Según el Gobierno se trata de avanzar en la laicidad. En realidad, a los socialistas nunca les agradó nuestra Constitución porque resuelve perfectamente la recíproca autonomía entre la esfera política y la religiosa, con el presupuesto auténticamente laico de que las identidades religiosas forman parte del patrimonio de valores que articulan y enriquecen la sociedad
Se han cumplido dos meses de legislatura y el Gobierno Zapatero sestea cómodamente mientras asiste a la debacle interna del principal partido de la oposición. Sólo hay un asunto en el que se ha mostrado ágil y presto a la tarea: su proyecto laicista y de transformación ético-cultural. De hecho, la contestada Educación para la Ciudadanía ha quedado fuera de las ofertas de pactos de Estado lanzadas a la oposición, se abre una senda parlamentaria para la ampliación del aborto y se anuncia la reforma de la Ley Orgánica de libertad religiosa. Según el Gobierno se trata de avanzar en la laicidad, pero por este camino progresamos rápidamente hacia la fractura social y el confesionalismo laicista.
Una buena norma
Para justificar su anuncio estrella, la Vicepresidenta De la Vega ha invocado la necesidad de tutelar la libertad religiosa de todos, mientras Pepe Blanco esgrimía el creciente pluralismo de la sociedad española. Lo cierto es que la vigente ley, aprobada en 1980 con tan sólo cinco abstenciones, garantiza plenamente los derechos de todas las comunidades religiosas. Si algo falta es el desarrollo pleno de los preceptos contenidos en la ley, pero eso depende fundamentalmente de la voluntad política de los gobiernos de turno y no de una supuesta inadecuación de la norma legal a los nuevos tiempos. Los portavoces de las confesiones religiosas con notorio arraigo han explicado que su aspiración es que se cumpla la ley en materias como financiación, educación y asistencia hospitalaria, pero no que se apruebe una nueva ley, por lo demás incierta. Y es que conociendo el enfoque del Ejecutivo en cuanto a la libertad religiosa, cualquier cambio implicará una restricción del significado y alcance de dicha libertad.
Un cambio constitucional de facto
En el fondo, lo que pretende el Gobierno es operar un cambio constitucional de facto, sin cambiar una coma de la Carta Magna. Es lo mismo que ha pretendido (y parece que logrado) en materias como la configuración nacional, el matrimonio o la definición de derechos fundamentales. A los socialistas nunca les agradó el artículo 16 por su enfoque decididamente positivo del hecho religioso, por su comprensión de la aportación de las confesiones religiosas al bien común (y por tanto de su presencia en la esfera pública), y naturalmente por su reconocimiento del papel relevante de la Iglesia Católica en la historia y la sociedad españolas. De hecho la nuestra es una Constitución verdaderamente moderna en esta materia, porque resuelve perfectamente la recíproca autonomía entre la esfera política y la religiosa, pero sin abrir un foso absurdo de ignorancia u hostilidad. Por el contrario, señala a los poderes públicos la senda de la cooperación, con el presupuesto auténticamente laico de que las identidades religiosas forman parte del patrimonio de valores que articulan y enriquecen la sociedad.
Escucha a tus colegas
Desde su llegada al poder, el discurso de Zapatero ha procurado impugnar dicho enfoque y ha conseguido vaciarlo de contenido práctico. En su concepción, el hecho religioso debe quedar ceñido al ámbito privado y no está llamado a aportar su sabiduría y experiencia humanas a la configuración de la base de valores compartidos por la sociedad. Por eso hay que desalojar a los sacerdotes de los comités de ética de los hospitales bajo el pretexto de que su presencia es lesiva para los derechos de quienes no son católicos; y por eso se diseña una moral pública en el círculo del poder, ciega y sorda a la aportación histórica de la tradición cristiana que ha vertebrado el pensar y el sentir de generaciones enteras de españoles. Si Zapatero escuchara algo más a Merkel o a Sarkozy, pero también a sus colegas de la izquierda como Blair o el propio Veltroni, comprendería que no se puede profundizar en la laicidad relegando a las religiones al cuarto de estar de cada casa y menos aún hostigando a la tradición mayoritaria de una sociedad. Comprendería también que la política no puede ofrecer la salvación, el sentido y la felicidad que necesita la vida de cada persona, y que por tanto debe acoger y valorar aquellas instancias que son portadoras de razón y de esperanza.
Una tarea de largo alcance
En todo caso el envite está sobre la mesa. Es cierto que el Gobierno (como le ha señalado certeramente el diario El País) prefiere operar sobre una Ley que afecta principalmente al resto de confesiones, ya que las relaciones con la Iglesia Católica están regidas por los Acuerdos entre la Santa Sede y el Reino de España. De momento, Zapatero prefiere no abrir ese dossier, no por falta de ganas. Se limita a enviar un mensaje simbólico y a condicionar por vía indirecta el desenvolvimiento de la actividad pública de la Iglesia, ya veremos en qué términos. Por el momento la Conferencia Episcopal prefiere no entrar al trapo: la prudencia aconseja evitar polémicas estériles, pero también demanda construir un discurso público potente sobre la sana laicidad que Benedicto XVI viene patrocinando. Es algo que debería empapar la predicación habitual, la catequesis y la formación de adultos. Debería ser también un eje de la actividad y de la presencia de las asociaciones y movimientos católicos, y para eso no basta repetir eslóganes fáciles, hace falta trabajar, profundizar y crear. Esta es una tarea de largo alcance para toda una generación de católicos españoles.
La única condición
Es posible que en el medio plazo, quién sabe si en el corto, el paraguas jurídico que ampara positivamente al ejercicio de la libertad religiosa resulte malparado e incluso que la ceguera ideológica del gobierno le conduzca a plantear el órdago que de momento se reserva. En ese caso los católicos habremos de derrochar inteligencia, creatividad y coraje para alumbrar un nuevo esquema. Pero lo más importante no es eso. Lo decisivo es que nuestra fe no está encadenada, y que por tanto, en cualquier escenario político-jurídico que venga, la caridad y la misión pueden desenvolverse y alcanzar la razón y el corazón de los hombres, sea cual sea su circunstancia. La única condición es que esa fe exista, que sea vivida personal y eclesialmente, que no tema exponerse a la intemperie para dar razón de sí misma, que construya cada día una compañía de hombres libres. Esa es la presencia que ningún laicismo puede borrar.
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