Es el chico enfermo de sida que escribió la carta que conmovió a don Giussani y que hemos escuchado en el video proyectado en los últimos Ejercicios de la Fraternidad. Marco Zibardi, “Ziba” para los amigos, recuerda su compañero de liceo y lo que vieron sus ojos, acompañándole hasta el último trance
«Ziba, ¿crees que, si escribo una carta a don Giussani, la leerá?». «¿Por qué no?». «No soy nadie, no me conoce de nada». «Andrea, no te preocupes. Escríbela». Como casi todas las cosas importantes, nace con mucha sencillez la carta que don Giussani leyó durante la lección en los Ejercicios espirituales de los universitarios en 1994. Más tarde, esta carta se recogería en un texto con el título Reconocer a Cristo. Se trata, sin duda, de uno de los momentos más intensos del vídeo proyectado en los últimos Ejercicios de la Fraternidad. Andrea es un compañero de Liceo de Marco Zibardi, “Ziba” para los amigos, entonces recién licenciado en la Universidad Católica de Milán. «Querido don Giussani: Le escribo llamándole “querido” aunque no le conozco. (…) En esta atormentada vida creo que he llegado a la estación final, llevado por ese tren que se llama sida», escribe en la carta. Embargado por la conmoción, don Giussani pide ayuda para llegar al final: «Rece por mí; yo seguiré sintiéndome útil durante el tiempo que me quede rezando por usted y por el movimiento. Un abrazo. Andrea».
En una pizzeria. Hasta hoy, todo lo que sabíamos de Andrea estaba escrito en esa carta. Pero, al cabo de veinte años, Ziba rememora su relación con Andrea y nos habla de él, aunque, por pura discreción, no revela el apellido de su amigo, ni nos entrega una foto suya.
«Él dictaba, yo escribía. Hablaba con dificultad, eran los últimos días de su vida en el hospital de Parma. Tuvimos que escribirla por partes. Empezaba a dictar, pero se cansaba enseguida y teníamos que pararnos. Tardamos una semana entera. No fue fácil tampoco para mí. Sobre todo lo que se refería a mí, me provocaba una cierta resistencia. Fue una verdadera lucha, para ambos», cuenta Ziba.
La amistad entre ellos, explica el mismo Andrea en esa carta, empezó en los años del Liceo. «Éramos compañeros de curso en el Séptimo Liceo de Milán, que hoy se llama Salvador Allende», cuenta Marco. «Hicimos la selectividad en 1987. Fuimos compañeros de pupitre durante los dos últimos años de Liceo. Yo participaba en GS, él era el jefe del comité de los estudiantes de izquierdas, pero siempre fuimos muy amigos. Cada uno con sus ideas, pero muy unidos, tanto que íbamos de vacaciones juntos». Andrea era inteligente, estudioso, sacaba buenas notas, jugaba al fútbol, amaba el tenis y el esquí, así como las típicas cosas de su mundo: el compromiso social, las manifestaciones por la paz, las veladas en el Leoncavallo, por aquel entonces un famoso centro social de Milán.
«Más adelante, se hizo novio de una muy querida amiga mía, Elena. Así, junto a otros tres chicos, seguimos en contacto aunque cada uno tomara un camino distinto», recuerda Ziba: «Quedábamos algunos sábados por la noche para tomar una cerveza o algún fin de semana para ir a esquiar. Andrea empezó Físicas, Elena se apuntó a Medicina. Luego estaban Hernán, que estudiaba Derecho, y Daniel, que estudiaba Ingeniería. Yo me apunté a Filología italiana y era el único de CL».
Aquella tarde de 1991, estaban ellos cinco en una pizzería entre Plaza Abbiategrasso y el barrio de Grattosoglio, en la periferia de Milán. De repente, Andrea dice: «Acabo de recibir los resultados de los análisis. He resultado ser seropositivo». Elena ya lo sabe, los otros tres no. Todos nos quedamos sin habla. En aquel entonces resultar positivo en el test del sida coincidía con una condena a muerte. Ese mismo año murió Freddy Mercury. La simple palabra “sida” suscita miedo y prejuicios. Al final de la cena, Andrea añade: «Este trance lo tenemos que llevar juntos».
Los cuatro amigos se lo toman en serio y empiezan a acompañarle día tras día. Se organizan en turnos para ir a verlo todos los días. Andrea pasa por distintos hospitales: Milán, Bolonia y Parma. En esos meses nace un diálogo que Ziba define como “borrascoso”. En la planta donde está ingresado, Andrea implica también a sus compañeros de habitación en largas discusiones y reprocha a los enfermeros, porque en su opinión no saben tratar su enfermedad. De vez en cuando, a su manera, saca a colación el problema de Dios: «Me decía enfadado: “Tu Dios no existe y no sirve para nada. Mira lo que me está pasando, tengo 27 años y me voy a morir”».
En un momento determinado, a finales de 1993, Ziba le lleva al hospital un ejemplar de El sentido religioso de Don Giussani. «Llevaba un tiempo reprochándonos, porque íbamos a verle todos los días. Decía que lo hacíamos por piedad, como voluntarios de la Cruz Roja: “Es inútil, me voy a morir de todas formas. ¿Por qué lo hacéis?”. Entonces yo, entregándole el libro, le dije: “Empieza a leerte esto, luego hablamos”. Lo tomó, lo puso en la mesilla de noche, y me dijo: “Son todo chorradas”». Al día siguiente, ya lo había leído entero.
El tono de la conversación cambia. Andrea empieza a hacer preguntas. «Lo había leído en profundidad. A partir de ahí, empezó un tiempo de gracia, para él y para mí. Estaba claro que él lo entendía mejor que yo, que llevaba años estudiándolo. Andrea me preguntaba acerca del “corazón”, de lo que todos los hombres tienen en común. Lo que, quizás, más le llamaba la atención era la hipótesis de que también lo que él estaba viviendo tuviese un sentido. Recorrió en primera persona el camino que va desde el sentido religioso a la fe, como si lo llevara impreso en algún rincón del alma, sin haber oído hablar de él. Al comienzo, no me hablaba de Dios pero, al hilo de su experiencia humana, me iba mostrando que había entendido. Iba dando sus pasos, aunque había leído el libro entero y sabía cómo acababa...».
«Ziba me decía siempre que lo importante en la vida es tener interés en algo verdadero y seguirlo», escribe Andrea: «Yo he buscado este interés muchas veces, pero nunca era el verdadero. Ahora he visto el verdadero, lo veo, lo he encontrado y comienzo a conocerlo y a llamarlo por su nombre: se llama Cristo».
El diálogo entre los dos no dejó nunca de atravesar momentos de turbulencia. En aquel período, Ziba empezó a rezar el Ángelus delante de él. Y Andrea, como cuenta en su carta, empieza a blasfemar en su cara. Un día llegaron corriendo los enfermeros, preguntando si le iba a pegar... «Fue un camino marcado por su temperamento y plenamente consciente de que iba hacia el final de su vida. Tuvo que hacer cuentas hasta el fondo con el hecho de la muerte y del sufrimiento». A las preguntas sobre El sentido religioso se añaden las preguntas sobre don Giussani y CL. Durante el último mes y medio, se aceleró el tramo final de su carrera. Andrea empezó a rezar el Ángelus con Ziba. Luego, cuando faltaban pocos días para el desenlace, esa pregunta: «Crees que, si le escribo, ¿lo leerá?».
«Yo no sabía qué me dictaría. No había entendido hasta qué punto había llegado su adhesión. Sabía que había pasado algo, me habían dicho que había llamado al capellán del hospital, pero desconocía lo que se habían dicho. Hasta llegar a esa carta nuestro diálogo no había alcanzado un nivel tan explícito y profundo. Fue una sorpresa total. Un auténtico don».
«¿Puedo leerla en público?». En los años después del Liceo, hubo varias discusiones entre los dos: «Andrea tomó su camino, yo el mío. Entre nosotros esto estaba claro que ninguno de los dos íbamos a cambiar de idea. Sin embargo, de alguna manera, mi posición le llamaba la atención. A él le resultaba inconcebible plantear la vida a partir de una opción religiosa. Para sus esquemas mentales la fe era una cuestión intimista e irracional. Luego, la enfermedad y todo lo que pasó le hizo comprender que la pregunta por el sentido de la vida, la pregunta religiosa, la llevaba en sí desde siempre. Para mí fue una gracia absolutamente inesperada. Mis tres amigos y yo pudimos ver dentro de la enfermedad y la muerte el milagro de una vida nueva».
Escribe Andrea: «Ziba ha puesto en la cabecera de mi cama una frase de santo Tomás: “La vida del hombre consiste en el afecto que principalmente le sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción”. Creo que mi mayor satisfacción ha sido haberle conocido escribiéndole esta carta, pero será aún mayor cuando, por la misericordia de Dios y si Él quiere, yo le conozca a usted allí donde todo será nuevo, bueno y verdadero».
Ziba toma la carta y va a ver a don Giussani: «Es de un amigo del Liceo, es muy bonita». No le da tiempo a contarle nada. Al cabo de unas horas, Andrea empeora. Ziba lo encuentra ya en coma. La llamada por teléfono de don Giussani llega cuando ya se ha celebrado el entierro: «Es una carta maravillosa, ¿puedo leerla en público?». «Don Gius, la carta te la escribió a ti…». Luego, la noche anterior al comienzo de los Ejercicios de los universitarios, Giussani llama a Ziba: «Quiero leer la carta de Andrea, ¿me acompañarías a Rímini?». En el camino de vuelta, después de Reconocer a Cristo, dirá: «Jamás encontré una persona que entendiera tan a fondo El sentido religioso y lo haya sintetizado en dos páginas».
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