hace emerger una tendencia subyacente de nuestro tiempo.
Cuando Johann Baptist Metz sostiene que la teología de hoy debe ser «sensible a la teodicea» (theodizeeempfindlich), pone de manifiesto el mismo problema de una manera positiva. Incluso prescindiendo de una radical contestación de la visión eclesial de la relación entre Dios y el hombre, el hombre de hoy tiene una sensación genérica de que Dios no puede dejar que la mayor parte de la humanidad caiga en la perdición. En este sentido, la preocupación por la salvación típica de hace un tiempo casi ha desaparecido.
Sin embargo, en mi opinión, sigue existiendo, aunque de manera distinta, la percepción de que nosotros necesitamos la gracia y el perdón. Para mí es un “signo de los tiempos” que la idea de la misericordia de Dios sea cada vez más central y dominante (a partir de Sor Faustina, cuyas visiones, de muchas maneras, reflejan profundamente la imagen de Dios propia del hombre de hoy y su deseo de la bondad divina). El Papa Juan Pablo II estaba profundamente impregnado de ese impulso, aunque esto no siempre emergía de forma explícita.
Pero ciertamente no es por casualidad que su último libro, que vio la luz inmediatamente antes de su muerte, hable de la misericordia de Dios. A partir de las experiencias en las que desde los primeros años de vida constató toda la crueldad de los hombres, él afirma que la misericordia es la única, verdadera y última reacción eficaz contra la potencia del mal.
Solo donde hay misericordia acaba la crueldad, acaban el mal y la violencia. El Papa Francisco se encuentra completamente en sintonía con esta línea. Su práctica pastoral se expresa en el hecho de que continuamente nos habla de la misericordia de Dios. Es la misericordia lo que nos mueve hacia Dios, mientras que la justicia nos espanta. En mi opinión, esto pone de manifiesto que, bajo capa de seguridad en sí mismo y en su justicia, el hombre de hoy esconde un profundo conocimiento de sus heridas y de su indignidad ante Dios. Él está esperando la misericordia.
Ciertamente no es ninguna casualidad que la parábola del buen samaritano resulte particularmente atractiva para nuestros contemporáneos. Y no solo porque en ella se subraya fuertemente la dimensión social de la existencia cristiana, ni solo porque en ella el samaritano, el hombre no religioso, frente a los representantes de la religión, aparece, por decirlo así, como uno que actúa de manera verdaderamente conforme a Dios, mientras que los representantes oficiales de la religión se muestran, por decirlo así, inmunes a la relación con Dios.
Está claro que esto gusta al hombre moderno. Sin embargo, me parece también importante que los hombres en su interior esperen que el samaritano acuda en su ayuda, que se incline sobre ellos, derrame aceite sobre las heridas, los cuide y los ponga a salvo. En última instancia, ellos saben que necesitan la misericordia de Dios y su delicadeza.
En la dureza del mundo de la técnica en el que los sentimientos ya no cuentan nada, aumenta la espera de un amor salvífico que se entregue gratuitamente. Me parece que en el tema de la misericordia divina se expresa de manera nueva lo que significa la justificación por la fe. A partir de la misericordia de Dios, que todos buscamos, es posible incluso en el presente interpretar desde el principio el núcleo fundamental de la doctrina de la justificación y mostrarlo en toda su relevancia.
Cuando Anselmo dice que el Cristo tenía que morir en la cruz para reparar la ofensa infinita que se había hecho a Dios, y así restablecer el orden quebrantado, utiliza un lenguaje difícilmente aceptable por el hombre moderno (cfr. Gs 215.ss iv). Hablando de esta manera, se corre el riesgo de proyectar [en] sobre Dios la imagen de un Dios de ira, presa de la ira ante el pecado del hombre, a partir de [un estado afectivo] sentimientos de violencia y de agresividad comparables con los que podemos experimentar nosotros mismos. ¿Cómo es posible hablar de la justicia de Dios sin arriesgarnos a socavar la certeza, así establecida entre los fieles, de que el Dios de los cristianos es un Dios «rico en misericordia» (Ef 2, 4)?
Hoy las categorías conceptuales de san Anselmo se han convertido para nosotros en incomprensibles. Es nuestra tarea intentar comprender de nuevo la verdad que se oculta detrás de esta forma de expresarse. Por mi parte ofrezco tres puntos de vista sobre esta cuestión:
a) La contraposición entre el Padre, que insiste de manera absoluta en la justicia, y el Hijo que obedece al Padre y obediente acepta la cruel exigencia de la justicia, no solo es incomprensible hoy en día, sino que, desde la teología trinitaria, es en sí totalmente equivocada. El Padre y el Hijo son uno y por lo tanto su voluntad es una ab intrínseco. Cuando el Hijo en el huerto de los olivos lucha con la voluntad del Padre no es porque debe aceptar para sí una cruel disposición de Dios, sino más bien porque debe atraer a la humanidad al interior de la voluntad de Dios. Tendremos que volver de nuevo, más adelante, a la relación de las dos voluntades del Padre y del Hijo.
b) ¿Por qué entonces la cruz y la expiación? De alguna manera, hoy en día, en las contorsiones del pensamiento moderno que hemos mencionado anteriormente, la respuesta a estas preguntas se puede formular de una manera nueva. Pongámonos frente a la increíble cantidad de mal, de violencia, de mentira, de odio, de crueldad y de soberbia que infectan y arruinan el mundo entero. Esta masa de mal no puede ser simplemente declarada inexistente, ni siquiera por parte de Dios. Debe ser depurada, reelaborada y superada. El antiguo Israel estaba convencido de que el sacrificio cotidiano por los pecados y sobre todo la gran liturgia del Día de la Expiación (Yom-Kipur) eran necesarias como un contrapeso a la masa del mal en el mundo y que solo a través de esos reequilibrios el mundo podría, por así decirlo, ser soportable. Una vez desaparecidos los sacrificios en el templo, surgió la pregunta de qué se podía contraponer a las superiores potencias del mal, de qué manera encontrar algún contrapeso. Los cristianos sabían que el templo destruido fue reemplazado por el cuerpo resucitado del Señor crucificado y que en su amor inconmensurable y radical se había establecido un contrapeso a la presencia inconmensurable del mal. De hecho, sabían que las ofrendas presentadas hasta entonces solo podían ser concebidas como expresión del anhelo por un contrapeso real. También sabían que frente al poder excesivo de mal solo sería suficiente un amor infinito, una expiación infinita. Sabían que el Cristo crucificado y resucitado es un poder que puede contrarrestar el poder del mal y salvar el mundo. Y sobre esta base podían comprender incluso el significado de su sufrimiento integrado en el amor sufriente de Cristo y como parte de la fuerza redentora de tal amor. Arriba he citado a aquel teólogo para el cual Dios tuvo que sufrir por sus culpas respecto al mundo; ahora, dado este vuelco de la perspectiva, surge la siguiente verdad: Dios simplemente no puede dejar como está la masa del mal que deriva de la libertad que Él mismo ha concedido. Solo Él, llegando a ser parte del sufrimiento del mundo, puede redimir al mundo.
c) Sobre esta base se hace más comprensible la relación entre el Padre y el Hijo. Volviendo al argumento tratado en un pasaje del libro de De Lubac sobre Orígenes que me parece muy claro: «El Redentor entró en el mundo por compasión hacia la humanidad. Él tomó sobre sí nuestras pasiones antes de ser crucificado, de hecho, incluso antes de abajarse y asumir nuestra carne: si no lo hubiera experimentado antes no hubiese venido a participar de nuestra vida humana. Pero ¿cuál fue este sufrimiento que soportó con antelación por nosotros? Fue la pasión del amor. Pero el mismo Padre, el Dios del universo, el que rebosa de indulgencia, paciencia, misericordia y compasión sobreabundante, también él ¿no sufrió en un cierto sentido?“Y en el desierto, donde has visto que el Señor, tu Dios, te llevaba, como un padre lleva a su hijo, a lo largo de todo el camino que habéis recorrido hasta llegar a este lugar” (Deuteronomio 1, 31). Dios toma sobre sí al hombre, toma nuestros hábitos como el Hijo de Dios tomó sobre sí nuestros sufrimientos. ¡El Padre mismo no está exento de pasión! Si se le invoca, entonces Él conoce la misericordia y compasión, siente un sufrimiento de amor (Homilías sobre Ezequiel 6, 6)».
En algunas zonas de Alemania hubo una devoción muy conmovedora que contemplaba die Not Gottes (la pobreza de Dios). Por mi parte, esto hace pasar ante mis ojos una imagen impresionante que representa al Padre sufriendo, que comparte interiormente como Padre el sufrimiento del Hijo. Y también la imagen del «trono de la gracia» es parte de esta devoción: el Padre sostiene la cruz y al crucificado, se inclina con amor sobre el Hijo y, por otro lado, está por así decir junto a Él en la cruz. De este modo grandioso y puro se percibe allí lo que significa la misericordia de Dios y la participación de Dios en el sufrimiento del hombre. No se trata de una justicia cruel, ni del fanatismo del Padre, sino de la verdad y la realidad de la creación: de la verdadera e íntima superación del mal que en un último análisis se puede realizar solo en el sufrimiento del amor.
En los Ejercicios Espirituales, Ignacio de Loyola no utiliza las imágenes del Antiguo Testamento de venganza, en contraposición a Pablo (como se muestra en la segunda carta a los Tesalonicenses); sin embargo, él nos invita a contemplar cómo los hombres, hasta la Encarnación, «descendían a los infiernos» y a considerar el ejemplo de «muchos otros que han acabado con muchos menos pecados de los que yo mismo he cometido». Es en este espíritu que san Francisco Javier vivió su trabajo pastoral, convencido de haber intentado salvar del terrible destino de la condena eterna a tantos “infieles” como fuera posible. ¿Se puede decir que en este punto, en las últimas décadas, ha habido una especie de “desarrollo del dogma” que el Catecismo definitivamente debe tener en cuenta?
No cabe duda de que nos enfrentamos en este momento a una profunda evolución del dogma. Mientras los Padres y teólogos de la Edad Media podían pensar que sustancialmente todo el género humano se había convertido al catolicismo y que el paganismo había quedado reducido a un fenómeno marginal, el descubrimiento del Nuevo Mundo al comienzo de la era moderna cambió radicalmente las perspectivas.
En la segunda mitad del siglo pasado, se afirmó plenamente la conciencia de que Dios no puede dejar que todos los no bautizados acaben en la condenación eterna y que una felicidad puramente natural para ellos no representa una respuesta real a la cuestión de la existencia humana.
Si bien es cierto que los grandes misioneros del siglo XVI todavía estaban convencidos de que los no bautizados están condenados para siempre –lo cual explica su compromiso misionero–, en la Iglesia Católica después del Vaticano II tal convicción fue finalmente abandonada. A partir de esto, surgió una profunda doble crisis. Por un lado, esto parece quitar cualquier motivación para un futuro compromiso misionero. ¿Por qué deberíamos tratar de convencer a la gente para aceptar la fe cristiana cuando pueden salvarse sin ella? Pero también para los cristianos surgió un problema: se volvió incierta y problemática la obligatoriedad de la fe y de su forma de vida.
Si alguien se puede salvar también de otras formas, al final deja de ser evidente por qué el cristiano está vinculado a las exigencias de la fe cristiana y de su moral. Y si la fe y la salvación ya no son interdependientes, la fe en último término resulta injustificada.
Últimamente se han formulado varios intentos con el fin de reconciliar la necesidad universal de la fe cristiana con la posibilidad de salvarse sin ella. Recuerdo dos: primero, la conocida tesis de los cristianos anónimos de Karl Rahner. Donde se afirma que el acto base esencial de la existencia cristiana, que resulta decisivo para la salvación, en la estructura trascendental de nuestra conciencia, consiste en la apertura hacia el Otro, hacia la unidad con Dios. La fe cristiana habría hecho aflorar a la conciencia lo que es estructural en el hombre como tal. Así que cuando el hombre se acepta en su ser esencial, cumple con la esencia de ser cristiano sin saberlo de una manera conceptual. El cristiano coincide pues con lo humano y en este sentido es cristiano todo hombre que se acepta a sí mismo, aunque él no lo sepa. Es sin duda una teoría fascinante, pero reduce el cristianismo a una pura presentación consciente de lo que el ser humano es en sí y, por lo tanto, vacía el drama del cambio y de la renovación que es central en el cristianismo.
Aún menos aceptable es la solución propuesta por las teorías pluralistas de la religión, para las cuales todas las religiones, cada una a su manera, serían vías de salvación y en este sentido en sus efectos deben considerarse equivalentes. La clase de crítica de la religión que ejercen el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y la Iglesia primitiva es esencialmente más realista, concreta y verdadera en el examen de las diversas religiones. La recepción de una solución tan simplista no es proporcional a la magnitud del problema.
Recordemos por último, en especial, a Henri de Lubac y con él algunos otros teólogos que han dotado de vigor al concepto de sustitución vicaria. Para ellos, la proexistencia de Cristo sería expresión de la figura fundamental de la existencia cristiana y de la Iglesia como tal. Es cierto que el problema no está completamente resuelto, pero me parece que esta es en realidad la intuición fundamental que también toca la existencia del cristiano individual.
Cristo, en cuanto único, era y es para todos los cristianos, que en la grandiosa imagen de Pablo constituyen su cuerpo en este mundo, participando de su “ser-para”. Los cristianos, por así decirlo, no lo son para sí mismos, sino, con Cristo, para los demás. Esto no significa una especie de pase especial para entrar en la beatitud eterna, sino la vocación de construir el conjunto, el todo.
Lo que el ser humano necesita para la salvación es la íntima apertura a Dios, la íntima expectativa y la adhesión a Él. Y esto significa, en otra dirección, que junto al Señor –con quien nos hemos encontrado– caminamos hacia los demás y tratamos de hacer visible el advenimiento de Dios en Cristo.
Es posible explicar este “ser-para” también de manera algo más abstracta. Es importante para la humanidad que exista en ella verdad, que esta sea creída y practicada. Que haya alguien que sufra por ella. Que haya alguien que ame. Estas realidades penetran con su luz en el interior del mundo en cuanto tal y lo sostienen. Yo pienso que en la presente situación se hace cada vez más claro y comprensible para nosotros lo que el Señor dijo a Abrahán, es decir, que diez justos serían suficientes para salvar la ciudad, pero que esta se destruye a sí misma si carece tan siquiera de este pequeño número. Está claro que debemos reflexionar todavía sobre toda la cuestión.
A los ojos de muchos “laicos”, marcados por el ateísmo de los siglos XIX y XX, usted ha hecho notar que es más bien Dios –si existe– que no el hombre quien debe responder de la injusticia, del sufrimiento de los inocentes, del cinismo del poder al que estamos asistiendo, impotentes, en el mundo y en la historia universal (ver Spe Salvi, n 42). En su libro Jesús de Nazaret, se hace eco de lo que para ellos –y para nosotros– es un escándalo: «la realidad de la injusticia, del mal, no puede ser simplemente ignorada, simplemente apartada a un lado. Debe absolutamente ser superada y vencida. Solo así hay realmente misericordia» (Jesús de Nazaret, III, 153, citando a 2 Timoteo 2, 13). ¿Es el sacramento de la confesión uno de los lugares en los que se puede realizar una “reparación” del mal cometido, y en qué sentido?
Ya he tratado de exponer en su totalidad los puntos principales relacionados con este problema respondiendo a la tercera cuestión. El contrapeso al dominio del mal puede consistir, en primer lugar, solo en el amor divino-humano de Jesucristo, que siempre es mayor que cualquier posible poder del mal. Pero es necesario que nosotros nos insertemos en esta respuesta que Dios nos da a través de Jesucristo. Aunque el individuo sea responsable de un fragmento del mal y, por tanto, sea cómplice de su poder, junto a Cristo puede aún «completar lo que falta a sus padecimientos» (cfr. Col 1, 24).
El sacramento de la penitencia tiene, sin duda, un papel importante en este campo. Esto significa que nosotros siempre podemos ser moldeados y transformados por Cristo y así pasar continuamente de la parte del que destruye a la del que salva.
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