«Dejaos interrogar por este cielo que os mira». La invitación a cinco mil universitarios reunidos en Rímini para los Ejercicios espirituales. Las palabras de don Giussani en Reconocer a Cristo, el testimonio de una oncóloga, las charlas (y los cafés) con Julián Carrón. Y las preguntas de los chavales...
Vísperas de san Ambrosio, de la Inmaculada y de la apertura de la Puerta Santa. Viernes a última hora de la tarde, en un Rímini invernal que nada tiene que ver con el de las tarjetas postales y el turismo de masas. En el inmenso salón del Recinto Ferial no se oye el vuelo de una mosca. Entran todos en silencio, ordenadamente, van ocupando uno a uno los cinco mil asientos, al hilo de la potente música de Beethoven. Está bien. Muy bien. Se renueva aquí el rasgo propio de la educación giussaniana: educar en la Belleza. Creo que no hay nada más importante para la persona y para la sociedad. Ahí están, bien dispuestos, los cinco mil jóvenes universitarios, inclinados sobre sus cuadernos y tabletas para anotar las palabras de Julián Carrón, sucesor de don Giussani en la guía de Comunión y Liberación. Se ve que tienen ganas de aprender. Eso también está bien.
¿Pero aprender qué? ¿A adueñarse de los conocimientos y técnicas necesarios para abrirse camino? ¿A no sufrir demasiado, a no complicarse la vida, a ejercer cierto poder, a no necesitar nada? No. Ellos desean aprender a ser hombres. De eso exactamente está hablando Julián Carrón. Les acompaña para medirse con el título de estos tres días: “¿Hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad?”. La respuesta, que todos dirían afirmativa, no es obvia, en absoluto. «Es una pregunta enorme», escribe una chica en una carta, «El deseo de ser feliz es lo más verdadero que tengo pero, normalmente, vivo como si no existiera».
Entonces, ¿hay algo que pueda despertarnos de la distracción y del escepticismo? «Jesucristo», dice uno. «¡Nooo! ¡La realidad!», corrige Carrón inmediatamente. La realidad, que a veces es como un electroshock. Tan provocativa que un superviviente de la masacre del Bataclan en París puede darse cuenta de que «la vida pende de un hilo. Por eso, tomar en serio esta nueva vida que se me devuelve es el modo de gustarla».
El Barroco de Lecce. Sábado por la mañana, Carrón desayuna con unos chicos de Lecce. Café doble en compañía: media hora de diálogo a corazón abierto. «¿Cómo puedo mirarme con ternura?». «Mantén viva esta pregunta durante la jornada, procura estar atento a lo que sucede y mira si percibes algún indicio que te sirva». Las respuestas nunca son definiciones sino indicaciones para recorrer un tramo del camino. Que cada uno tiene que recorrer, que nadie puede hacer en tu lugar.
Salimos aprisa hacia el recinto ferial para la lección. Dos palabras en el coche con Marcelo y Antonio. «Fantástico el Barroco de vuestra ciudad, Lecce». «Fíjate, todo se construyó durante los 200 años de violencia y masacre por parte de los turcos, en la época de los 813 mártires de Ótranto. Nuestra gente respondió a la barbarie creando belleza. Porque el cristianismo es fuente de vida, de belleza que se reconoce enseguida».
Y de qué manera. Marcelo y Antonio cuentan su experiencia con un compañero de estudios. En la universidad tuvieron lugar varios hurtos y, al final, las sospechas se concentraron sobre este chaval. Los dos hablaron con él. Después de dos horas de mentir y negar, el chico se echó a llorar, lo admitió y les pidió ayuda. Era ludópata, estaba enganchado al juego. Se sinceró con ellos porque por primera vez en su vida no se sentía abofeteado, incluso por sus seres más queridos. Se sintió perdonado, mirado con una bondad gratuita. Con la ayuda de estos dos amigos, accedió a seguir un tratamiento. Antes, hubiera sido impensable.
Si Alguien te cambia la vida, es que existe. La respuesta existe. Existe Aquel que colma la ausencia que nuestro corazón percibe. ¿Pero cómo alcanzar a Dios? ¿Acaso acierta Kafka al decir que conocemos el punto de llegada pero no hay un camino viable? «Teóricamente sí, históricamente no». La estocada es de don Giussani. El hombre no sabe construir el puente de arcos infinitos hasta llegar al cielo, pero hace dos mil años, en una aldea de Palestina, hubo un hombre que osó decir: «Yo soy el camino». Y este anuncio golpea nuestros oídos, hoy como entonces, y nos obliga a tomar posición: o está loco, o indica una posibilidad. Carrón confía la comunicación de ese punto incandescente, decisivo para la historia del hombre y del mundo, precisamente a la voz y a la pasión de don Giussani, mediante el video grabado en unos Ejercicios espirituales de los años noventa con el lema «Reconocer a Cristo». Más de dos horas de identificación absoluta con el ánimo y los movimientos de los primeros que se toparon con Jesús, que sorprendidos por su carácter excepcional le siguieron, preguntándose: «¿Pero quién es este que corresponde como nunca habríamos imaginado a la espera de nuestro corazón?». «Estas cosas no se comprenden en su estricto valor intelectual», dice Giussani, «si uno no se identifica con ellas». Los cinco mil alzan la mirada de sus tabletas y cuadernos, ya no escriben, no pueden hacer otra cosa más que mirarle hablar. Como Juan y Andrés aquella tarde en Galilea, en casa de Jesús. Con la extraordinaria persuasión de su carisma, Giussani testimonia que Cristo está presente y nos sale al encuentro exactamente igual que entonces, llega hasta nosotros como un agua viva, por el cauce ininterrumpido de los que le han reconocido y transmitido. Hoy como entonces genera gratitud, gratuidad, virginidad en la relación con todo, gusto y novedad de la vida. Cristo acontece hoy ante un enfermo de Sida en el final de su vida que se declara libre, en paz y útil («dos mil años quedan barridos de golpe por esta carta»); ante una joven profesora que se enfrenta en Uganda a situaciones durísimas; ante un chaval que paga su conversión con el martirio; ante las hermanas de la Madre Teresa que recogen de la calle a los moribundos con la conciencia de hacérselo a Jesús. La lucha contra el nihilismo es esta conmoción vivida. La descripción que hace Giussani de un hombre y un mundo nuevos donde todo es caridad, es potentísima, sugestiva y arrolladora.
Silencio y admiración. Pero aquí empieza el trabajo, porque no se trata de ninguna magia sino de un camino humano. Hasta el testimonio más arrollador, si se queda en un impacto sentimental, acaba en nada. En los hoteles, reuniones por grupos para plantear las preguntas que luego confluirán en la asamblea. Todos se identifican unánimes con el deseo de tener días de prosperidad. Todos están sobrecogidos ante la humanidad de don Giussani. Unos, como Clelia, por la plena razonabilidad del camino indicado, que no excluye nada de nuestra humanidad; otros, como Chiara, por la percepción de que cada palabra refleja una verdad vivida: «Me estaba hablando a mí, como si estuviera aquí, vivo y presente»; algunos, como Andrea y Tommaso, volvieron sin palabras al ingrato servicio de orden en los aparcamientos, callados, con el corazón embargado de agradecimiento.
Pero no para todos fue así. En muchas preguntas salía a la luz la duda de no poder experimentar la satisfacción al propio deseo de felicidad y el miedo. Algunos manifestaban sufrir la carcoma del escepticismo. A cada uno, Carrón se dirige como un padre que aclara y corrige, poniendo en guardia ante los espejismos y las desviaciones del camino indicado por Giussani. Él no nos sugiere “alcanzar” la respuesta, sino estar abiertos a la realidad con sencillez de corazón para poder reconocerla cuando nos salga al encuentro. Carrón continúa con los diálogos también durante la cena, esta vez con los responsables nacionales del CLU. La conversación no difiere mucho de la que tuvo lugar por la mañana con los chavales de Lecce. No se habla de cómo organizar “los grupos” como si fueran jefes de una asociación; se habla de la vida, de la relación con la realidad, de cómo comprobar la correspondencia de Cristo con las exigencias de nuestra naturaleza. Se habla de cómo reconocer a Cristo presente cambia la vida. Mejor dicho: se pide una ayuda para realizar el propio camino personal.
Pendientes de turquesas. Marta, más conocida como la doctora Scorsetti, es una mujer joven y hermosa, directora de una Unidad de Radiología oncológica muy avanzada y reconocida profesora universitaria. Con poco más de veinte años se entregó a Dios y vive en una casa de Memores Domini. Carrón le pidió que contara cómo Cristo se hace presente en su vida diaria como mujer, como memor Domini, como profesional.
Ella se retrata, desde el escenario del inmenso salón, ante los cinco mil jóvenes, con la transparente claridad de quien no engaña, y con el tono afectuoso de una hermana mayor que quiere de corazón el bien para estos chavales. Cuenta hechos y desprende alegría. En la vida de muchos pacientes aplastados por el dolor y el desánimo, ha visto florecer un bien insospechado, sobreabundante, gracias a pequeños gestos, gracias a esa humanidad que hace presente al Señor y que le hace repetir, conmovida y sorprendida: «¿Quién eres tú, oh Jesús, que nos quieres tanto?». Tanto como para hacerla saltar de la alegría. Una vez, en la hora de silencio, mientras su corazón se sumergía en la oración, su mente se escabulló hacia otra parte, distraída por el deseo de un par de pendientes azules que quedarían muy bien con cierto vestido… Al día siguiente, una paciente fue a la consulta para despedirse de ella y darle las gracias por sus cuidados, y le llevó un regalito para que tuviera un recuerdo de esa amistad. Increíble: dos pendientes de oro y turquesa, dignos de una reina. «Esta es la ternura de la que Jesús es capaz. Es totalmente cierto: existe un cielo que nos ríe en los ojos y que no es nuestro. Así es, chicos, dejaos mirar, amar, interpelar por este cielo que os mira y os pregunta: pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
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