La misa de los niños
«Recuerdo a todos que dentro de un cuarto de hora es la misa en el salón. Aviso para los padres: los niños pueden seguirla en el espacio contiguo. Los chicos de GS que han dado la disponibilidad para ayudar a cuidarles que entren ya. Pedimos silencio». El aviso lanzado por el megáfono llega mientras el sol se pone tras las colinas de Águas de Lindoia, a tres horas en coche de São Paulo. Es el segundo día en las vacaciones de la comunidad brasileña: 450 personas, un centenar de ellas niños. La jornada había transcurrido entre juegos y cantos, todo había salido perfecto y ahora llegaba la Eucaristía.
Al entrar se reparten: los adultos al salón, los más pequeños corren hacia detrás del altar, a su espacio. Canto del coro y el padre Ignacio comienza la celebración. Primera lectura, salmo, Evangelio. «Pasa el balón», «a ver si me pillas». Desde el fondo se oyen las voces emocionadas de los niños. El padre Ignacio intenta subir el tono pero no hay nada que hacer. «Sssshhh, silencio. Estamos en misa. Estaos quietos», la voz de una mamá parece conseguir que por unos minutos vuelva el silencio. Pero luego el rumor vuelve a empezar. Incluso más fuerte.
El fastidio y el nerviosismo van creciendo. Alguien susurra: «¿Pero por qué no les mandan fuera?». «Basta, no se puede oír nada». Todos miran al padre Ignacio como diciendo: «¡Haz algo!». «Ahora le pedirá a los padres que se los lleven fuera». Pero nada, él continúa. Sin embargo, antes de la consagración, dice: «Detengámonos un momento. Por favor, mamás y papás id a por vuestros hijos y venid junto a ellos aquí, ante el altar». Los niños van llegando, se sientan en el suelo. El padre Ignacio dice: «Ahora, niños, llega el momento más hermoso y sublime de la misa». Unas pocas frases sencillas para explicar la consagración. Nadie habla. El silencio es total. Por parte de todos, grandes y pequeños. Los niños le escuchan con la boca abierta. Algún adulto se conmueve por algo que quizás creía ya saber. Desde ese día, para la consagración los niños llegan y se sientan delante del padre Ignacio. Ese hecho imprevisto marca todas las vacaciones.
Unos días después, Bracco recibe una llamada. Es su amigo Rubén: «Necesito verte». «Vale, te espero esta noche en mi casa». «Perfecto». En junio habían hablado de la manifestación en Roma sobre la familia. Rubén no entendía la posición del movimiento: no participar le parecía una “retirada”. Pasaron horas discutiendo sin llegar a nada. Luego fueron a esas vacaciones.
A las nueve Rubén llega a casa de su amigo. Hablan del trabajo, de fútbol, de la situación económica… hasta que Bracco le interrumpe: «Vale. Ahora dime por qué tenías tanta urgencia por verme». «Después de aquella misa en Águas, lo entendí». Ahora es Bracco quien no entiende: «¿El qué? Explícate». «Si yo fuera el padre Ignacio habría hecho salir a los niños. Que era lo que muchos esperaban. Tal vez incluso habría hecho un buen discurso sobre por qué es un bien, etcétera. En cambio él llamó a los niños y los sentó junto a él. Así nos abrazó a cada uno. No hizo ningún reproche. Nos propuso la fe. Y eso cambia». Dice Bracco: «Entonces pensé en las palabras del Papa el 7 de marzo: “Centrados en Cristo podéis ser brazos, manos, pies, mente y corazón de una Iglesia en salida”». Para todos.
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