La infancia, el campo de concentración, la huída, la vida en el bosque, la vuelta a Israel. El descubrimiento de la Biblia, de la lengua, de los antepasados, de Abrahán... El insigne escritor hablará en Rímini del sentido religioso y del hombre, «esa nada que hiciste poco inferior a los ángeles». En realidad, contará la historia de una vida: la suya
Aharon Appelfeld, uno de los escritores más auténticos de nuestro tiempo, es un protagonista absoluto, testigo de cómo un hombre al que se le ha quitado todo, puede recobrarlo y poseerlo de forma nueva e insospechada. Appelfeld ha atravesando la dolorosa experiencia de sufrir un proyecto destinado a aniquilar el “yo”.
Historia de una vida (publicado por Península en 2005) es uno de sus libros más conocidos. A él ha correspondido la lectio magistralis de inauguración de la reciente Feria del Libro de Turín con ocasión de la reedición en lengua italiana por Guanda Editorial. Publicado en más de 30 idiomas en 26 países, Appelfeld –durante años profesor en la Universidad Ben-Gurión de Beer-Sheeva al sur de Israel– no es hombre que se dedique a las relaciones públicas. Ha sido definido indebidamente como «escritor de la Shoah». En realidad, se trata de una persona de una bondad, inteligencia y humanidad conmovedoras, unidas a una extraordinaria capacidad de escritura, actividad a la que dedica casi ocho horas al día.
Para Appelfeld, su vida, con la memoria de las cosas y las personas, se convierte en verdad relatada al tomar conciencia de su propia biografía y del mundo que la envuelve. Nacido en 1932 en Czernowitz (Ucrania), después del asesinato de su madre fue deportado con ocho años a los campos de concentración junto con su padre. Consiguió huir solo y vivió durante cinco años en los bosques de Alemania, entre una banda de ladrones y asesinos y una casa de prostitutas rusas. Este niño rubio custodió con orgullo el secreto de ser judío, mientras veía hundirse a todo un mundo, como dijo el pasado mes de octubre en el Centro Cultural de Milán.
En su casa de Mevassereth, que significa «el anuncio de Sión», a 9 km de Jerusalén, nos recibe confiándonos que en el Meeting quiere contar qué es para él el sentido religioso: el anhelo del hombre que es polvo, que es una nada que «hiciste poco inferior a los ángeles».
¿Quiénes son los protagonistas de sus libros? ¿Qué nos quieren decir?
Un escritor escribe a partir de su vivencia, escribe de alguna manera sobre sí mismo: él es el viejo, el niño, la mujer. En la práctica, todos los personajes de sus libros reflejan algo del escritor mismo. Y esto es particularmente verdad en mi caso. Pero si el escritor habla de sí mismo sin considerar atentamente las distintas figuras que le rodean, que entran en su vida, acaba por no crear nada. Se cierra en una visión limitada, se vuelve maniático, víctima de un egocentrismo.
En 1946 usted llega solo a Israel, procedente de un mundo que había dejado de existir. ¿Cómo empezó a buscarse a sí mismo, cómo se convirtió en protagonista de su vida y en escritor?
Tuve la fortuna de vivir en mi juventud el renacimiento de la lengua hebrea. Cuando llegué a Tierra Santa, hablaban hebreo alrededor de 200.000 personas. La necesidad y el deseo de decir de nuevo el nombre de mis seres queridos me empujó a hacerlo con una lengua nueva. Aquel fue un comienzo doloroso, un desgarro. A través de la lengua hebrea pude conectar de nuevo con la Biblia. Fui acogido en un kibbutz donde un hombre me dio una Biblia. Todavía me veo, siendo joven y copiando todos los días uno o dos capítulos de la Biblia. Esta escritura me acercó, me acercó de nuevo, al texto hebreo original, y desde entonces he leído un par de capítulos de la Biblia cada día. Esta es, por tanto, mi primera y última escuela, escuela de escritura. Comprendí con claridad que el mundo que había dejado a mis espaldas –mis padres, mi casa, la calle, la ciudad– estaba vivo y arraigado en mí, y que todo lo que me sucedía o me sucedería, estaba ligado a ese mundo en el que había crecido. En el momento en que lo entendí, dejé de ser un huérfano que lleva a rastras su propia soledad para convertirme en un hombre que conoce el mundo e tiene una incidencia sobre él.
En Historia de una vida ha escrito: «La literatura, si es verdadera literatura, es la melodía religiosa que hemos perdido»...
La mayoría de mis personajes son personas que tienen un vínculo con lo divino, aunque a veces no sean conscientes de ello. No pertenecen a una religión institucionalizada. Éste fenómeno se encuentra sobre todo en los niños, que no son conscientes de esta facultad que tienen. Yo procedo de una familia no religiosa. Mi padre era un pequeño empresario, y teníamos en casa dos camareras ucranianas que sí que eran religiosas. Recuerdo la fuerte impresión que tuve cuando una de ellas sacó algunos iconos y se arrodilló para rezar. Esta tal vez fue la primera expresión concreta de religiosidad que me impactó, el primer contacto que tuve con la fe. Pero lo interesante es que yo he llegado a la fe, porque ahora soy un hombre religioso, a través del cristianismo. ¡Es una paradoja! Luego, la Biblia y su prosa me han enseñado algunas cosas que constituyen la base de cualquier elemento religioso. Por ejemplo: el silencio es más importante que el hablar. El hablar es limitado, el silencio es infinito. En muchos casos, el hablar es un camuflaje, un ocultamiento.
Alain Finkielkraut le describió una vez como una persona que quiere mantenerse cerca de la memoria y lo más lejano posible de la elocuencia, para apartarse de una vida de palabras fáciles, vacías, de clichés. ¿Es para usted el testimonio la unidad de medida?
En tiempos de guerra no era la voz la que hablaba, sino los rostros, las manos. Por el rostro podías entender si el hombre que tenías delante estaba dispuesto a ayudarte o si estaba maquinando contra ti. Las palabras no ayudaban mucho a comprender. Pero las manos que te dieron un trozo de pan o un vaso de agua cuando estabas postrado por la debilidad, esas no las olvidarás nunca. La lengua hebrea tiende hacia un minimalismo: si puedes decir una cosa con dos palabras, no la digas con tres. Este ahorro deriva de la idea de que la palabra tiene una santidad particular y, por tanto, está prohibido profanarla. El hebreo es parco en descripciones, por eso no sabemos nada sobre el aspecto exterior de Abrahán, de los Patriarcas o de otros personajes. Todo se concentra en los actos, en las acciones. Los héroes protagonistas de la Biblia carecen casi todos de dotes excepcionales, no son todavía santos...
¿Qué quiere decir con esto?
Abrahán es una persona muy concreta, material. Al mismo tiempo habla con Dios, discute con él, establece pactos. Los protagonistas de la Biblia son personas concretas, toscas, sujetas a los instintos, a los impulsos, llenas de debilidad, pero tienen una relación casi natural con lo divino. La Biblia ha sido mi escuela de escritura, y puedo decir ahora que sus personajes han supuesto un ejemplo para mi vida personal. Sería un exceso decir que sigo el camino de Abrahán o que aspiro a su grandeza. El lado concreto, humano, de Abrahán me resulta claro, pero sus experiencias, sus visiones son inconcebibles para mí. Esta escuela es como una montaña que a duras penas consigo escalar. Representa una especie de espejo en el que me veo reflejado cada día. Sé que estoy lejos de lo divino, pero tengo un espejo que me lo acerca y mi escuela es la Biblia.
Generalmente se entiende por “protagonista” aquel que tiene éxito, pero a menudo esto significa una renuncia a las propias expectativas. Nos hallamos arrinconados entre homologación y nihilismo dulce: se trata de “no desear demasiado”.
He tenido la suerte, lo digo irónicamente, de haber pasado mi infancia en el infierno, y desde que salí de él tengo un sentido de la vida distinto de los que no han pasado por ahí. Vivir en un infierno humano donde las personas te castigan una y otra vez, constantemente, puede convertirte en una criatura cínica. El mundo después de la Shoah aparece como un mundo sin Dios en el que dominan sólo las fuerzas del mal. El pueblo judío en su mayoría creía en Dios, estaba dispuesto a morir por su fe. Pero se ha ido creando una situación trágica: hacia finales del siglo XIX la mayoría de los hebreos había dejado de creer. Hoy el 80%, quizás más, no tiene ningún vínculo con lo divino, y la clase dirigente lo considera algo irrelevante. Para los pocos que creen la fe se ha fosilizado, ¡y no son conscientes de esta tragedia! Al separarse de las fuentes de la fe, el pueblo judío ha creado muchos sustitutos de la fe.
Para usted los vínculos constituyen la urdimbre del yo. Ha escrito: «El pensamiento de que mis padres me estaban esperando me protegió durante toda la guerra. Los caminos me llevaron fuera del bosque, pero no lejos de mis padres... Durante los años de la guerra mis padres se hallaban fundidos con Dios en un grupo celestial custodiado por ángeles, destinado a venir a salvarme de mi vida infeliz».
La Biblia me ha enseñado a escribir y a leer, y por tanto me ha sacado de un ambiente que era ajeno a la divinidad. En hebreo, en lugar de «ha muerto», se dice «se ha reunido con sus antepasados». La muerte supone reunirte de nuevo con tus padres. Después de la Shoah me quedé huérfano, y busqué un vínculo con mis padres, abuelos, tíos. Este intento de reunirme de nuevo con ellos me ha transformado en escritor, pero sobre todo en creyente. Querer vivir de nuevo con ellos, que a primera vista puede parecer un culto a los muertos, era para mí un combate contra la muerte. En el momento en que me he reunido con ellos he vuelto a ser una persona normal y no ajena al mundo; además, me he reconciliado con algo grandioso, verdadero y, en parte, divino. He podido salir del cinismo, relacionarme con las personas de hombre a hombre, creer en el hombre. Doy gracias a Dios por haber impedido que llegar a ser una persona con una tendencia “didáctica”, que tiene que enseñar algo a los demás o que tiene algo más que ellos: he aprendido a amar a los demás tal como son.
Los protagonistas de la escena del mundo parecen ser las ideologías, los proyectos o, como ha escrito Thomas Stearns Eliot, los «sistemas perfectos en los que nadie tendrá necesidad de ser bueno»...
Yo he sido víctima de dos tipos de ideologías: el nazismo, que exterminó a mi familia, y el comunismo, que mató a mis tíos –que eran comunistas– por no adherirse al Partido. Ambos sistemas nos mataron porque éramos judíos. Nunca he tenido vínculo alguno con las ideologías. No están al servicio del hombre, sino en contra suya. Yo no las escucho, escucho la voz del hombre en cuanto hombre y del hombre como naturaleza social.
En Historia de una vida usted escribe: «He aprendido a respetar la debilidad y a amarla: la debilidad es nuestra esencia y nuestra humanidad... La persona moralista ignora las propias debilidades y en vez de dirigir sus pretensiones hacia sí mismo las dirige hacia el prójimo».
Si observamos el nihilismo que invade la sociedad, nos damos cuenta que la parte más afectada es el corazón del hombre. Una sociedad que olvida a la persona concreta en favor de la colectividad, no puede ser un grupo humano. En el judaísmo está escrito que aquel que salva aunque sea a una sola persona es como si hubiese salvado al mundo entero. Desgraciadamente la sociedad moderna se ha convertido en una sociedad de masas: el individuo ha sido absorbido por ella. En esto consiste el proceso de deshumanización que atravesamos.
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