El abad de los cistercienses, el PADRE GIUSEPPE-MAURO LEPORI, ha pronunciado la lectio sobre el lema
«Siempre me sorprende venir aquí. Siempre veo y escucho cosas que me conmueven en lo más hondo. No solo emotivamente, sino como una propuesta concreta que me abre camino». El padre Giuseppe-Mauro Lepori, abad general de la Orden cisterciense, ha sido el encargado de profundizar en el título del Meeting 2015. Tras pasar algunos días en Rímini, el padre Lepori dice sentirse rejuvenecido «porque aquí se dan encuentros que reavivan el deseo de vivir».
¿Qué ha supuesto para usted la conferencia sobre el lema de este año?
Le doy gracias a Dios porque me ha dado un corazón inquieto, a mí y a cada uno de nosotros, un corazón que no encuentra descanso más que en Él. Y este corazón no está aislado, solo, apartado, sino que está profundamente relacionado. Cuando un encuentro corresponde al deseo verdadero de nuestro corazón, nos sentimos inmediatamente parte de un pueblo. Lo advertí con mucha fuerza después de la conferencia. Cuando nos ponemos frente al Misterio que habita el corazón humano, en seguida se establece un lazo entre las personas, adquiere forma un pueblo. Es como si desapareciera la extrañeza entre nosotros. Normalmente, nos sentimos ajenos unos a otros, porque no vivimos al nivel de nuestro deseo constitutivo. En cambio, cuando reconocemos el Misterio que nos habita, nos sentimos cercanos unos a otros, familiares.
El Papa, en su mensaje al Meeting, ha indicado una tarea para el cristiano: «Ayudar al otro a no conformarse». ¿Qué significa esto en su experiencia?
Ciertamente, a menudo me conformo con lo que soy o con lo que hago, como si me bastara a mí mismo. Al igual que el joven rico. Pero lo bueno es que esto no dura. ¡Nunca! La carencia es como la voz de Dios que nos habla, que no nos deja nunca satisfechos con algo que sea menos que Él, con cosas pequeñas, como dice el Papa. Sucede que te aferras a un ídolo, te crees autosuficiente, a veces solo a un pensamiento, a lo que crees ser, a un resultado o al éxito que consigues; o, por el contrario, te desanimas por lo que no va, pero solo porque no coincide con tus planes. De todas formas, antes o después, vuelves a percibir esa carencia, porque te encuentras insatisfecho, no estás contento. Y, sobre todo, sucede siempre el milagro de una persona, de un encuentro, de una palabra que te abre de nuevo al infinito. En seguida, adviertes que esto te corresponde mil veces más.
Usted ha hablado de la tentación de creer que no es Cristo lo que le falta al otro. ¿Puede explicarlo mejor?
Mi tarea es seguir la vida de las comunidades monásticas. Visitándolas me sorprende que haya personas que no prefieran humanamente a Cristo y que haya muchas otras cosas más determinantes para ellas. Sin embargo, a Jesucristo eso no le escandaliza. Entonces, en lugar de juzgar, condenar o escandalizarme, es mucho más importante que yo me mida con el corazón de Dios, que está del todo determinado por su deseo de acogernos, que tiene un deseo de nosotros infinitamente más grande que el deseo que nosotros tenemos de Él. Esto lo salva todo. Ninguna pretensión puede salvarme, a mí y a los demás, de lo mal que trato mi deseo. Solo nos salva la atracción que emana de la conciencia de la misericordia de Dios cuando, yo el primero, me encuentro de repente sorprendido por esta misericordia que ni siquiera había deseado. El hijo pródigo vuelve a casa porque tiene hambre, tiene el estómago vacío, pero el deseo que el padre tiene de él es infinitamente más grande. Esto lo cambia todo. La misericordia. Yo puedo amar al otro gratuitamente solo remitiéndome a su origen que es pura misericordia. Es maravilloso, porque, ya desde la oración de la mañana, puedo relacionarme con esa fuente de perdón y positividad de la que manan todas las cosas. Y esa fuente, que es la Misericordia divina, limpia de golpe todas mis reacciones instintivas frente al otro.
Usted ha dicho que Dios nos echa en falta. ¿Cómo lo experimenta usted existencialmente?
Puedo decir que Dios nos echaen falta porque existe Cristo. La misericordia del Padre se encarna y se manifiesta en él. En su vida terrena, Jesús ha pensado mucho más en cómo el Padre desea al hombre que en cómo el hombre desea a Dios. Y es así como nos mira ahora. Es la mirada sobre Zaqueo, sobre Pedro, sobre ti y sobre mí. Yo la experimento, al igual que todos, a través de los que me aman y me acogen. No hay nada más arrollador en la vida que una persona que es feliz por verte, sin que haya otro motivo que no seas simplemente tú. Bastas tú. Es un amor gratuito. ¡Cómo traicionamos esta gratuidad! La gratitud que he visto en el Meeting no se debe a lo que yo he dicho o hecho. Es la gratuidad que anima a la Iglesia, que anima ciertos encuentros, ciertas personas. Es una acogida gratuita, porque ninguno de nosotros la ha merecido. No hay ningún motivo suficiente para que merezcamos ser amados. Puedes darlo por supuesto, pero es siempre una sorpresa, un acontecimiento que sucede. En ciertos momentos, aquí en el Meeting, miro a mi alrededor y pienso: ¿de dónde nace este encuentro? Alguien nos ha acercado unos a otros. Nosotros no vemos Sus manos, pero sentimos que nos reúnen.
Ha acabado su lección diciendo que la respuesta a la carencia que siente nuestro corazón es la petición de Jesús: «Sígueme».
Sí, es un camino junto con Él. Es el verbo increíble de un versículo de san Pablo: nos ha convivificado. (Cf. Ef 2,5). Nos ha hecho revivir con Cristo. ¿Qué hizo? No nos pidió que antes cambiáramos. No desdeñó tomar mi vida y quedarse a mi lado. Estando nosotros muertos, nos hace revivir.
La intervención
EL HIJO LE FALTA AL PADRE MÁS DE LO QUE EL PADRE LE FALTA AL HIJO
Algunos breves pasajes de la intervención del padre Lepori sobre el lema del Meeting
El fragmento de Mario Luzi nos martillea con una pregunta llena de estupor, que nos recuerda que el hombre es un corazón en tensión, o en equilibrio, entre dos dimensiones: la ausencia y la plenitud. Ausencia, corazón, plenitud: son las palabras que, justamente, el Meeting subraya gráficamente en el verso de Luzi convertido en su lema, y por tanto programa y provocación, es decir, la provocación que el Meeting ha querido tener como programa. (…)
El primer aspecto provocador del verso de Mario Luzi está precisamente en el hecho de que interroga a su propio corazón. Interrogando a su corazón, Luzi interroga también al nuestro, y al corazón de todos. Esto despierta en nosotros la conciencia de que el sujeto responsable, el que debe responder en nosotros y en todos, es el corazón. ¿Pero quién sigue interrogando hoy al corazón? ¿Quién trata al corazón como un sujeto responsable? La mayoría lo ignora, muchos lo tratan como órgano de instintiva y sentimental reactividad. Son muy pocos los que ayudan al hombre contemporáneo a poner el corazón de espaldas contra la pared, pidiéndole cuentas de su deseo, haciéndole responsable de su deseo. (…) ¿Quién trata al propio “yo” con esta seriedad última y, por tanto, con este amor que ama en sí mismo y en los demás lo esencial? (…)
Sí, hace falta una herida para que la vaga necesidad que nos invade, que nos invade vagamente, como una náusea, se concentre en deseo, en un ardiente deseo. La herida causada por una flecha no es un malestar indefinido: es un dolor que atrae y concentra la atención del corazón hacia un deseo de curación, de salvación. El corazón herido, de golpe, de repente, toma conciencia de su falta. Cuando se diagnostica dónde está la hemorragia, se toma conciencia de la razón de la debilidad que se sentía, del malestar general que se padecía, y también se descubre dónde está el punto sobre el que hay que actuar. (…)
Esta pudo ser la experiencia que tuvo el joven rico del Evangelio. Lo tenía todo, además era uno que lo hacía bien todo, era religioso, observaba los mandamientos desde pequeño. Pero al conocer a Jesús esa vida suya donde todo estaba “en su sitio” se vio herida y atraída por un horizonte nuevo que correspondía a su corazón como nada hasta entonces. Es tan leal con su humanidad que llega a expresar delante del Señor toda la falta de su corazón, esa ausencia por la que nunca nada le había satisfecho, ni los bienes ni su honestidad religiosa. «Todo esto lo he cumplido: ¿qué más me falta?» (Mt 19,20).
«¿Qué más me falta?». El verso de Luzi resuena en el Evangelio desde hace dos mil años. No sé si el encuentro del hombre con el Misterio ha hallado alguna vez una expresión tan esencial y dramática como cuando este joven rico y honesto expresó delante del Señor la ausencia insaciable que percibía en su corazón. Hasta entonces esa pregunta, ese anhelo, había llevado a este joven de cumplimiento en cumplimiento, con bienes cada vez más abundantes o con una moralidad cada vez más virtuosa. Y cada vez el corazón gritaba más dentro de él, como lo expresó otro gran poeta italiano: «¡No es esto, no es esto!».
Así es como ese día el vago malestar se encontró en presencia de una mirada que le llevó a expresar, o quizás sencillamente a traicionar, todo el abismo de la ausencia que le llenaba como pregunta a aquel que es el único capaz de responder a la sed de su corazón. No sé si existe en el Evangelio, y por tanto en toda la historia de la humanidad, un ejemplo más esencial del sentido religioso de un hombre que se expresa frente a Jesucristo. Hasta tal punto es verdad que de nadie más se dice tan explícitamente que Jesús «le miró fijamente y le amó» (Mc 10,21). (…)
¿Pero qué responde Jesús a esta ausencia que se expresa como pregunta? Responde con una palabra que en el fondo es también una pregunta: «¡Sígueme!». (…) La respuesta de Jesús quiere decir: «Lo que todavía te falta, lo que te falta desde siempre, más allá de los límites de lo que tienes y de lo que haces, incluso de lo que haces por Dios, lo que te falta soy yo. ¡Déjalo todo y sígueme porque solo te falto yo!». (…)
Jesús, en la agonía de Getsemaní, no se opuso a la tentación de donarse en vano a un mundo que no le recibiría, buscando argumentos entre la humanidad que frecuentaba desde hacía más de treinta años. Pedro, Santiago y Juan también le decepcionaron al dormirse mientras él sufría en vela, y pronto le decepcionarían aún más huyendo y negándole. Lo que vence la tentación no es un juicio sobre la humanidad, un análisis de la situación moral de las personas, de la Iglesia, del mundo. Lo que vence es la referencia al Padre: «¡Abbà! ¡Padre! Todo es posible para ti (...). Pero no sea mi voluntad sino la tuya» (Mc 14,36). Al decirle al Padre «todo es posible para ti», Jesús debía estar pensando en lo que dijo justo después del triste abandono del joven rico: «¡Qué difícil es para aquellos que poseen riquezas [es decir, los que creen que no les falta nada] entrar en el reino de Dios!». «¿Y quién podrá salvarse?», preguntan angustiados los discípulos. Entonces Jesús, «mirándoles a la cara» anticipa lo que le dirá al Padre en Getsemaní: «Es imposible para los hombres pero no para Dios. Porque todo es posible para Dios».
¿Pero qué es lo que quiere el Padre? Para Él todo es posible. Pero, ¿qué quiere realmente, qué realizará realmente su omnipotencia? ¿Qué hace posible Dios al mandar a su hijo al mundo? ¿Qué quiso hacer mandándole a obedecer hasta la muerte, y a una muerte de cruz? ¿Qué envió el Padre al encuentro de esa carencia inestable, inconstante y decepcionante del hombre?
Lo que envió el Padre mediante su hijo es fundamentalmente una gran revelación, una gran revelación de sí mismo, de su Corazón. En Cristo, Dios reveló y revela a toda la humanidad que el hombre le falta al Padre infinitamente más de cuanto el Padre pueda faltarle al hombre.
«¡Me faltas!». Es el dramático estribillo de las relaciones humanas. Una expresión constantemente presente en la literatura, en la música, en el cine. Es la gran herida de los corazones humanos, creados para colmarse dentro de una relación, de una amistad. Medimos el amor en función de cuánto nos falta el otro o cuánto le faltamos, pero toda esa ausencia, profunda o superficial, entre nosotros, incluso la desgarradora ausencia de la muerte de un ser querido, no es otra cosa que el símbolo de que nos falta Dios.
Pero, ¿qué misterio es este, que toda mi conciencia sea uno que me falta? ¿Qué misterio es que yo siga viviendo, aunque me falte todo, porque me falta el único sin el cual no puedo vivir? ¿Cómo es posible que siga viviendo si me falta Aquel que es toda, ¡toda!, la consistencia de mi ser? La respuesta ha venido a dárnosla Él mismo, nos la ha revelado Él mismo. La respuesta es que Aquel que nos falta es alguien a quien le faltamos nosotros. Esa es la gran revelación que Jesús condensó en la parábola del hijo pródigo. El hijo le falta al padre más de lo que el padre le falta al hijo.
La ausencia que llena nuestro corazón, la herida de nuestro corazón, no es más que el reflejo, impreciso, torpe, de una ausencia infinita, misteriosa, eterna: que nosotros le faltamos a Aquel que nos hace, que le faltamos a Aquel al que hemos abandonado. Nos hizo con una libertad que le hiere, con una espera, una expectativa, un ansia, una soledad, un abandono, una falta de nosotros a Él que Él ha dejado en nuestras manos, en nuestro corazón, en nuestra decisión de volver a Él o no, de responderle.
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