Es una de las películas más comentada en los últimos tiempos porque INSIDE OUT (Del revés) habla de la relación del hombre con la realidad. Un filósofo ve en ella una historia que viene de lejos (de Hume y Descartes) y llega hasta nosotros para que cada cual se interrogue y responda a partir de su experiencia
«¿Has mirado alguna vez a alguien imaginando qué estará pasando dentro de su cabeza?». Con esta pregunta empieza una de las películas más comentada en los últimos tiempos –Inside Out (Del revés)–, un “simple” largometraje de animación sobre niños y (aparentemente) para niños, pero que aborda nada más y nada menos que la dinámica de nuestra relación con la realidad. ¿Qué relación se da entre lo que está “dentro” de nosotros y lo que está “ahí fuera”? ¿De qué modo las cosas, los acontecimientos, los accidentes tocan y perturban los mecanismos de la mente? ¿Y de qué forma el conocimiento del mundo llega a encontrarse más o menos condicionado por las emociones?
La historia es la de una niña de 11 años, Riley, que vive una infancia feliz en el cálido seno de una familia en los campos helados de Minnesota, donde se divierte como loca jugando al hockey. Por motivos de trabajo, la familia debe mudarse a su pesar a San Francisco. Riley tiene que afrontar el trauma emocional que este cambio supone: la nueva casa es fea, en la escuela echa de menos a sus antiguos compañeros e incluso la pizza que compran en el local de la esquina, ¡está increíblemente condimentada con brócoli!
Emociones primarias. Pero la verdadera localización del film es otra, es la mente de Riley, observada como en una disección del mecanismo de los procesos cerebrales. Y los verdaderos protagonistas son otros, a saber, los sentimientos, las cinco emociones que se agitan en esa mente como en la caverna platónica, y que responden a los nombres de Alegría, Miedo, Ira, Asco y Tristeza. A estos se corresponden otros tantos simpatiquísimos seres que con sus colores, actitudes y muecas representan estas energías psíquicas y neuronales, de signo positivo y negativo, que se desencadenan en una u otra ocasión según los acontecimientos externos.
Se trata realmente de esas “emociones primarias” de las que habla la psicología evolutiva (por ejemplo, Robert Plutchik). La mente sería como un gran archivo de datos memorizados, representados en el film como esferas de distintos colores, según la cualidad emocional con la que hayamos percibido cada momento de nuestra existencia. Estas esferas van y vienen a lo largo de los conductos del sistema nervioso y se reagrupan de vez en cuando en unas “islas” fluctuantes en la mente de Riley, donde se construye (pero también se puede derrumbar) el sentido de las cosas: la isla de la familia y la de la amistad, la de la honestidad y la del hockey, incluso la de las tonterías…
Una “sala de control”. Pero la historia viene de lejos. Según la vieja doctrina empirista de David Hume, el filósofo escocés del siglo XVIII que está en la base de muchas teorías contemporáneas sobre el funcionamiento de la mente, lo que nosotros conocemos del mundo nunca es el mundo mismo, sino nuestras reacciones subjetivas –sensoriales y emocionales– ante el movimiento de los cuerpos que nos impacta desde fuera o también ante los movimientos internos de nuestro espíritu. Pero ni siquiera nuestro “yo” individual existe en un sentido auténtico y real, se trata solo de un conjunto de percepciones que se mantienen unidas por la costumbre, resultante de la memoria (con la que recordamos lo que hemos probado) y la imaginación (con la que prevemos un estado análogo de las cosas). El yo sería como un teatro donde se desarrolla una representación cada vez distinta y mutable: los guionistas de Inside Out la llamarían más bien una “sala de control” donde se forma una narración –el relato de la vida, como una “fábrica de sueños” al estilo de Hollywood– pilotada por los cinco sentimientos que pulsan botones, suben y bajan palancas mecánicas para inducir reacciones, controlar actitudes, buscar en cada ocasión un posible o imposible equilibrio.
Hume se oponía a otro gran autor del XVII, el racionalista Descartes, quien teorizó que las emociones (él las llamaba «pasiones del alma»), puesto que nos hacen «vibrar» y «gustar la máxima dulzura en esta vida», no pueden en cambio influir en el conocimiento objetivo del mundo, que se limita a medidas geométrico-mecánicas del conocimiento científico. Y desde entonces se hizo predominante, hasta hoy, una imagen del conocimiento desprovista de sentimientos y valoraciones subjetivas, que se consideran demasiado poco fiables como para podernos asegurar la objetividad del mundo.
¿Qué tienen en común Descartes y Hume, a pesar de sus perspectivas contrapuestas? Una separación entre la fría racionalidad del conocimiento y la cálida emotividad de los sentimientos. Se puede preferir una u otra (no solo a nivel de teorías filosóficas sino también en los diversos momentos de nuestra vida), pero el hecho es que la una parece espantar siempre a la otra. Sin embargo, si observamos con atención la dinámica de nuestra experiencia cotidiana, notaremos al menos un punto de contacto entre estos dos fenómenos: cuando algo nos llama la atención, y cuanto más intensamente lo hace, tanto más eso constituye una invitación a entender de qué se trata, a juzgar verdaderamente lo que es, en definitiva, a conocerlo.
Debatiendo con los amigos a propósito de la película y releyendo varios comentarios de la presa nacional y extranjera, priman dos reacciones: algunos (pienso en Antonio Polito del Corriere della sera) observan justamente que en el guión de Inside Out faltaría precisamente la razón, esa facultad que se ocupa de guiar y orientar los sentimientos, permitiendo vehicularlos en el juicio y en el conocimiento. La pobre Riley se lo jugaría absolutamente todo en sus emociones, sin llegar a ser nunca una persona realmente consciente y sobre todo libre y responsable en llevar la batuta de este quinteto. Otros (como Julian Baggini en The Guardian) reciben en cambio la puesta en escena del film como lo más correspondiente a los últimos descubrimientos de la neurociencia, donde el yo y el “yo mismo” (self) se construye paso a paso en una narración inducida por las emociones y ensamblada por la memoria, pero sin que en el fondo haya nada “permanente” ni estable. En resumen, por decirlo más simplemente, para algunos la niña de la película sería un individuo sin razón, totalmente reducida a sus reacciones sentimentales; para otros habría que tener en cuenta que, en efecto, a esta edad (¿pero solo a esta edad?) los adolescentes son exactamente así, dominados por la emotividad.
Mi opinión es que el interés del largometraje es el de suscitar una pregunta sobre nuestra experiencia como personas que están en el mundo: ¿nuestra razón es una facultad abstracta que se añade (aunque sea como una “guía”) a nuestras emociones, o existe desde el primer momento una razón encarnada en nuestro cuerpo y en nuestros sentimientos? ¿Y estos últimos son solo mecanismos instintivos y obtusos, o conllevan la impronta de un juicio, como un punto de “libertad” dentro de los condicionamientos emotivos?
La escena culminante. Me ha vuelto a la mente un pasaje formidable de El sentido religioso de don Giussani, en el capítulo dedicado a la «Moralidad en la dinámica del conocimiento». En la experiencia –observa don Giussani– se demuestra que cualquier cosa que entre en el horizonte personal provoca una reacción (sea del tipo que sea), y esta determina un estado de ánimo o un “sentimiento” consiguiente. Por eso, «la razón, para conocer un objeto, tiene necesariamente que contar con el sentimiento». Está «filtrada por el estado de ánimo», y por tanto implicada con él.
Esto contesta a la concepción “racionalista”, según la cual la razón sería una capacidad de conocer sin ninguna interferencia exterior. Al contrario, cuanto más nos interesa el objeto a conocer, es decir cuanto más “valor” tiene para nosotros, tanto más la razón está condicionada por el sentimiento en relación con ese valor. Según la mentalidad dominante, el conocimiento humano solo sería “objetivo” eliminando el factor del sentimiento; en cambio, lo que implica este factor (como las verdades morales) caería en el campo de la opinión “subjetiva”. Pero esta conclusión contradice la dinámica propia de la experiencia: ¿cómo es posible que justamente cuando algo me interesa estoy condenado a no poder conocerlo nunca? Realmente, no sería resolutivo censurar uno de los factores en juego en la propia experiencia (en este caso, el sentimiento).
Es más razonable –sugiere don Giussani– la hipótesis de otra solución, de tipo positivo, para este problema: el sentimiento nos viene dado como un factor esencial, que facilita el conocimiento, igual que la lente del cristalino hace más fácil la visión de las cosas por parte de nuestro ojo. Por eso, «la solución no consiste en arrancar el cristalino del ojo, sino en graduar la lente».
Os invito a volver a ver, a la luz de esta hipótesis, la escena culminante de la película, donde Alegría, hasta entonces empeñada al máximo en querer colorear de amarillo dorado todas las experiencias de Riley, tratando de imponer un optimismo a toda costa, comprende que la “positividad” de la vida es otra cosa, y que no puede censurar el azul de Tristeza. Más aún, esta última es el corazón secreto de la alegría: la espera de un cumplimiento que nos permite considerar las dificultades de la vida como un paso hacia nuestra realización personal. ¿Acaso no es cierto que a veces nos invade una nostalgia que no es solo la falta de algo que hemos vivido en el pasado? ¿Acaso no sentimos a veces el ansia por algo que vibra en el presente, el deseo que surge de una promesa para la vida y nos proporciona el sentimiento, y la vez la conciencia, de nuestro “yo”?
(*profesor de Historia de la Filosofía en la Universidad de Bari)
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