Apuntes de la intervención de Julián Carrón en la Asamblea con los responsables de Comunión y Liberación en Italia. Pacengo di Lazise (Verona), 27 de febrero de 2016
Es evidente para todos que nos encontramos en un momento de grandes cambios y que no resulta fácil orientarse en el contexto cultural actual. Nos hallamos frente a un giro radical que requiere paciencia y tiempo para comprender, y no podemos pensar que resolveremos los problemas discutiendo sin más. Las páginas que siguen tratan de ofrecer una contribución al camino de cada uno para propiciar el diálogo entre nosotros.
Hace dos semanas, durante el encuentro con un grupo de sacerdotes del norte de Italia, uno de ellos decía que lo que estamos viviendo es «un momento verdaderamente apasionante». Yo también creo que es así, porque todo lo que el Misterio no nos ahorra, como nos decía siempre don Giussani, es para nuestra maduración. Aunque no sepamos todavía cómo puede hacernos madurar y estamos un poco confundidos, estamos seguros sin embargo de que esta circunstancia, ligada al debate sobre los desafíos éticos y antropológicos que representa la proliferación de los “nuevos” derechos, con todas las preguntas que han surgido y con todas las conversaciones, a veces encendidas, que hemos tenido que afrontar, puede ser una ocasión preciosa: de hecho, solo cuando la realidad nos desafía emerge ante nuestros ojos, ante nosotros mismos antes que ante los demás, qué es lo más querido para nosotros, dónde está nuestra esperanza. Cuanto más desafiados nos vemos, tanto más se pone de manifiesto el punto de vista sintético con el que afrontamos la vida.
Ahora bien, es verdad que esta situación es para nuestra maduración, pero esto no ocurre de forma mecánica. Por tanto, hace falta que nos impliquemos para poder comprenderla y nos dejemos desafiar por ella. Y como es algo que nos ha afectado a todos, cada uno puede ver cómo ha estado, cómo ha reaccionado –todos hemos reaccionado de un modo u otro–, qué hipótesis ha defendido al afrontarla y qué ha podido verificar. Cada uno de nosotros debe realizar una verificación, porque el hecho de que se nos ocurran ideas no quiere decir que estas sean necesariamente justas. Yo soy el primero que no quiero quedarme al margen de esto. Muchas veces se nos han ocurrido ideas que luego la vida ha demostrado que no eran tan inteligentes como pensábamos. Por eso debemos darnos un espacio de serenidad para un diálogo que sea verdaderamente constructivo.
La lección del 68: la relación entre acontecimiento y tradición
¿Qué riqueza, qué recurso tenemos para afrontar el nuevo desafío que el presente nos plantea? Nuestra historia. A menudo creemos que ya la conocemos, la damos por sabida, cada uno recuerda unos momentos determinados. Pero los desafíos del presente nos permiten descubrir aspectos de nuestra historia que quizá debamos aprender de nuevo.
¿Por qué empezó don Giussani el movimiento? En la Iglesia ambrosiana no faltaban desde luego ni claridad teológica ni comunicación del dogma, pero él se dio cuenta de que esto no era suficiente. Lo comprendió desde sus primeros pasos en Milán, y después nada más llegar al Berchet: allí tenía ante sí estudiantes de familias cristianas a los que la fe ya no les interesaba. Este descubrimiento marcó el comienzo de su tentativa. Don Giussani empezó el movimiento para responder a este dato, buscando un modo de comunicar la verdad cristiana –la que había aprendido en el seminario– que respondiese al desinterés con el que se había topado desde el primer día de clase. Estamos a mediados de los años cincuenta.
Sin embargo, hay un momento de la historia posterior que para Giussani fue crucial: el 68. En verano de 1968 afirma en los Ejercicios a los Memores Domini: «Me parece un signo de los tiempos que lo que fundamenta o puede fundamentar el llamamiento y la adhesión al hecho cristiano ya no es el planteamiento de la tradición, ya no es la historia [cristiana]. […] Necesitamos revisar en su raíz todo el planteamiento que hemos hecho siempre durante la experiencia de los diez últimos años y que todavía repetimos». Creo que todavía tenemos que entender el alcance de esta observación. La onda del 68 le permitió a Giussani percibir con claridad que «ni la tradición, ni una teoría, ni una concepción, ni una demostración teórica; ni la filosofía cristiana, ni la teología cristiana, ni la concepción del universo que tiene el cristianismo pueden ser motivo para adherirse al cristianismo». Y al referirse a los Evangelios afirma que el motivo por el que la gente seguía a Jesús «no era por los debates que mantenía, no era por las explicaciones que ofrecía, no era por las referencias que hacía al Antiguo Testamento; era porque constituía una presencia cargada de mensaje». «El mensaje no es un discurso: es una presencia, una persona. Es una forma de presencia de una persona». Para que resulte claro lo que quiere decir, añade: «Es bastante fácil observar cómo el anuncio recupera la tradición […] Recordad a los dos de Emaús, una de las páginas más bellas del Evangelio: “Mientras el extraño peregrino nos explicaba los profetas, nuestro corazón ardía”. Así pues, el anuncio cristiano era, sí, “un discurso”, pero “a través de la presencia, vinculado a la presencia de una persona”. El contenido del anuncio cristiano “es su misma persona”, Cristo» (A. Savorana, Luigi Giussani. Su vida, Encuentro, Madrid 2015, pp. 430-431). Sin esto, muy probablemente ninguno de nosotros estaría aquí.
Entonces, ¿qué es el cristianismo? «Es ‘eso’ que hace que la tradición y el pasado se conviertan en realidad viva, que hace que el pensamiento, la idea y el valor sean una realidad viva. ¡Pero lo que vive es algo que está presente! Metodológicamente [entonces] no podemos hacer otra cosa, si no queremos confundirnos, que retornar al origen, y ver cómo surgió, cómo comenzó» el cristianismo. «“Fue un acontecimiento. El cristianismo es un acontecimiento” que suelda el pasado con el presente. ¿De qué tipo es este acontecimiento? “No creyeron porque Cristo hablara diciendo aquellas cosas, no creyeron porque Cristo hiciera aquellos milagros, no creyeron porque Cristo citara a los profetas, no creyeron porque Cristo resucitara a los muertos. Cuánta gente (la inmensa mayoría) le escuchó hablar así, le oyó decir aquellas palabras, le vio hacer aquellos milagros, y el acontecimiento no tuvo lugar para ellos”». En este punto, don Giussani se pregunta por qué creyeron entonces los primeros discípulos de Jesús: «“Creyeron por una presencia. […] Una presencia con un rostro bien preciso, una presencia rica de palabra, es decir, llena de propuesta, de significado”. No toda persona o realidad es presencia, continúa Giussani; lo es “solo en cuanto tiene algo de imprevisto o imprevisible, es decir, cuando lleva consigo una novedad radical” […]; en efecto, “el cristianismo nació como anuncio: la experiencia de una novedad irreductible”» (ibídem, pp. 434-435).
Tratemos de identificarnos con don Giussani: habría podido hacer como si en el 68 no hubiese ocurrido nada y seguir su camino sin más. Pero no lo hizo. ¿Por qué? Porque para él «las circunstancias», como siempre nos hemos dicho, son «factor esencial» de la vocación. La circunstancia en la que uno toma posición frente a todo el mundo «es importante para la definición misma del testimonio» (L. Giussani, El hombre y su destino. En camino, Encuentro, Madrid 2003, p. 61). Él aceptó la llamada a la conversión que procedía de la realidad y se mostró disponible para cuestionarse sin permanecer apegado a las formas del pasado. Como hizo desde el principio. Para comunicar la novedad cristiana había insistido en ciertas cosas que no formaban parte del modo habitual que tenía la Iglesia ambrosiana de comunicar la fe: por ejemplo, el reclamo a la experiencia, y por ello a la necesidad de una verificación, o juntar en los radios a chicos y chicas. Cuanto más apegado estaba a lo esencial, tanto más libre era con respecto a las formas. Por eso nos testimonió lo que nos recordó el Papa Francisco el 7 de marzo del año pasado en Roma, es decir, que «el cristianismo no se realiza jamás en la historia como un conjunto fijo de posiciones que defender, que se relacionan con lo nuevo como pura antítesis; el cristianismo es principio de redención, que asume lo nuevo salvándolo» (L. Giussani, Llevar la esperanza. Primeros escritos, Encuentro, Madrid 1998, p. 135).
Por eso yo atribuyo una importancia decisiva a esta circunstancia que hemos atravesado y que aún estamos atravesando, porque en todo lo que ha sucedido es crucial la definición de nuestro testimonio. Todo el lío en torno al tema de las uniones civiles ha saltado justamente por el intento de algunos de definir en qué tiene que consistir nuestro testimonio ahora. Este es el motivo por el que se discute, hasta llegar al enfrentamiento. Por eso no podemos seguir adelante si no aclaramos esto hasta el fondo.
En mi opinión, la primera cuestión es aclarar qué es un juicio, porque frecuentemente para nosotros juzgar equivale a tomar partido. Pero el Evangelio nos muestra que en muchas ocasiones Jesús hace juicios de tal modo que su forma de ponerse ante las cuestiones no supone tomar partido. Pensemos en el episodio del tributo al César: quieren que se ponga de un lado o del otro para encasillarlo. Jesús no ofrece un juicio que pueda satisfacer a aquellos que quieren obligarle a decantarse por uno de los polos de la alternativa: o eres un colaboracionista romano si dices que hay que pagar el tributo al César; o eres anti romano si declaras que no hay que pagarlo. Jesús no toma partido por ninguno de los dos: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Lc 20,25). En este episodio Jesús juzga la relación entre la política y la religión, y su enigmática respuesta ha sido el fundamento de una novedad irreductible a la hora de comprender el papel del poder en la sociedad durante veinte siglos. Él descoloca a los interlocutores también cuando se ocupa de otras dimensiones elementales de la experiencia común. Cuando habla del matrimonio, es decir, de la realización de los afectos, o cuando amonesta sobre la riqueza, es decir, sobre el uso justo de los bienes materiales, no son solo sus adversarios los que se quedan estupefactos. Incluso sus discípulos se ven completamente superados por la originalidad de su propuesta, casi escandalizados. Con respecto a la indisolubilidad del matrimonio, exclaman: «Si esa es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19,10); mientras que, en el segundo caso, al escuchar a Jesús decir que «más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos», «los discípulos dijeron espantados: “Entonces, ¿quién puede salvarse?”» (Mt 19,24-25). Nadie puede negar que Jesús juzga entrando de lleno en la cuestión, aunque de un modo distinto a las expectativas de sus distintos interlocutores. Lo pone de manifiesto el desconcierto de los que le escuchan. Para responder a la desproporción que los hombres advierten ante su propuesta, Jesús se ve obligado a jugar una carta que muestra la originalidad de su presencia frente a las actitudes reductivas de sus adversarios y de sus mismos discípulos, que pretenden hacerle tomar partido: «Es imposible para los hombres, pero Dios lo puede todo» (Mt 19,26). De este modo revela delante de todos su autoconciencia, su identidad. ¡Podríamos continuar con hechos de este tipo hasta mañana!
Se pueden ofrecer juicios pertinentes que no implican alinearse o no se reducen a una toma de partido. Con respecto al problema de las uniones civiles, el juicio decisivo ha sido remitir al misterio del hombre considerado en su integridad, que se expresa en la espera infinita del corazón humano. Precisamente por esto el hombre real no encuentra paz, está inquieto, y nunca podrá conformarse con una imagen reducida de respuesta a su deseo. Solo si se ofrece un juicio hasta este punto se entra en lo concreto de la ley, porque se dice que dicha ley, se apruebe de un modo u otro, siempre será insuficiente para responder al deseo de infinito propio del hombre.
Frente a lo que ha sucedido todos hemos dado un juicio explícita o implícitamente, a través de nuestro modo de movernos y de la forma de nuestra respuesta. Al igual que en el intento de ofrecer un remedio a la enfermedad, el médico expresa cuál es su diagnóstico, del mismo modo cada uno de nosotros ha podido ver qué juicio ha dado sobre el drama humano que estaba detrás de la “cuestión” de la ley Cirinnà. Justamente por el juicio que he expresado sobre el hombre y su naturaleza, creo que la única respuesta es Cristo. Pero Cristo no definido de forma abstracta, sino como un encuentro vivo, como el de la samaritana en el pozo, como el encuentro del que habla don Giussani, porque «en una sociedad como esta no se puede crear algo nuevo si no es con la vida» («Movimento, “regola” di libertà», a cargo de O. Grassi, CL Litterae communionis, n. 11/1978, p. 44). Cristo no es una parte de la solución, sino la única solución en la que creo. Solo si entendemos esto podremos entonces desacralizar en cierto modo la tentativa legisladora y abrir un espacio de encuentro y de diálogo incluso para los políticos. Volveré luego sobre este punto.
Una presencia reactiva
Si miramos nuestra historia, la forma en que se afrontó la provocación del 68 es un ejemplo evidente de lo que estamos diciendo. Don Giussani formuló un juicio que propuso una y otra vez de forma incansable, y que no identificó con una de las posiciones que estaban en juego. Él cuestionó no solo el intento marxista, sino también nuestro intento de respuesta al desafío que representaba el marxismo. ¿Por qué esta comparación entre la situación actual y el 68? Porque, como ha subrayado el cardenal Scola, «la confrontación con la revolución sexual [que estamos viviendo ahora] es un desafío no inferior al que supuso la revolución marxista» («Il no ai divorziati resta, ma non è un castigo, e sugli omosessuali la Chiesa è stata lenta», entrevista a cargo de Paolo Rodari, la Repubblica, 12 octubre 2014, p. 19): son variantes de la misma cuestión, dos intentos de salvarse con las propias fuerzas.
¿Qué juicio hizo Giussani sobre el cariz que había asumido nuestro intento de responder al desafío del 68? Dijo que habíamos respondido asumiendo el mismo criterio de juicio que tenían aquellos a los que criticábamos, replicando el modo de pensar de los demás. Con esto no estaba desde luego equiparando el marxismo con nuestro intento de respuesta, sino que estaba juzgando ambos intentos como hijos de la misma matriz cultural, porque la respuesta que el movimiento daba al 68 en los primeros años 70 aceptaba el terreno de juego definido por el marxismo. «El éxito […] del Palalido estuvo […] en el origen de un equívoco que estaría destinado a ejercer durante cierto tiempo un influjo no del todo positivo en la vida y en el desarrollo del movimiento. En efecto, en la onda de ese éxito la actividad de los dirigentes de Comunión y Liberación comenzó a orientarse por entero a demostrar y poner en práctica los valores positivos que podía haber en la manera cristiana de afrontar la temática que el 68 había puesto de manifiesto. En otras palabras, nos empeñábamos ciertamente en plantear lo específico del hecho cristiano, pero solo dentro de los límites de un horizonte previamente determinado por otros» (L. Giussani, El movimiento de Comunión y Liberación. 1954-1986, Encuentro, Madrid 1987, p. 133).
Don Giussani reconocía la exigencia de verdad que había en el marxismo, porque «el marxista expresaba también una exigencia del corazón, tal vez confusa, oscurecida, dilapidada por un discurso ideológico» (In cammino. 1992-1998, BUR, Milán 2014, p. 216); pero justamente porque reconocía la verdad de la exigencia que se hallaba detrás de esa tentativa ideológica, percibía con agudeza la insuficiencia de nuestra propuesta. Por tanto, si no comprendemos hasta el fondo cuál es la exigencia que se agita dentro de lo que sucede hoy, también nuestra tentativa –como entonces– estará reducida, y será inadecuada nuestra pretendida respuesta.
Por eso en 1972, poco después de los eventos en cuestión, se para a juzgar la sacudida del 68 y afirma que en aquel momento se intentó superar «el desconcierto con una voluntad de intervenir, de actuar, de obrar, […] lanzándonos de cabeza detrás del mundo» (L. Giussani, «La larga marcha de la madurez», Huellas-Litterae communionis 3/2008, p. 36), con un esfuerzo y una pretensión de cambiar las cosas con nuestras propias fuerzas, exactamente como los demás. En 1993 don Giussani vuelve a afirmar retrospectivamente el mismo juicio de aquellos años: «Estábamos movidos por el impulso de hacer, de conseguir realizar, de ofrecer respuestas y operaciones en las que pudiésemos demostrar a los demás que actuando según los principios cristianos lo hacíamos mejor que ellos. Solo así conseguiríamos también nosotros tener una patria» (In cammino. 1992-1998, op. cit., p. 219). Haber aceptado el terreno definido por los demás produjo una grandísima movilización, pero también consecuencias imprevisibles. ¿Qué consecuencias? Sin que nos diésemos cuenta, se produjo «el paso de una matriz a otra, [del cristianismo al moralismo] […] haciendo lo más abstracto posible el discurso y minimizando la experiencia en la que se participaba antes». De este modo, «se obró una reducción o una banalización del espesor histórico del hecho cristiano, […] minimizando su alcance histórico, “disolviéndolo”, restándole toda su incidencia histórica». Porque esto es lo que nos parece muchas veces a nosotros: que el hecho cristiano en cuanto tal carece de incidencia histórica. Consecuentemente, como no tiene incidencia, debemos movilizarnos y hacer otra cosa para responder a la situación. Esto tuvo tres consecuencias, que don Giussani describe así: 1) «“Una concepción eficientista del compromiso cristiano, con tintes de moralismo”. Algo más que tintes: ¡una completa reducción a moralismo!». El cristianismo cambia de rostro: en vez de ser un hecho, se convierte en un moralismo, una ética. En esto se ve la reducción que se ha llevado a cabo de lo que es el hombre, porque uno que ha entendido que el hombre es deseo de infinito no pretende desde luego resolver el problema con la ética. Cuando uno trata de responder con el moralismo, quiere decir que ya ha reducido al hombre. 2) «La incapacidad para dotar al discurso de dignidad cultural, para madurar la propia experiencia cristiana hasta que se convierta en un juicio crítico y sistemático, y por tanto, en sugerencia de modalidad de acción», motivo por el cual no nace una cultura distinta, sino que se propone la misma cultura moralista propia del marxismo: «Ahora voy yo a poner las cosas en su sitio»; 3) «La infravaloración teórica y práctica de la experiencia de la autoridad» (L. Giussani, «La larga marcha de la madurez», Huellas-Litterae communionis, op. cit., pp. 37-39).
Decidme vosotros si no está claro el juicio de don Giussani: «Lo que dominó en el desconcierto general fue un lanzarse de cabeza detrás del mundo. Nuestra historia, sus contenidos y sus valores, fueron minimizados, interpretados lo más posible de manera abstracta, como excluidos de la vida concreta, vaciados de su capacidad de incidir sobre la contingencia histórica y, por tanto, ajenos a una verdadera encarnación». ¿Y cómo define este intento? Afirma él mismo al referirse a la actitud global de los que promovieron y participaron en el movimiento del 68: «Es la ingenuidad de considerarme “medida de todas las cosas”, es la simpleza del hombre que piensa: “Ahora voy yo a poner las cosas en su sitio”. […] ¡Qué melancolía! ¡Qué tristeza experimentamos enseguida y cómo se agravó con el paso de los años!» (ibídem, pp. 35,38).
Es una ingenuidad, una presunción de la que también nosotros hemos participado y participamos, identificada recientemente por el Papa Francisco en su discurso en el Congreso de la Iglesia italiana en Florencia, cuando habla de la tentación pelagiana: «Ella empuja a la Iglesia a no ser humilde, desinteresada y bienaventurada. Y lo hace con la apariencia de un bien. El pelagianismo nos conduce a poner la confianza en las estructuras, en las organizaciones, en las planificaciones perfectas, siendo abstractas. A menudo nos lleva también a asumir un estilo de control, de dureza, de normatividad. La norma da al pelagiano la seguridad de sentirse superior, de tener una orientación precisa. Allí encuentra su fuerza» (Francisco, Discurso en el encuentro con los representantes del V Congreso nacional de la Iglesia Italiana, Florencia, 10 noviembre 2015).
Se trata de una reducción del cristianismo. «Así es como nace», observa don Giussani, «el “discurso” sobre los valores morales, porque el discurso acerca de los valores morales implica la idea subyacente de que el remedio contra la disolución viene de la fuerza de la imaginación y de la voluntad del hombre» (L. Giussani, «Es siempre una gracia», en Está, porque actúa, Encuentro, Madrid 1994, pp. 59-61). Puede ser una ley, puede ser una movilización de masas o cualquier otra cosa que podamos imaginar. Esta es la corrección radical de don Giussani. ¿Y cuál es la razón última de esta actitud acusada por don Giussani? «Es una inseguridadexistencial, es un miedo de fondo, lo que nos hace concebir como punto de apoyo, como razón de nuestra consistencia las cosas que hacemos en el ámbito cultural y organizativo» (Uomini senza patria. 1982-1983, BUR, Milán 2008, p. 97), lo que nos hace decir que algo tenemos que hacer.
Con esta serie de observaciones, repartidas a lo largo de los años, ¿qué es lo que está juzgando don Giussani? Una cierta forma de presencia colectiva del movimiento como tal. No está juzgando a uno u otro. Por ello la discusión que se ha desencadenado en estas semanas sobre la cuestión del testimonio, individual o comunitario, distrae, porque la verdadera cuestión es el contenido del testimonio, ya sea individual o comunitario, porque el testimonio, cuando es tal, es siempre público. Don Giussani está juzgando el contenido último de nuestra presencia y de nuestra acción, que había sido reducida a moralismo, a promoción o demostración de valores cristianos. Por eso, hablando a los universitarios, afirma en 1982 que «es como si el movimiento de Comunión y Liberación, desde los años 70 en adelante, hubiese trabajado, construido y luchado sobre los valores que Cristo ha traído, mientras que el hecho de Cristo para nosotros, para nuestras personas y para todos los que han hecho CL con nosotros, “hubiese caminado por una vía paralela”» (ibídem, p. 56).
Lo que don Giussani estaba desenmascarando era un tipo de presencia pública como resultado de un moralismo imperante, dominante; una presencia colectiva fruto de una «inseguridad existencial». A esto le hemos dado muchas veces, de forma indebida, el nombre de «presencia» (en su sentido original). Por eso don Giussani nos dice: «Mientras que el cristianismo consista en sostener dialéctica e incluso prácticamente los valores cristianos, encontrará espacio y acogida en cualquier sitio. Pero ahí donde el cristiano es un hombre que anuncia en la realidad humana, histórica, la presencia permanente […] de Dios que se ha hecho Uno entre nosotros, que es objeto de experiencia […], que determina de forma activa como horizonte total, como el amor último […], [es decir] la presencia de Cristo como centro de la forma de mirar, de concebir y de afrontar la vida, como sentido de toda acción, como fuente de toda la actividad del hombre en su totalidad, es decir, de la actividad cultural del hombre, el hombre que hace esto no tiene patria» (ibídem, p. 90). Lo mismo que sucede hoy: si redujésemos el cristianismo a la afirmación dialéctica de valores cristianos, tendríamos una patria.
Una presencia original
¿Por qué insiste tantas veces y durante tanto tiempo don Giussani en corregir nuestra actitud? La nuestra no puede ser una presencia reactiva, que tome partido simplemente por unos o por otros, sino que tiene que llegar a ser una presencia original, porque «una presencia reactiva […] tiende a imitar lo que dicen y hacen los demás […] (es como jugar en su terreno, aceptar las condiciones de la lucha que ellos establecen)», es decir, aceptar el campo que otros definen. «Hace falta, pues, una presencia original» (L. Giussani, De la utopía a la presencia. 1975-1978, Encuentro, Madrid 2013, p. 58). Esto es muy distinto de alinearse, y no quiere decir no tomar posición: ¡significa tomar una posición distinta y en ningún sentido retirarse a las sacristías!
Un juicio original, una presencia original es irreductible a la lógica de los posicionamientos, aun entrando en lo específico, hasta llegar a los detalles. En el encuentro con los universitarios que tuvo lugar en Riccione en 1976, don Giussani describió en qué consiste una presencia original: «Una presencia es original cuando brota y encuentra su consistencia en una identidad consciente y en el afecto a ella. […] Nuestra identidad es la identificación con Cristo» (ibídem, pp. 58-59). ¿Por qué es necesaria una presencia original? Precisamente por la situación histórica del hombre, que la Iglesia ha tenido constantemente ante los ojos, porque no se perciben con claridad las evidencias elementales de la vida. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «Los preceptos de la ley natural no son percibidos por todos, sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla alguna de error. En la situación actual, la gracia y la revelación son necesarias al hombre pecador para que las verdades religiosas y morales puedan ser conocidas “de todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error”» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1960). Esto resulta hoy cada vez más evidente, pero toda la historia de la Iglesia documenta tal percepción de la condición del hombre. ¿Cómo podemos pensar que podemos ofrecer una contribución para solucionar las dificultades del hombre de hoy sin ser conscientes de la dramaticidad de su situación histórica? Si Cristo no despierta al hombre, si no despierta en él la conciencia plena de lo que es, no es posible que el hombre llegue por sí mismo a conocer con claridad e inmediatez las evidencias elementales. Y somos nosotros los que deberíamos comprenderlo bien, porque nadie estaría aquí si no le hubiese sucedido esto.
Entonces, ¿qué puede responder a esta situación? Como decía antes, en nuestra forma de responder mostramos si hemos comprendido verdaderamente de qué se trata, y si el diagnóstico del problema es adecuado. Cuando Giussani insiste en el hecho de que ante el desafío actual lo único que tenemos es «Juan y Andrés», el encuentro de Juan y Andrés con Jesús, ¿está diciendo algo espiritualista? Cuando afirma que «la persona vuelve a hallarse a sí misma en un encuentro vivo» (L’io rinasce in un incontro. 1986-1987, BUR, Milán 2010, p. 182), ¿está dando una respuesta intimista al problema del hombre? Es lo que con frecuencia decimos o pensamos: «Sí, eso está bien, ya lo sabemos, pero ahora entremos en lo concreto de los temas». Pero, ¿acaso puede un hombre aclararse prescindiendo de un encuentro? Gracias a un encuentro brotan una percepción completa de sí, una conciencia y una creatividad nuevas, que impregnan todos los ámbitos de la vida personal y social.
Precisamente porque era consciente de la situación histórica, don Giussani consideró que en un contexto como el de los años 70 no resultaba útil el referéndum sobre el divorcio, como él mismo afirma en la entrevista con Robi Ronza: «La invitación de monseñor Bartoletti fue aceptada por nosotros […] por obediencia a la autoridad eclesiástica. Pues por su parte CL no estaba de hecho plenamente de acuerdo en la utilidad de una iniciativa semejante en aquellas circunstancias» (El movimiento de Comunión y Liberación, op. cit., p. 134). Y no porque hubiese cambiado la idea que tenía acerca del matrimonio, sino porque, si uno entiende cuál es la naturaleza del problema, puede considerar que ciertas iniciativas no son útiles si se dan determinadas circunstancias. Giussani no se había vuelto relativista o laicista de repente, hasta el punto de poner en duda la importancia de la defensa pública del matrimonio y mucho menos la doctrina que la Iglesia tiene sobre él. El suyo era un juicio histórico. Él fue el primero en comprender que algo estaba sucediendo en la sociedad. Y por eso, en los años 50, justamente para responder al desafío que veía surgir, había creado el movimiento.
Solo si caemos en la cuenta de la situación podremos comprender de forma realista cuál es nuestro papel en el mundo. Esto es justamente lo que significa entrar en lo concreto de la cuestión: dar un juicio, formular un diagnóstico adecuado a la situación histórica concreta del hombre.
En 1998, hacia el final de su vida, don Giussani vuelve nuevamente sobre estas cosas. Cuando alguien le pregunta: «¿Por qué un movimiento como el nuestro insiste tanto en el yo, y por qué solo ahora esta insistencia?», él responde: «¡El inicio del movimiento estaba dominado por el problema de la persona!» (In cammino. 1992-1998, op. cit., pp. 337-338). Pero muchas veces esto nos parece insuficiente, mientras que para don Giussani es lo único adecuado: «En efecto, cuando se estrecha a nuestro alrededor el cerco de una sociedad adversa hasta amenazar la vivacidad de nuestra presencia, y cuando una hegemonía cultural y social tiende a penetrar en nuestro corazón y agrava nuestras habituales vacilaciones, entonces es que ha llegado el tiempo de la persona». Y, ¿qué es la persona? ¿Dónde está su consistencia? Porque, en última instancia, esta es la pregunta decisiva. «En una situación en donde todo es arrancado del tronco y reducido a un montón de hojas secas, lo que urge para que la persona sea es la autoconciencia, una percepción de sí clara y amorosa, llena de la conciencia de su propio destino y, por tanto, capaz de afecto verdadero a uno mismo, liberada de la obtusa instintivdad del amor propio. Si perdemos esta identidad nada nos aprovecha» («È venuto il tempo della persona», a cargo de L. Cioni, Litterae Communionis CL, n. 1/1977, pp. 11-12). Precisamente porque vivimos en una sociedad como la que todos conocemos, una sociedad absolutamente plural, el único freno al poder es un yo cuya conciencia le permita vivir en este contexto sin sucumbir a las seducciones del poder.
Nosotros, como dice el Papa Francisco, «venimos de una acción pastoral […] donde la Iglesia era la única referencia de la cultura. […] Es nuestra herencia […]. Pero ya no estamos en esa época. Ha pasado [nos guste o no]. No estamos en la cristiandad, ya no. Hoy ya no somos los únicos que producen cultura, ni los primeros, ni los más escuchados. Necesitamos, por lo tanto, un cambio de mentalidad pastoral […] porque el hombre, la mujer, las familias y los diversos grupos que viven en la ciudad esperan de nosotros, y lo necesitan para su vida, la Buena Noticia que es Jesús y su Evangelio» (Francisco, Discurso a los participantes en el Congreso Internacional de Pastoral de las Grandes Ciudades, 27 noviembre 2014, 1). Esto no significa ceder al relativismo, sino reconocer que la situación ha cambiado.
¿De qué depende que el hombre de hoy pueda comprender? Solo de que nosotros podamos testimoniar la fe, personal o comunitariamente, de modo convincente, como decía el cardenal Ratzinger en 2003: «Se trata del hombre, del mundo. Y es evidente que ambos no pueden salvarse si Dios no es presentado de manera convincente. Nadie puede arrogarse la idea de conocer con seguridad el camino para resolver esta situación difícil. Tal cosa no es posible, porque en una sociedad libre la verdad no puede buscar otros medios para imponerse si no es precisamente la fuerza de la convicción. Pero la convicción, en medio de la gran multitud de impresiones y exigencias que acosan al hombre, se va formando solo con dificultad» (Fe, verdad y tolerancia, Sígueme, Salamanca 2005, p. 128). Y en otro texto propone un ejemplo para explicar su pensamiento: «Permítaseme […] expresarme con un ejemplo que muestra lo dramático de la cuestión. La controversia sobre el crucifijo en las escuelas […]. Si nosotros ya no tenemos la capacidad para comprender y defender el hecho de que no podemos renunciar a signos como el de la cruz, entonces el cristianismo se convierte en algo a lo que podemos renunciar. […] Por ello el cristianismo debe estar a favor de estos signos públicos […]. Pero ellos pueden subsistir mientras los sostiene la fuerza de una convicción pública. Esta es nuestra tarea. Si no estamos persuadidos, y no somos capaces de persuadir, no tenemos tampoco el derecho de exigir un reconocimiento público. Entonces ya no somos indispensables, tenemos que entregar las armas. Pero entonces privamos a la sociedad, con nuestra falta de convicción, de lo que es objetivamente indispensable para ella: las bases espirituales de su humanidad y de su libertad. La única fuerza con la que el cristianismo puede hacerse valer públicamente es en última instancia la fuerza de su verdad íntegra. Sin embargo, esta fuerza es hoy tan indispensable como siempre, porque sin verdad el hombre no puede sobrevivir. Esta es la esperanza segura del cristianismo. Este es su inmenso desafío y exigencia para cada uno de nosotros» (J. Ratzinger, «Orientamento cristiano nella democrazia pluralistica?», en Chiesa, ecumenismo e politica, Edizioni Paoline, Cinisello Balsamo 1987, pp. 205-206).
Puesto que no existe relación con la verdad que no pase a través de la libertad, el desafío es testimoniar la verdad íntegra del cristianismo de modo que pueda persuadir a los demás de su pertinencia a las exigencias de la vida, porque de otro modo será difícil convencer a las personas. Por este motivo don Giussani siempre ha señalado las tres dimensiones esenciales del anuncio cristiano, entendidas como «el aspecto de apertura hacia la realidad total que muestra un gesto humano al realizarse. Es lo que permite que se ponga de relieve el sentido último de una empresa humana. Las dimensiones representan, pues, las vertientes más importantes de un gesto, las que miden (cf. “dimetior” en latín) el valor del gesto, las que ponen en práctica todas sus potencialidades» (L. Giussani, El camino a la verdad es una experiencia, Encuentro, Madrid 1997, p. 22). Volveremos en otro momento sobre la educación integral que desarrolla estas dimensiones, teniendo presente que esta solo es posible si vuelve a suceder un encuentro, por tanto una novedad original que amplíe la razón y dilate el afecto, conciliándolos en una propuesta capaz de cambiar todos los dinamismos humanos, hasta llegar a generar una personalidad nueva. De hecho, la criatura nueva implica «que nos mantengamos contemporáneos al acontecimiento que lo produce y continuamente lo sostiene. Ya que ese origen no es una idea sino un lugar, una realidad viviente, el criterio nuevo para juzgar solamente resulta posible manteniéndose en relación continua con esa realidad, es decir, con la compañía humana que prolonga en el tiempo el Acontecimiento inicial» (L. Giussani – S. Alberto – J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, Madrid 1999, p. 75).
Cada uno debe verificar la eficacia del modo con el que se pone ante la realidad, observando si una reducción del cristianismo a discurso o a cultura, a ética o a valores, desenganchados de la irreductible novedad de un encuentro, es capaz de convencer a una persona para que cambie de posición. En el 68 don Giussani aprendió justamente que no bastaba un buen curso de antropología, que no bastaban una buena teología o la ética. Por eso, ahora igual que entonces, la circunstancia en la que tenemos que vivir es una ocasión clamorosa para comprender qué es el cristianismo. Escribe Juan Pablo II en la Veritatis splendor: «Esta obra de la Iglesia encuentra su punto de apoyo –su secreto formativo– no tanto en los enunciados doctrinales y en las exhortaciones pastorales a la vigilancia, cuanto en tener la mirada fija en el Señor Jesús. La Iglesia cada día mira con incansable amor a Cristo, plenamente consciente de que solo en él está la respuesta verdadera y definitiva al problema moral. […] Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida (Carta encíclica Veritatis splendor, 1993, 85 y 88), es decir, una experiencia que se ha de comunicar.
Si nosotros no vamos hasta el fondo de todas estas cosas, no podremos proponer algo original. Nos limitaremos a repetir alguna de las formas reducidas de entender el cristianismo.
Es como si hoy nos viéramos todavía en la necesidad de aprender esa mirada que el Concilio Vaticano II ha introducido en la Iglesia de Dios. Y es significativo que las personas, cuando se ven afrontando desafíos como el actual, se topen con textos que adquieren un valor para todos. Más de uno me ha enviado la Alocución de Pablo VI en la última sesión pública del Concilio, en diciembre de 1965. A continuación os propongo algunos pasajes de dicha alocución: «Tal vez nunca como en esta ocasión ha sentido la Iglesia la necesidad de conocer, de acercarse, de comprender, de penetrar, de servir, de evangelizar a la sociedad que la rodea y de seguirla; por decirlo así, de alcanzarla casi en su rápido y continuo cambio. Esta actitud, determinada por las distancias y las rupturas ocurridas en los últimos siglos, en el siglo pasado y en este particularmente, entre la Iglesia y la civilización profana, actitud inspirada siempre por la esencial misión salvadora de la Iglesia, ha estado obrando fuerte y continuamente en el Concilio, hasta el punto de sugerir a algunos la sospecha de que un tolerante y excesivo relativismo ante el mundo exterior, ante la historia que pasa, ante la moda actual, ante las necesidades contingentes, ante el pensamiento ajeno, haya estado dominando a personas y actos del Sínodo ecuménico a costa de la fidelidad debida a la tradición […]. La Iglesia del Concilio, sí, se ha ocupado mucho, además, de sí misma y de la relación que la une con Dios, del hombre tal cual se presenta hoy en realidad: del hombre vivo, del hombre enteramente ocupado de sí, del hombre que no solo se hace el centro de todo su interés, sino que se atreve a llamarse principio y razón de toda la realidad. Todo el hombre fenoménico, es decir, cubierto con las vestiduras de sus innumerables apariencias, […] el hombre trágico en sus propios dramas, el hombre superhombre de ayer y de hoy y, por lo mismo, frágil y falso, egoísta y feroz; luego el hombre descontento de sí, que ríe y que llora; el hombre versátil, siempre dispuesto a declamar cualquier papel»; es decir, el hombre no en abstracto, sino el hombre concreto tal como se presenta históricamente a los ojos de la Iglesia.
Continúa Pablo VI: «El humanismo laico y profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible estatura y, en un cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión (porque tal es) del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podría haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo. El descubrimiento de las necesidades humanas (y son tanto mayores cuanto más grande se hace el hijo de la tierra) ha absorbido la atención de nuestro Sínodo. […] Una corriente de afecto y de admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno […]. El magisterio […] ha bajado […] al diálogo con [el mundo] […], ha adoptado la voz fácil y amiga de la caridad pastoral […], no se ha dirigido solo a la inteligencia especulativa, sino que ha procurado expresarse también con el estilo de conversación corriente de hoy, a la cual el recurso a la experiencia vivida y el empleo del sentimiento cordial confieren una vivacidad más atractiva y una mayor fuerza persuasiva; ha hablado al hombre de hoy tal cual es. Otra cosa debemos destacar aún: toda esta riqueza doctrinal se orienta en una única dirección: servir al hombre. Al hombre en todas sus condiciones, en todas sus debilidades, en todas sus necesidades. La Iglesia se ha declarado casi la sirvienta de la humanidad» (Alocución durante la última Sesión Pública del Concilio Ecuménico Vaticano II, 7 diciembre 1965).
A pesar de que han transcurrido cincuenta años, somos todavía invitados por este llamamiento del Concilio a tener una simpatía y un afecto por el hombre concreto, a bajar a dialogar con cualquiera, sabiendo perfectamente que para ser persuasivos no basta con repetir la doctrina, sino que se necesita una experiencia vivida. Tenemos que ser los primeros en comprenderlo, porque don Giussani empezó el movimiento justamente con esta mirada, con ese deseo de diálogo. Lo vemos muy bien en el planteamiento que dio al fenómeno del radio: «El radio es diálogo». Para don Giussani el diálogo no era una dialéctica o una «discusión» que nacía «del mero gusto de expresarse, de una curiosidad o del orgullo de afirmarse uno mismo», sino que era «contacto de experiencias». El radio –prosigue– es «participar en la experiencia de quien habla, y es contar la propia experiencia». Y también: «Diálogo es comunicar la propia existencia a otra existencia: es comunicar la propia vida personal a otras vidas personales a través de los signos de las palabras, de los gestos, de la actitud». No se limitaba a un intercambio de ideas, sino que se realizaba en todos los aspectos de la vida. «El diálogo –continúa don Giussani– es vida. Nuestro diálogo está muy lejos de la concepción laicista, que lo ve como dialéctica, como enfrentamiento más o menos lúcido de ideas y de medidas mentales. Nuestro diálogo es un mutuo comunicarnos a nosotros mismos. En nuestro diálogo el acento no se pone en las ideas sino en la persona como tal, en la libertad. Nuestro diálogo es una vida de la que las ideas son solo una parte» (L. Giussani en M. Busani, Gioventù Studentesca. Storia di un movimiento cattolico dalla ricostruzione alla contestazione, obra que publicará próximamente la editorial Studium).
Si el diálogo no es una dialéctica, sino la comunicación de una experiencia, la cuestión entonces es mirar la experiencia que hemos hecho en nuestro intento por verificar. Nadie podrá convencerse si no realiza una verificación. No es la discusión o la dialéctica lo que permite captar la verdad. Nosotros solo comprendemos la verdad cuando se pone de manifiesto en nuestra experiencia. Lo hemos dicho de muchos modos, recordando la parábola del hijo pródigo: el padre no salió a convencer a su hijo para que se quedara en casa, tuvo que rendirse a su voluntad de vivir una experiencia distinta, aun sabiendo que lo perdería durante algún tiempo. Solo a través de esa experiencia –como cada uno de nosotros puede comprender por el camino que ha hecho– se hace evidente ante los ojos del hijo que el intento de solución que había elegido para satisfacer su deseo de ser libre era absolutamente inadecuado. Tuvo que someter su intento a la verificación de la experiencia.
Preguntado por el padre Antonio Sicari sobre cómo afrontar el drama de una persona que se «desespera» en la droga, don Giussani responde: en primer lugar, es necesario «ayudarle a reconocer que la situación en la que se ha refugiado es no solo desproporcionada, sino contraproducente con respecto a su misma exigencia desesperada de sentido, de felicidad». Lo que significa ayudarle a reconocer la realidad. Pero, ¿cómo hacerlo? «Esto exige de por sí una larga y paradójica paciencia. Paradójica porque al principio es como tenerle que “permitir” la experiencia que ha hecho». ¡Es impresionante! No es que no se desee convencerle, pero la cuestión es: ¿cómo se convence al hombre real del que habla el Concilio? O le atas a la silla –le obligas, lo que evidentemente es imposible– o bien, después de haberle dicho todo lo que debes, te ves obligado a “permitirle” la experiencia que trata de hacer. ¿Y qué razón aduce don Giussani? ¿Cuál es el motivo último de este modo de actuar? Él sugiere comportarse así porque es «lo mismo que hace Dios con el hombre». La verdadera razón de este comportamiento no es una estrategia que él se saca no sé de dónde, sino que es lo mismo que ha hecho Dios con el hombre. Desde el principio, por el hecho de que le ha creado libre, no ha podido evitar permitirle al hombre que se comportara como quisiera. De no ser así, nos habría matado a todos al primer error. «Dios ha tenido la paciencia de decirnos –continúa Giussani– “haced lo que queráis”». ¿Y qué ha hecho el hombre? «La torre de Babel» («Entrevista a Monseñor Luigi Giussani», a cargo del padre A. Sicari, en Communio. Strumento internazionale per un lavoro teologico, n. 98-99, marzo-junio 1988, pp. 195-196). Desde ese momento hemos hecho de todo.
¿Y nosotros? Es como si quisiéramos evitarle al hombre el ejercicio de la libertad. Pero no podemos saltarnos el riesgo de la libertad: no porque ahora no esté de moda imponer algo a las personas, sino porque Dios nos ha hecho libres. El primero que quiere respetar el método de Dios soy yo, somos nosotros.
El verdadero desafío que tenemos ante nosotros es cómo podemos ofrecer algo que sea más atractivo que lo que los hombres pueden elegir reduciendo el alcance de su deseo. Frente a cualquier propuesta –incluso la más potente como es la de Jesús–, siempre está en juego la libertad, como nos testimonia el Evangelio: «Vino Juan el Bautista, que ni come pan ni bebe vino, y decís: “Tiene un demonio”; vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: “Mirad qué hombre más comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores”» (Lc 7,33-34).
En este breve texto del Evangelio se pone de manifiesto el método de Dios. Frente a una propuesta, también nosotros podemos decidir seguir o interpretar. Esto sucede también cuando nos damos una sugerencia para el camino. De hecho, don Giussani decía del carisma: «Hay dos reglas fundamentales para que el carisma sea vivido con una obediencia que haga de él un movimiento capaz de comunicar la memoria de Cristo y de dar testimonio de Él. Ante todo, la unidad como referencia real y determinante al punto original. Sin esta referencia real y determinante al punto donde se origina el carisma, desaparece la obediencia y se reconduce toda la cuestión al gran principio mundano y no cristiano de la interpretación; solo existe uno de estos dos camino: o la obediencia o la interpretación. En la obediencia afirmas algo que has encontrado, más grande que tú, de lo que esperas tu salvación y de lo que esperas para ti una verdad y una capacidad de amor cada vez mayores. En la interpretación no haces sino afirmarte a ti mismo, afirmar tu medida, es decir, tu limitación y tus defectos. La obediencia hace florecer delante de una presencia más grande; la interpretación tiende a reducir incluso la presencia más generosa y grande, más noble y rica, a nuestra medida mental, a lo que nos parece a nosotros. Pero entonces ya no hay camino, hay solo discusión, presunción y división. La segunda característica […] es la libertad. La libertad es responsabilidad personal, llena de inteligencia y de corazón, en la adhesión al hecho que se nos ha ofrecido, es la apertura al don de reconocer y de amar la gran presencia. Es la capacidad de abandonar la propia medida discutible» (Occorre soffrire perché la verità non si cristallizzi in dottrina ma nasca dalla carne, Ejercicios Espirituales de la Fraternidad de Comunión y Liberación, pro manuscripto, Rímini 1989, pp. 48-49).
En el intento de seguir el carisma indicaría una gran sabiduría por parte de todos tener presente la clara recomendación del cardenal Scola: «Es oportuno evitar, por parte de todos, una deletérea tentación que se ha dado con frecuencia en la historia de la Iglesia, de las órdenes religiosas y de los distintos carismas. En la necesaria y continua identificación con la experiencia y el pensamiento del fundador no hay que buscar confirmaciones para la propia interpretación considerada, incluso de buena fe, como la única adecuada. Esta posición genera interminables dialécticas y conflictos de interpretación que paralizan» (Homilía en la misa por el XI Aniversario de la muerte del siervo de Dios mons. Luigi Giussani, Duomo de Milán, 16 febrero 2016).
Esto quiere decir que cada uno de nosotros podrá adherirse de modo no formal solo si está dispuesto a hacer la verificación de lo que se le propone, porque la realidad se vuelve transparente en la experiencia, no en nuestros pensamientos ni en nuestras dialécticas. Si estuviésemos dispuestos a seguir el método de la experiencia, practicado desde siempre por don Giussani, esto nos ahorraría muchas discusiones inútiles. Es inútil forzar a las personas a hacer cosas si no han realizado una verificación libremente, porque solo se crece viviendo.
Al darse cuenta de la situación, Giussani decía que «en una sociedad como esta no se puede crear algo nuevo si no es con la vida: no hay estructura ni organización o iniciativa que se sostengan. Solamente una vida nueva y diferente puede revolucionar estructuras, iniciativas, relaciones, todo» («Movimento, “regola” di libertà», a cargo de O. Grassi, CL Litterae communionis, n. 11, noviembre 1978, p. 44). Lo vemos cada vez que nos contamos hechos y encuentros.
Cuando Giussani decía estas cosas era bien consciente de la incidencia del poder en la sociedad, y sabía muy bien de dónde podía partir un intento adecuado de responder. Por ello, cuando Robi Ronza le pregunta «por qué no hay una gran movilización cultural en torno a tesis como la que acaba de exponerme», responde: «Esto puede ser la tarea de estudiosos y hombres de cultura; no necesariamente, en cambio, de un consistente sujeto social como ya es en Italia el MP [está hablando del Movimento Popolare]. Más que movilizar a la gente en grandes debates sobre las formas de realizar el cambio, una realidad como el MP lo que tiene que hacer es contribuir activamente a crear las condiciones que hagan posible el cambio. Cuando provienen de un sujeto social influyente, [de hecho], las movilizaciones culturales terminan por suscitar alarma y provocar reacciones del orden establecido que con frecuencia son bastante más fuertes que la toma de conciencia y la voluntad de actuar que provocan al contrario fuera de él. Por lo tanto, a efectos del cambio, terminan por ser contraproducentes» (El movimiento de Comunión y Liberación. 1954-1986, op. cit., p. 172). Esto no significa en absoluto dejar de vivir una presencia cultural y operativamente significativa en los ambientes concretos de la vida de los hombres. Nadie ha insistido tanto en la presencia en el ambiente como don Giussani: y «el ambiente es allí donde está el mundo abierto: la escuela, el trabajo, la calle» (L’io rinasce in un incontro. 1986-1987, op. cit., p. 85). No se trata por tanto de retirarse, sino de llevar a cabo una presencia original, de modo cada vez más verdadero y pertinente al contexto. Por eso tenemos que ayudarnos a comprender qué contribución se nos pide en este momento histórico y cómo podemos realizarla.
Ley civil y ley moral
Uno de los mayores obstáculos para alcanzar claridad ha sido la confusión entre ley civil y moral en nuestros debates en torno a la ley en discusión. Aclarar la relación entre la Iglesia y el ámbito político puede aportar algo de luz, al menos en algunos rasgos destacados. A propósito de esto, dice Ratzinger, «sigue siendo fundamental […] la afirmación de Cristo: “Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César” (Mt 22,21). Esta afirmación ha introducido un giro radical en la historia de la relación entre política y religión. Hasta entonces valía en general el axioma por el que el político mismo era sagrado [el político y la religión eran todo uno] […]. La mencionada afirmación de Jesús ha puesto fin a esta identificación de las pretensiones estatales en relación a los hombres con la exigencia sagrada de la voluntad divina en relación al mundo. De este modo se cuestionaba la antigua idea de Estado y es comprensible que el Estado antiguo viese en la negación de su carácter total un ataque a los fundamentos mismos de su existencia, un ataque que castigaba con la pena de muerte. Si era válida la afirmación de Jesús, en verdad el Estado romano ya no tenía posibilidad de sobrevivir. Sin embargo, al mismo tiempo es necesario afirmar también que precisamente esta separación entre autoridad estatal y sagrada, la nueva dualidad contenida en ella, representa el inicio y el fundamento persistente de la idea occidental de libertad. Porque desde entonces existen dos comunidades recíprocamente ordenadas, pero no idénticas, y ninguna de ellas tiene la característica de totalidad»; y por ello puede existir espacio para la libertad. «De este modo, cada una de las dos comunidades es limitada en su radio de acción y la libertad se basa en el equilibrio de este ordenamiento recíproco […]. En el Medievo y en los inicios de la edad moderna se llegó con frecuencia a una fusión de hecho entre Estado e Iglesia, fusión que deformó la exigencia de la verdad de la fe haciéndola aparecer como constricción y caricatura del auténtico intento […]. La separación de Iglesia y Estado […] es la condición fundamental para la libertad» (J. Ratzinger, La vita di Dio per gli uomini. Scritti per Communio, n. 208-210, julio-diciembre 2006, Jaca Book, Milán 2006, pp. 212-213).
Por tanto, esta dualidad hace posible la libertad y esto repercute después en las leyes. San Agustín subrayaba ya la diferencia entre la ley civil del Estado y la ley divina. Escribía que es perfectamente comprensible que «la ley hecha para gobernar la ciudad permita y deje impunes muchas acciones que son en cambio condenadas por la ley divina […]; no porque [la ley civil] no haga todo se debe condenar lo que hace» (cf. San Agustín, De libero arbitrio, I,5,13). «En otras palabras –escribe el padre Nello Cipriani–, aunque la ley civil deba inspirarse en la ley eterna de Dios, no tiene que coincidir necesariamente con ella en todo, condenando o castigando todo aquello que es contrario a la voluntad de Dios» (N. Cipriani, «Il ruolo della Chiesa nella società civile: la tradizione patristica», en AA.VV., I cattolici e la società pluralista. Il caso delle “leggi imperfette”, a cargo de J. Joblin - R. Tremblay, Ed. Studio Domenicano, Bolonia 1996, p. 144).
Al comentar este mismo pasaje agustiniano, santo Tomás de Aquino escribe: «Como señala san Agustín, la ley humana no es capaz de castigar y de prohibir todas las acciones malvadas: porque si quiesiese atacarlas todas, se eliminarían muchos bienes y quedaría comprometido el bien común, necesario para el conjunto de los hombres. Por tanto, con el fin de que ninguna culpa quedase sin castigar, era necesaria la intervención de la ley divina, que prohíbe todos los pecados» (Summa Theologiae, I-II, q. 91, a. 4). La ley civil tiene un poder de coerción que no tiene la ley moral. Por ello, en una sociedad en la que está vigente el principio de las dos comunidades, que es el origen del principio de libertad, no se puede pensar en imponer un tipo de ley a la que no se haya llegado a través del método propio de la sociedad civil, es decir, primero se forman las convicciones en las prácticas de vida y después, en los sistemas de gobierno democráticos, el debate parlamentario entre los representantes elegidos por el pueblo.
Pero esto no vale solo para hoy, como recuerda el cardenal Georges Cottier: «Los primeros legisladores cristianos [...] no abrogaron enseguida las leyes romanas tolerantes hacia prácticas no conformes [...] [a la moral de la Iglesia, porque] la Iglesia siempre ha percibido como lejana y peligrosa la ilusión de eliminar totalmente el mal de la historia por la vía legal» (G. Cottier, «La politica, la morale e il peccato originale» en M. Borghesi, Critica della teologia politica, Marietti 1820, Génova 2013, pp. 302-303).
Por eso, como escribe el padre Antonio Spadaro, al evitar «cuidadosamente reducir lo que es religioso al ámbito político», el Papa Francisco «postula el fin de la época constantiniana, rechazando radicalmente la idea de la realización del reino de Dios sobre la tierra» («La diplomazia di Francesco. La misericordia come processo politico», en La civiltà cattolica, I, 209-226/13 febrero 2016, pp. 215, 218). Esa época ya ha pasado. Ni siquiera han podido resistir las leyes producidas por la Revolución Francesa, que todavía conservaban una inspiración cristiana. Precisamente en esta situación queda todavía el espacio para una iniciativa. No es que no tengamos que hacer nada. El problema es qué tenemos que hacer para atraer, convencer, entusiasmar con la fe hasta llegar a desafiar la libertad de las personas.
Y esto ofrece también el espacio para el trabajo de los políticos. Desde este punto de vista, es interesantísimo lo que Ratzinger dijo en 1981: «El Estado no es la totalidad de la existencia humana [por esa separación a la que nos referíamos antes] y no abraza toda la esperanza humana. El hombre y su esperanza van más allá de la realidad del Estado y más allá de la esfera de la acción política. [...] Esto aligera el peso al hombre político y le abre el camino a una política racional [aligera el peso porque de este modo no depende todo de que un político consiga proponer una ley que lo resuelva todo, porque la política no tiene esta finalidad] [...]. El primer servicio que hace la fe a la política es por tanto la liberación del hombre respecto a la irracionalidad de los mitos políticos, que son el verdadero riesgo de nuestro tiempo. Ser sobrios y realizar lo que sea posible [...] siempre ha sido difícil; la voz de la razón nunca es tan fuerte como el grito irracional. El grito que reclama las grandes cosas tiene la vibración del moralismo; limitarse a lo posible parece en cambio una renuncia a la pasión moral, parece el pragmatismo de los mezquinos [para muchas personas esto es relativismo, es una cesión, una concesión]. Pero la verdad es que la moral política consiste precisamente en resistir a la seducción de las grandes palabras con las que se engaña a la realidad del hombre y a sus posibilidades. No es una actitud verdaderamente moral lanzarse a la aventura por un moralismo, tratando de realizar por sí mismos las cosas de Dios. Sí lo es en cambio la lealtad de quien acepta las medidas del hombre y cumple, dentro de estas medidas, la obra del hombre. La verdadera moral de la actividad política no es la ausencia de todo compromiso, sino el compromiso mismo» (Chiesa, ecumenismo e politica, op. cit., pp. 142-144).
Cada uno puede juzgar a la luz de estas palabras sus propias reacciones y las de los demás frente a lo que está sucediendo. La actitud que Ratzinger indica a los políticos, ¿puede parecer quizá mezquina, no suficientemente a la altura de la moral y de lo que habría que hacer? Lo hemos visto también en el tema del proyecto de ley Cirinnà. Leamos lo que dijo la Congregación para la Doctrina de la Fe en 2003: «Ante el reconocimiento legal de las uniones homosexuales, o la equiparación legal de estas al matrimonio con acceso a los derechos propios del mismo, es necesario oponerse» (Consideraciones sobre los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales, 3 junio 2003, 5). Estábamos en 2003. Y en 2007 todos se habían opuesto a ambos proyectos sin discusión alguna. Hoy se acepta el reconocimiento de los derechos civiles de las uniones de personas del mismo sexo sin la equiparación con el matrimonio hombre-mujer y eliminando la adopción de niños. ¿Es esto mezquino? ¿Acaso la Iglesia se ha vuelto relativista cuando dice que la eliminación de la adopción por parte de estas parejas del proyecto de ley sobre las uniones civiles es «una hipótesis correcta» (P. Parolin en P. Rodari, «La Chiesa teme “altri grimaldelli”», la Repubblica, 24 febrero 2016, p. 8), y por tanto un resultado aceptable, porque era lo que se podía obtener siendo realistas? Esto no significa de hecho que haya cambiado la moral de la Iglesia, como creen algunos. El problema es que, para reafirmar el valor del matrimonio, no se puede recurrir a la coerción de la ley civil. Esto es lo que ha defendido la Iglesia: el testimonio de la belleza de la familia.
Un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe recuerda, «como enseña Juan Pablo II en la Encíclica Evangelium vitae a propósito del caso en que no fuera posible evitar o abrogar completamente una ley abortista en vigor o que está por ser sometida a votación, que “un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, pueda lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública”» (Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 2002, 4). ¡Limitar los daños! ¿Acaso es esto relativismo? El texto de la Evangelium vitae prosigue: «En efecto, obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos» (Carta encíclica Evangelium vitae, 1995, 73).
Repito lo que he dicho al principio: una circunstancia como esta puede ayudarnos a comprender cuál es nuestra tarea en el mundo. Seguramente no podremos evitar que se extienda una mentalidad hostil a los valores que ha traído Cristo ni que se multipliquen leyes que no nos satisfacen, pero nadie puede impedirnos usar todo el espacio de la vida para testimoniar la belleza de la vida cristiana, con toda la riqueza de sus implicaciones culturales y operativas, poniendo delante de todos una experiencia tan fascinante que pueda suscitar un interés en las personas con las que nos encontramos. Esta es la verificación que individual y colectivamente estamos llamados a hacer. Y este es el motivo por el que don Giussani nos ha comunicado con insistencia el cristianismo como vida, una vida atractiva para todos. De hecho, como afirma el Papa Francisco, «los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino “por atracción”» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 2013, 14).
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón