La editorial Nuevo Inicio nos brinda la oportunidad de conocer mejor a uno de los autores más queridos por don Giussani, y que Balthasar incluye entre los exponentes insignes de la estética teológica de principio del siglo XX. Con prólogo y traducción de Sebastián Montiel, ya podemos leer en castellano el primer libro que escribió Péguy después de ser atravesado por la gracia: Verónica, diálogo de la historia y el alma carnal
La personalidad de Charles Péguy (1873-1914) es una de las más atractivas de nuestro tiempo, también para el pensamiento cristiano, que ha encontrado en el alma apasionada, en la mirada clara del poeta francés, un nervio central para la comprensión de la experiencia cristiana en el mundo presente. Don Giussani le cita constantemente, convirtiéndole en uno de sus referentes habituales, especialmente cuando habla de la libertad, de la gratuidad, de la Encarnación1. En la frescura, en la agudeza, en la mirada nuclear al cristianismo que tenía Péguy, Giussani reconoció la experiencia viva, siempre extraordinaria en lo ordinario, del cristianismo.
Sin duda, un maestro
Péguy ha marcado el pensamiento de autores judíos contemporáneos como Alain Finkielkraut, que ha afirmado de él que «es uno de los grandes pensadores del mundo moderno; sin duda alguna tiene la misma estatura que Nietzsche, Benjamin, Heidegger»2. Ha conmovido a grandes teólogos como Hans Urs von Balthasar, que le dedica el último capítulo de sus “Estilos laicales”3, como «exponente óptimo de la estética teológica de principios del siglo XX»4. El propio Benedicto XVI, después de asistir a la representación de El Misterio de la Caridad de Juana de Arco, obra escrita por Péguy en 1910, afirmó que expresa con gran fuerza «la inquietud del hombre y su búsqueda de la felicidad».
Nos encontramos, sin lugar a dudas, ante uno de los grandes maestros del catolicismo. Es, sin embargo, un maestro a menudo incomprendido, a menudo olvidado. Saludamos, por lo tanto, con alegría, la publicación por parte de la editorial Nuevo Inicio de Granada de uno de los textos centrales de este autor, el primero que escribió tras su conversión: Verónica. Diálogo de la historia y el alma carnal.
Un estilo vibrante
La edición y la traducción, como nos está acostumbrando la editorial Nuevo Inicio, están muy cuidadas. Merece destacarse el prólogo, que en realidad es un estudio preliminar sesudo y documentado sobre la figura de Péguy. Un trabajo extraordinario del Profesor Sebastián Montiel que, si no hubiese aparecido unido al Verónica, bien hubiese merecido publicación aparte.
Verónica es un libro intenso, de lectura veloz, en el que nos vemos arrastrados por la rapidez del pensamiento de su autor, que se vierte en las páginas sin tratamiento previo. Ese estilo vivo nos transmite casi sin manufactura el latir del corazón de Péguy, el raudo fluir de su sangre, la agitación de sus sentimientos y la agudeza de su ingenio. Apenas nos deja descansar, a lo que contribuye contundentemente la decisión editorial de mantener los larguísimos párrafos tal y como el propio autor quiso.
Verdades puras y claras
Por encima de todo, de la forma, del estilo, sobresale la pureza de las pocas y centrales verdades que quiere resaltar Péguy. Son verdades puras y claras, radicales, tan nucleares que nos parecen infinitas. Son verdades que los cristianos no podemos olvidar, de esas cuyo descuido se paga en decadencia. Sin embargo, resulta paradójico, tiernamente paradójico, que esas verdades que reconocemos de inmediato por su sana evidencia nos las venga a decir un socialista de los de verdad –amante apasionado de la libertad–, que no tuvo que dejar de ser revolucionario para ser cristiano y que, después de desear los sacramentos podía decirle a su amigo Maritain que él no era un converso, sino que siempre había sido cristiano, al menos de corazón y, lo que me parece más interesante y también más divertido, «que pensar que estar en la Iglesia y estar casado con una pagana y tener tres hijos no bautizados es una situación anormal le parecía un punto de vista muy de curas»5.
La vieja musa
La vieja musa Clío, la historia, es la que nos puede contar las cosas con verdad. Ella lo sabe todo y se toma su tiempo, espera a que las pasiones cedan, a que reposen los hechos, mira con atención al detalle, con serenidad y delicadeza, y finalmente dictamina. Clío nos dirá qué obras de arte de hoy son finalmente interesantes, nos dirá quiénes son los clásicos de nuestra época, determinará aquellos que merecen ser arrojados al pozo del olvido. Ella acabará diciendo qué es lo que merecía la pena y, es más, determinará qué es lo que ha sido y lo que no ha sido nuestro tiempo. Clío espera, nos deja movernos, atrabiliarios, por el mundo, nos deja buscar y perseguir, retorcernos, amar, maldecir, y sencillamente espera, espera atenta, sin perder detalle y, cuando ya hemos desaparecido, nombra lo que Es. Sí, así afirma ella que hace. Solo que no es cierto. Clío no nombra lo que Es, sólo es capaz de nombrar lo que Fue, y lo que Fue, lo que mañana se diga que Fue aquello que hoy a mí me es, me importa poco. Yo me estoy jugando todo, la vida, ahora, y ahora no me importa Clío: me importa mi vida.
Como si naciera ahora
Entonces una humilde judía se acerca a secar el sudor de un condenado y se lleva en un pequeño paño el mapa del infinito. Verónica no esperó: se abalanzó decidida. Verónica estaba allí, en el momento oportuno, y frente a ella pasaba el universo entero. No la encontró descuidada: se abalanzó. Cuando miró el rostro que había quedado impreso en aquel trozo de tela Verónica vio el mundo como si saliera de las manos del fabricante.
No sabemos si Verónica estaba casada con un pagano o con un judío, si tenía varios hijos o no, si corrió después o no a bautizarlos. No nos parece que Verónica tuviera que negar su pasado, sus miserias o logros anteriores, para comenzar una nueva vida. Aquel rostro la transformó, sí, pero transformó a Verónica, a esa humilde muchacha, que fue querida tal y como era en aquel momento, en aquel paraje, en ese tiempo y lugar. Ser cristiano sólo es profundizar en el mismo camino en el que uno ya se encuentra, es dar un paso más allá del lugar en el que estábamos retenidos, un solo paso, un pequeño desplazamiento de nuestra libertad, el movimiento definitivo que nos integra, como somos, en el mismo corazón del universo. Verónica siguió y después vio6.
El paradigma del genio
«El asombro es lo que cuenta»7. Ver el mundo como si acabara de ser hecho, como si uno mismo acabara también de ser hecho. Como si ahora, en este momento, fuésemos recién arrojados al mundo y mirásemos por primera vez alrededor. Péguy nos habla de esta actitud atendiendo a la figura de Victor Hugo, como paradigma del genio. El genio lo es porque no ha perdido el asombro, porque es capaz de mostrarnos a nosotros la realidad como sabemos que es pero no podemos ya verla, y eso nos hace sentir en sus palabras la intimidad de la verdad que no logramos ya crear nosotros mismos. El genio no la crea, no pretende crearla, simplemente la ve y nos la acerca, y la ve porque no ha perdido el asombro y la novedad. La fuerza de un genio consiste casi únicamente en ver el mundo como primer objeto de una primera mirada, es decir, como lo ve un niño.
La condición original
El genio es genio porque es niño, porque su relación con la realidad coincide con la forma en que Dios crea a los seres humanos, con la apertura original del niño. No pretendamos, pues, hacer del niño un genio a través de nuestros envejecidos y artificiales sistemas educativos, que precisamente pretenden arracarle de esa condición original para hacerle mirar el mundo desde el punto de vista ya adulterado de una ideología. La educación no consiste en generar complejos y sistemáticos procesos en los que le inculquemos al niño qué es lo que debe pensar. La educación no consiste, precisamente, en eso que pretenden nuestros políticos con su sistema educativo estatalista. La esencia del dominador, afirma Péguy veraz y brutalmente, es el pedagogo8.
El asombro
La manera en la que el hombre moderno se hace cristiano es a través del acontecimiento. Es más, la manera en la que cualquier hombre se hace verdaderamente cristiano es a través del acontecimiento, porque no es la cultura, ni la moral, ni un sistema de creencias, ni siquiera la tradición, lo que nos hace cristianos. Todo esto puede ayudar a nuestra libertad, nos puede enseñar a seguir, pero no basta con seguir: hay que ver. La misma mano que sostiene la realidad debe pasar ante nuestros ojos, despertar nuestro asombro, para que podamos decir “sí” a ese hecho, a esa realidad de la realidad.
El asombro abre camino a un nuevo inicio. El asombro hace que un hombre, que otro hombre más, vea de nuevo, pueda renacer. Por eso el último nos lo vuelve a explicar a todos, porque acaba de ver, porque lo tiene fresco, porque pasa por él la fibra primera de una nueva tela para Verónica.
El sonido de la gracia
Lo eterno, sin disimulos, llega a un nuevo hombre. La dulcísima caricia de lo eterno despunta los nervios de un corazón atento. En el tiempo, se refunda la eternidad. La refulgente gracia nos otorga, otra vez, la palpitación de la plenitud. El cristianismo es un recomenzar en la gracia, es un volver a acoger la novedad. La historia, también ella, puede constatar que el mundo se sostiene precisamente porque no es sólo mundo, porque no lo gobiernan de forma imperturbable los mecanismos de la causalidad. El mundo sigue su decidido mundanear porque es roto, conmovido, atravesado por la gracia constantemente. El siguiente latir de nuestro corazón es el sonido de la gracia al golpear contra nuestro pecho desvalido.
En la raíz de la descristianización
La negación de ese carácter extraordinario de lo ordinario, la negación de la gracia, el olvido de la gracia, es lo propio de la descristianización. La raíz del mundo moderno es no esperar ni reconocer la acción de la gracia, y los que primero hacen esto son los pobres cristianos, los viejos cristianos: los clérigos que ahogan la floración bajo la sequedad de la regla, de la norma, del poder político. Este es el anticlericalismo de Péguy, tan presente en Verónica, el anticlericalismo al que se refiere el cardenal Roger Etchegaray cuando afirma: «Me gusta su anticlericalismo de ley» y a continuación cita al mismo Péguy: «No cabe duda de que navegamos entre dos bandas de curas: los curas laicos que niegan lo eterno de lo temporal y los curas eclesiásticos que niegan lo temporal de lo eterno»9. Para nuestro filósofo-poeta francés la descristianización viene toda de esta actitud, de los curas que pretenden organizar ellos social y/o políticamente, como proyecto suyo, la acción de la gracia, es decir, que la niegan: «Caminan por los jardines de la gracia con una brutalidad espantosa. (…) Son los obreros de la hora en que se trabaja mal. (…) Se conducen como jornaleros en un jardín; y van y meten en el jardín empresas de demolición. Y sobre todo cuando Dios, por el ministerio de la gracia, trabaja las almas, no dejan, no dejan nunca de creer, estos buenos curas, que Dios sólo piensa en ellos, que sólo trabaja para ellos, (…) para su progreso temporal, a veces incluso en y para su dominio temporal».10
Un error de mística
Sin embargo, la búsqueda del poder temporal no es el tema central. Péguy supo ver que éste no era el problema decisivo, pues nace del pecado original que compartimos todos en todo tiempo. No es ésta la raíz de la descristianización, la raíz se encuentra en un error de mística consistente en negar que lo eterno alcanza el corazón del hombre en el tiempo, en la carne.
No se trata, por lo tanto, de que los pecados hayan superado hoy un límite antes no excedido. Como dice Péguy, ya nos hemos acostumbrado al exceso del pecado, la historia puede ser testigo claro de la permanente presencia del pecado. Se trata de que el cristianismo es un acontecimiento de gracia, algo totalmente libre. No se puede dominar, no se puede poseer, no se le puede encerrar en ninguna jaula. Al negar la gracia, todo se derrumba. El cristianismo queda descristianizado, convertido en otra cosa, reducido a una ideología, a un sistema de creencias, a una tradición que no dice ya nada, que no introduce ninguna novedad, que sólo nos recuerda el pasado pero que no toca el presente. Reducimos el cristianismo a una enseñanza del ayer, a la transmisión de ideas –llámenlas si quieren “valores”–, a una rígida ética. He aquí la tragedia del pueblo cristiano, esmerado en domesticar precisamente a aquellos que le llegan como portadores de la novedad.
Él está aquí
El centro de la historia es la Encarnación, el abajamiento de Dios hasta ser hombre, carne de nuestra carne. La Encarnación nos enseña que toda la historia afecta a Dios, que Dios ha querido ligarse de tal modo a nuestra historia que la ha hecho su propia historia. La historia es el desarrollarse de este hecho. La vida de cada uno es el desarrollarse, para él, de este hecho. Todo lo demás mira a este hecho, es para este hecho, es por este hecho.
Negar lo temporal, despreciar lo temporal, abandonar el mundo, es negar la Encarnación, es negar el hecho cristiano mismo, es negar la posibilidad misma de la gracia, es negar el cristianismo. Así Cristo se ha ligado al mundo, se ha dado al mundo, nunca se ha retirado del mundo. Cristo ha querido y quiere convivir con nuestra humanidad, con nuestra miseria, con nuestro pecado.
Cristo se hizo hombre. No ha dejado nunca de serlo. Cristo se hizo historia. No ha dejado nunca de serlo. La historia, que en este libro habla con los hombres y sobre todo dirigiéndose a los cristianos, nos recuerda esto una y otra vez en Verónica. Nos recuerda quiénes somos, a qué estamos ligados, nos recuerda los hilos infinitos, infinitamente entrelazados, que nos unen unos a otros en comunión en Cristo; nos recuerda lo intensamente humana que fue la vida de Jesús, su sufrimiento, su afecto, su muerte, su estrecha ligazón a la carne que era suya, carne de su carne.
Cristo está aquí. La gracia nos hace darnos de bruces con Él. Cabe, ante tal encuentro, el asombro del hombre, su estupor, y el movimiento de su libertad: “¡es Cristo!”; y otra vez el cristianismo renace. Quizá ese “sí” de un hombre no parezca cambiar mucho las cosas, no disminuye el número de los tratados injustamente o el de los hambrientos. Sí disminuye el número de los desesperados, pues el hombre que acaba de ser tocado sabe, y por él los demás recordamos, que existe un designio bueno sobre cada uno de nosotros, que nuestra inagotable sed de felicidad, de armonía, de unidad, se nos da para que queramos conducirnos hacia la fuente viva.
¡Qué bello, qué desmedido y potente es este libro de Péguy! Resulta imprescindible para cada uno de nosotros volver a retomar conciencia de este núcleo esencial que nos transmiten estas páginas, testimonio fresco de un hombre al que recién acaba de llegar la gracia.
Notas
1 Mis lecturas, Encuentro, Madrid, 1997, pp. 169-189.
2 “Sacaré a Péguy del gueto”. Entrevista a Alain Finkielkraut por Stefano M. Paci, en 30Días, n. 58, 1992.
3 Gloria, 3. Estilos laicales. Encuentro, Madrid, 1987, pp. 401-507.
4 O. c., p. 401.
5 Del “Prólogo” de Sebastián Montiel, p. 50.
6 Véase Luigi Giussani, Llevar la esperanza, Encuentro, Madrid, 1998, p. 73.
7 Verónica. Diálogo de la historia y el alma carnal. Nuevo Inicio, Granada, p. 6.
8 cf. o. c., p. 28.
9 “Introducción: con Charles Péguy”, en Lo que cuenta es el estupor, suplemento de la revista 30días, 2001.
10 Op. cit., pp. 83-84.
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