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Huellas N.4, Abril 2016

ANIVERSARIO 1 / William Shakespeare


The quality of mercy

Fabrizio Sinisi

Los cuatrocientos años de la muerte del Bardo caen en medio del Jubileo. Una afortunada coincidencia, ya que la relación entre justicia y misericordia constituye uno de sus temas centrales. Preguntádselo a Shylock. O a Próspero

El mercader de Venecia, primera escena del cuarto acto. Está a punto de celebrarse un juicio. La historia es conocida. Basanio, noble veneciano que ha malgastado su caudal, pide al rico mercader Antonio, amigo suyo, tres mil ducados para poder continuar dignamente su noviazgo con la rica heredera Porcia, que vive en Belmonte. Confiado en los buenos resultados de sus comercios de ultramar, Antonio acepta el trato del usurero Shylock: si la cantidad prestada no es pagada el día fijado, éste tendrá derecho a tomarse una libra de carne del cuerpo de Antonio. Las naves de Antonio se hunden y el dinero previsto no llega. Antonio no puede pagar su deuda y Shylock exige inflexiblemente lo pactado. La ley de Venecia está de su parte, pues se estipuló un contrato en toda regla, aunque imprudente. Shylock odia a Antonio, que lo ha humillado en distintas ocasiones y ya no quiere aceptar su dinero. Exige «justicia». Emerge aquí la primera connotación de la justicia: la de no ser un dato previo, ni una condición, sino una respuesta a una petición. Nadie puede obtenerla por sí mismo. Es necesario que alguien la conceda o, al menos, la consienta. Shylock lo sabe muy bien. Tomarse una libra de la carne de Antonio sin el consentimiento de la República sería pura violencia; pero, si la Ley está de su parte, dejará de ser pura venganza y será «justicia». «Este es el problema», diría el personaje de otra obra del mismo autor.
Se celebra este año el cuarto centenario de la muerte de William Shakespeare. Se hablará mucho de ello, y justamente, tratándose del poeta que –junto a Dante, Cervantes y Dostoievski– constituye el epicentro de la literatura occidental. La ulterior y afortunada coincidencia es que este centenario coincide con el Año de la Misericordia y con el Jubileo extraordinario. Se trata de una coincidencia muy significativa, si pensamos en cómo Shakespeare amaba reflexionar acerca de la misericordia, hasta el punto de hacer de ella uno de sus temas recurrentes más emblemáticos y misteriosos. La gran escena del juicio en el cuarto acto de El mercader de Venecia no es más que un ejemplo del interés que el poeta inglés mostró por estas preguntas: ¿qué es la justicia? ¿Qué relación guarda con la misericordia?

La dulce lluvia. Analizamos los datos. Cuando los amigos de Antonio piden a Shylock que tenga piedad, renuncie a la condición estipulada y acepte el dinero, no le piden que renuncie a la justicia, sino que ceda ante una justicia “más alta y más perfecta”. «Todo el mundo piensa –y yo también–», le dice el Dux, «que has llevado tu malicia a este extremo sólo para hacer gala de una piedad y un remordimiento aún más raros que tu extraña y aparente crueldad». Pero Shylock no quiere nada más que «justicia»: solo pide que se respete el «contrato». Para Shylock, Justicia y Ley coinciden, sin contar con lo que estas conlleven: «Yo no puedo ni quiero dar otra razón de esta ruinosa causa que sigo contra Antonio sino una cierta aversión, un odio íntimo que siento hacia él».
Hay una lógica perversa pero absolutamente férrea en esta actitud de Shylock: ha sufrido un mal que ahora pretende devolver. Al mal se responde con el mal, a la fuerza con la fuerza: en esto consiste para él el privilegio de estar de parte del Derecho. Y es una lógica, a su manera, “natural”. «Caso igual sería», dice Antonio tratando de convencer a Shylock para que perdone, «situaros en la playa y decirle al mar que aminorase la altura de sus mareas». La naturaleza es brutal, la naturaleza es mecánica, la naturaleza es despiadada. Y lo mismo debe ser la Ley. Puede parecer paradójico, pero Shylock encarna una idea de justicia que también el hombre actual tiende a considerar perfecta: la justicia que confía a la Ley su funcionamiento automático, dejando fuera al hombre, la justicia que no sufre la contaminación de lo humano.
Será luego la intervención de Baltasar, doctor en Leyes (en realidad Porcia travestida) la que apele al argumento extremo y crucial: «The quality of mercy», «el carácter de la misericordia». En efecto, la misericordia es el único, verdadero gran interlocutor de una justicia que no logra “bastarse a sí misma”: «El carácter de la clemencia es de no ser forzada; cae como la dulce lluvia del cielo sobre la tierra, que está debajo. Ella produce un doble bien: el bien del que la ejerce y el bien del que la recibe. En el poder es el poder más grande. Al entronizado monarca le hace más favor que su corona». La misericordia, sostiene Porcia, es la misma cualidad divina que irrumpe entre los hombres para llevar a plenitud sus intentos de justicia: «La clemencia está por encima de esta dominación del cetro, tiene su trono en el corazón de los reyes, es uno de los atributos del mismo Dios; y el poder terreno más se aproxima al divino cuando la misericordia tempera el derecho. Así, judío, aunque sea justicia lo que pides, reflexiona esto: que de la legal prosecución ninguno de nosotros reportará el bien. Rogamos por alcanzar misericordia y este mismo ruego debe enseñarnos a ejercitar actos de clemencia».
He aquí por qué la misericordia es a la vez humana y divina: trae origen de lo divino, pero los hombres no dejan de desearla. La misericordia es nuestra sola esperanza, así como nuestra sola maestra. El cortocircuito de significado que Shakespeare escenifica aquí es espléndido: obrar con misericordia es lo que nos enseña a pedirla; y a la inversa, pedir misericordia es lo que nos hace capaces de ejercerla. Si no reconociéramos que estamos necesitados, la misericordia no existiría, ni encontraría lugar en los estatutos humanos. La raíz de la misericordia humana está en Dios y se manifiesta en la revolución que Cristo introduce en la historia. Isabella, otro personaje de Shakespeare, nos lo recuerda en la obra Medida por medida: «Todas las almas que han sido fueron al mismo tiempo condenadas, y Aquel que así podría guardarlas encontró el remedio. ¿Qué ocurriría si el Juez Supremo os juzgara ahora por lo que sois? Pensad en ello. La compasión saldrá de vuestros labios como de un hombre nuevo».

Próspero y Antonio. La misericordia fue una cuestión decisiva para Shakespeare. Lo demuestra el hecho de que su última obra, La tempestad –que los críticos consideran su “testamento”– culmina precisamente con este tema. Próspero, duque de Milán, es víctima de un complot urdido por su hermano Antonio que lo exilia, junto a su hija Miranda, en una isla deshabitada. Aquí, durante largos años, Próspero aprende las artes de la magia y construye escrupulosamente un plan para vengarse. Mientras, Antonio naufraga en la isla junto con el rey de Nápoles y su tripulación. Sin embargo, en el momento de llevar a cabo su venganza, Próspero da un vuelco radical y descoloca todas las cartas decidiendo por el perdón: «Me vencerá el desaliento si no me alivia algún rezo tan sentido que emocione al cielo y excuse errores. Igual que por pecar rogáis clemencia, libéreme también vuestra indulgencia».
Es la misma petición del Mercader, pero llevada hasta su raíz última: el perdón no pertenece al hombre, aunque, al mismo tiempo, no puede dejar de pasar por él. Se trata de una distinción que Shakespeare conserva de manera muy clara. La misericordia es una prerrogativa divina, pero necesita del hombre para actuarse en una carne humana y en la historia. Nadie puede obligar a Shylock a tener piedad. Nadie puede obligar al público –al mismo mundo– a ser clemente, a perdonar a Próspero su furia. Pero en el momento del perdón, en aquel «rezo tan sentido» acontece la libertad.
Peter Brook, uno de los mayores directores de las obras del Bardo, en un ensayo, The quality of mercy: reflections on Shakespeare (Nick Hern, 2013), se interroga así: «Existen el orden y el caos. Existen el poder y la renuncia al poder. Existen el orgullo y la humildad... Sin embargo todas estas oposiciones carecen de algo en el fondo. ¿Hay algo que pueda abrazarlas? Más allá de la oposición, que en sí misma podría seguir indefinidamente (porque una oposición sigue siendo una forma dinámica y no puede superar este nivel que le es propio), ¿qué es lo que falta para que esta constante oposición, en la que se apoya toda la vida tal como la conocemos, pueda ser transformada?».

Un callejón sin salida. Llega un momento, dice Brook, en el que el dinamismo humano de acción y reacción se encuentra por sí mismo en un callejón sin salida, en un conflicto que no desemboca en nada. Y es aquí donde irrumpe algo distinto. Es uno de los misterios de Shakespeare. Quizás en este marco podemos intuir el motivo de su insistencia en la misericordia: a un hombre que quiera seguir siendo humano, animado por un deseo tan grande como para sentirse empujado a la santidad más gratuita así como a la furia más destructiva, solo puede responder adecuadamente lo divino. Y así como la prerrogativa de lo divino es la misericordia, la del hombre es la libertad. En la relación entre misericordia y libertad se juega el nexo entre Dios y el hombre. La potencia de Shakespeare reside en este continuo y persistente interrogarse acerca de la misericordia y la libertad en cuanto cualidades recíprocas. Y decisivas por una razón: para que el ser humano no sea para el hombre una tragedia. En esta cuestión radical radica quizás la mayor grandeza de Shakespeare: en el espacio misterioso entre lo que es humano y lo que no lo es, entre lo divino y lo humano, entre el ser y el no ser, sigue latiendo absolutamente presente su pregunta.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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