Se discute en el mundo y también entre los cristianos. Se discute dialécticamente, a veces encarnizadamente. Hay divisiones que se mantienen durante siglos, justificándose. Luego sucede algo y, de repente, se derrumban barreras que parecían infranqueables, de tan enquistadas que estaban en los meandros de la historia y bloqueadas por causas políticas. Es lo que sucedió el pasado mes en Cuba, con el extraordinario abrazo entre el Papa Francisco y Kiril, Patriarca de Moscú y de todas las Rusias. Nunca había pasado, desde hace un milenio. Y la cosa es todavía más llamativa si se contempla junto a lo que ha pasado en torno a ese encuentro. Pocos días antes, el Papa había concedido una sorprendente entrevista llena de aperturas a China. Unos días después, invitó a Roma a Ahmad Al-Tayyib, Gran imán de Al Azhar, la universidad egipcia que es punto de referencia del islam sunita.
Tres grietas en otros tantos muros. Que vienen después de la que abrió en la República Centroáfricana, donde la visita de Francisco ha acercado de golpe a facciones que llevan años en guerra. O en La Habana, cuando incluso Raúl Castro y Barack Obama agradecieron al Papa su rol decisivo en la reanudación de los contactos entre Cuba y EEUU. Hechos impensables, según todos los analistas geopolíticos. Y sin embargo, han acontecido. Y por eso nos plantean preguntas. Una en particular: ¿cómo han podido suceder? ¿De dónde nace esta clase de hechos? ¿Cómo puede florecer –o empezar a germinar de nuevo– una unidad que parecía históricamente imposible?
No se pueden dar respuestas apresuradas. Necesitamos tiempo para entender. Pero llama la atención que un instante después del abrazo con Kiril, mientras el mundo empezaba a leer el texto de una Declaración conjunta que sorprendió a todos (lo podéis leer en este número), Francisco lo comentara así: «Hemos hablado como hermanos, compartimos el mismo Bautismo». He aquí adónde mira el Papa. El mismo Bautismo en Jesucristo. El mismo criterio para afrontar la realidad, la fe. El encuentro nace de ahí, cuando volvemos a lo esencial.
No es una premisa espiritual: es lo que permite entrar en los problemas concretos. Porque si hay algo evidente a los ojos del mundo entero es que este Papa entra en los problemas concretos. Hasta remover las fichas y abrir una posibilidad (aunque luego, lógicamente, falte un largo camino por recorrer...) de solucionar conflictos que siguen abiertos desde hace décadas, como la dolorosa cuestión ucraniana.
El Papa entra en ellos por la puerta principal, en lugar de practicar la mil y una entradas de servicio que nosotros consideramos atajos más eficaces, mientras que terminan inexorablemente por acabar en nada. Entra manteniendo la mirada fija en Jesucristo, en lugar de en estrategias, análisis, balances o juegos de poder. Y dando crédito a las partes en causa, manteniendo una apertura continua ante la brizna de bien que está en todos, en cualquier parte de cualquier conflicto. En un reciente artículo en La civiltà cattolica, el P. Antonio Spadaro ha hablado de la misericordia como la clave para entender también la visión “política” de Francisco. Una visión que impide «considerar algo o alguien como “perdido” definitivamente, ya sea en las relaciones entre países, los pueblos o los Estados», porque la medida de la historia es distinta de nuestras ideas, incluso de las que son justas.
Se trata de cuestiones cruciales que, a su vez, nos interpelan acerca del papel de los cristianos en el mundo. ¿Qué significa dar testimonio y en qué se diferencia de una contraposición dialéctica? ¿Qué supone dialogar en lugar de levantar muros? ¿Y es posible tender a la unidad? Todas palabras clave en la experiencia de la fe, hoy todavía más decisivas (como explica muy bien el texto que publicamos en la “Página Uno” de este número, transcripción de una reciente Asamblea de responsables de CL).
Detrás de todas estas observaciones, queda un interrogante esencial y dramático: ¿quién hace de verdad la historia? ¿Nuestras estrategias y proyectos, o la mirada fija en Jesús? Para responder nos conviene mirar los hechos.
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