En su discurso en la ONU, el Papa retoma un debate muy actual prosiguiendo la reflexión empezada en Ratisbona
Mary Ann Glendon, profesora de Derecho en Harvard y en la actualidad embajadora de los EEUU ante la Santa Sede, en una reciente publicación a cargo de Luca Antonini sobre la delicada situación de los derechos humanos (cf. Il traffico dei diritti insaziabili, Soveria Manelli 2007), ha afirmado que «la progresión de las ideas sobre los derechos del hombre se ha visto acompañada de una erosión en la convicción de que estos derechos puedan definirse objetivamente, puedan aplicarse de forma universal o estén filosóficamente fundados» (p. 95).
El hecho de que se celebrara el 60 aniversario de la Declaración Universal de los derechos del hombre (10/12/1948) no ha sido el único motivo por el cual Benedicto XVI se centró en este tema en la parte más significativa de su histórico discurso ante las Naciones Unidas el pasado 18 de abril (cf. Huellas, abril 2008, pp. 10-15).
El Papa se ha referido con claridad a una tendencia vigente a partir de los años 90, hablando de «presiones para reinterpretar los fundamentos de la Declaración y comprometer con ello su íntima unidad, facilitando así su alejamiento de la protección de la dignidad humana para satisfacer meros intereses, con frecuencia particulares». Esta nueva interpretación se basa en una concepción relativista que niega la universalidad de los derechos humanos en nombre de contextos culturales, políticos, sociales y religiosos diferentes. Se termina de esta forma reduciendo su tutela a la mera «aplicación de procedimientos correctos» o a un «simple equilibrio de derechos contrapuestos». Si se presentan en términos de pura legalidad, los derechos «corren el riesgo de convertirse en proposiciones frágiles, separadas de la dimensión ética y racional, que es su fundamento y su fin». En la obra citada al comienzo, Paolo Carozza, profesor de la Universidad Notre Dame, ha descrito de forma sugerente e inquietante un “comercio” de derechos humanos, tratados como «contenedores vacíos» (cf. pp. 81-94). Una evolución semejante contradice radicalmente el planteamiento unitario de la Declaración, que «fue adoptada como un “ideal común” (preámbulo) y no puede ser aplicada por partes separadas, según tendencias u opciones selectivas que corren simplemente el riesgo de contradecir la unidad de la persona humana y por tanto la indivisibilidad de los derechos humanos». Benedicto XVI valorado positivamente el fundamento de los derechos humanos reconocido por la Declaración en la dignidad humana, en el deseo explícito de poner «a la persona humana en el corazón de las instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad», subrayando que los derechos reconocidos y trazados en la Declaración, incluido el derecho a la libertad religiosa, «se aplican a cada uno en virtud del origen común de la persona, la cual sigue siendo el punto más alto del designio creador de Dios para el mundo y la historia. Estos derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones (...) no sólo el hecho de que los derechos son universales, sino que también lo es la persona humana, sujeto de estos derechos».
Benedicto XVI señala el riesgo de que la legalidad prevalezca sobre la justicia (los derechos humanos serían «resultado exclusivo de medidas legislativas o decisiones normativas tomadas por las diversas agencias de los que están en el poder»), pero la novedad más relevante de su discurso consiste en la centralidad que concede a un dato de la experiencia demasiado olvidado: «el respeto de los derechos humanos está enraizado principalmente en la justicia que no cambia, sobre la cual se basa también la fuerza vinculante de las proclamaciones internacionales».
Dos dimensiones fundamentales se deducen de la argumentación de Benedicto XVI: a) el fenómeno del derecho no nace ante todo como producto de la voluntad del legislador o de decisiones de las «diversas agencias de los que están en el poder», sino de la dimensión intersubjetiva propia de toda persona, en todas las culturas y en todos los contextos sociales y culturales: «los derechos y los consiguientes deberes provienen naturalmente de la interacción humana». b) la raíz de los derechos y de los deberes está por tanto en la experiencia elemental de la persona, porque ellos «son el fruto de un sentido común de la justicia, basado principalmente sobre la solidaridad entre los miembros de la sociedad y, por tanto, válidos para todos los tiempos y todos los pueblos».
En respuesta al intento de concebir la legalidad como expresión de la voluntad de poder de los Estados y sobre todo de los poderosos lobbies internacionales, que tratan de plasmar los derechos sobre la base de deseos individualistas o de intereses particulares, el Papa insiste en el hecho de que «los derechos humanos han de ser respetados como expresión de justicia, y no simplemente porque pueden hacerse respetar mediante la voluntad de los legisladores».
Para Benedicto XVI, por tanto, el fundamento de estos derechos situado en la dignidad humana y en el reconocimiento del valor trascendente de cada persona «enraizada firmemente en la dimensión religiosa» es el punto de partida irrenunciable para el discernimiento («es decir, la capacidad de distinguir el bien del mal») frente a las nuevas situaciones y a la petición de los derechos.
A este respecto, vuelve el tema de fondo, ya señalado en la frustrada intervención en La Sapienza, en diálogo con Rawls y Habermas, sobre el papel público de las religiones, libremente practicadas, en la sociedad secular, que «pueden entablar autónomamente un diálogo de pensamiento y de vida» (libertad religiosa) y de esta forma contribuir «a construir el consenso sobre la verdad en relación a los valores u objetivos particulares» en la distinción entre esfera religiosa y acción política. En definitiva, en la ONU el Papa ha dado un nuevo paso en el camino que comenzó en Ratisbona para ayudar al hombre moderno a “ampliar la razón”. Benedicto XVI nos ofrece una revisión, clásica y al mismo tiempo original, del “derecho natural”, propuesto aquí como método realista para reconocer y afirmar «la dimensión ética y racional» de los derechos humanos a partir de la experiencia original de toda persona, movida por la exigencia indeleble de una «justicia que no cambia».
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