Es uno de los escritores más inaprensibles.
Y menos comprendidos. Todos conocen sus extravagancias, pocos sus sufrimientos, su relación con el pecado y la belleza, su conversión a las puertas de la muerte. El London Encounter ha dedicado una exposición a OSCAR WILDE. Retrato de un alma, entre esperanza, dolor y profecía
Oscar Wilde. Un nombre que evoca quizás algunas lecturas en el instituto y que provoca opiniones dispares, a favor o en contra. Ya en vida (1854-1900), Wilde fue voluntariamente rehén de su fama de dandi dedicado al placer y uno de los escritoresmás inaprensibles y menos comprendidos. Nació en Dublín, en el seno de una familia acomodada, estudió en el Magdalen College de Oxfordd y pronto se convirtió en una celebridad extravagante gracias a sus poesías, dramas, artículos, y también a su actividad de polemista en la árida sociedad inglesa de finales del silgo XIX.
Hacía gala de una elegancia exasperada en el vestir y un humor afiladísimo que le llevó a pronunciar aforismas memorables. Célebre, por citar uno solo, su «amo hablar de nada, lo único del que me lo sé todo». Wilde gastó su vida persiguiendo el éxito y la riqueza, labrándose fatigosamente una máscara, que sigue engañando hoy a los menos perspicaces.
Entre los que no son especialistas, pocos conocen el final inglorioso de la vida de Wilde, destronado violentamente de su pedestal por una sociedad hipócrita, dispuesta a perdonarlo todo excepto el escándalo. Pocos recuerdan el tormento mediático, las acusaciones, la condena y la cárcel. Formalmente su culpa fue la homosexualidad, pero quizás su verdadero reato fue el de haber criticado ferozmente el materialismo de sus contemporáneos. A la condena siguieron dos años interminables en las cárceles de Su Majestad, en los que vieron la luz sus dos obras más bellas De profundis y la Balada de la cárcel de Reading. Casi completamente ignorada es la infatuación de Wilde por la Iglesia católica, vivida a la sobra de la Oxford de John Henry Newman y que sobrevivió obstinadamente a lo largo de su vida atormentada. Más conocida es su conversión a las puertas de la muerte, en una sórdida pensión parisina.
Pero no son solo estos los aspectos olvidados de Oscar Wilde. Quien lea sus Cuentos o el Retrato de Dorian Grey no puede dejar de percibir algo verdadero y luminoso que contrasta fuertemente con las reducciones tanto de sus adeptos como de sus enemigos.
Pocos se han atrevido a admitirlo. Entre ellos, conviene citar a un crítico libre de cualquier sospecha, James Joyce, que en un áspero comentario a Dorian Grey escribe: «Tocamos aquí el centro motor del arte de Wilde: el pecado. Se creyó portador de la buena nueva de un paganismo para gente atormentada. Puso todos sus talentos (…) al servicio de una teoría de lo bello que, en su opinión, debía devolvernos a la edad del oro y a la alegría de la juventud del mundo. Pero, en el fondo, si alguna verdad se puede separar de sus interpretaciones subjetivas de Aristóteles, de su pensamiento inquieto que procede por sofismas y no por silogismos (…), es esta verdad inherente al alma del catolicismo: el hombre no puede llegar al corazón divino más que a través de este sentido de separación y de pérdida que se llama pecado». El pecado es, por tanto, el “centro motor” del arte de Wilde, junto con el dolor.
El Príncipe Feliz del homónimo relato, uno de sus cuentos más bellos, dice: «Cuando estaba vivo y tenía un corazón humano (...) no sabía qué eran las lágrimas, porque vivía en el palacio de Sans-Souci, donde el dolor no tenía acceso. Durante el día jugaba en el jardín con mis compañeros, por la noche guiaba las danzas en el salón. El jardín estaba rodeado por un muro altísimo, pero yo no me preocupaba de preguntarme qué había más allá, porque todo lo que tenía a mi alrededor era precioso. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, seguramente, yo lo era si por felicidad entendemos el placer. Así viví y así morí. Y ahora que me he muerto me han puesto aquí arriba, tal en alto que puedo ver toda la fealdad y la miseria de mi ciudad e, incluso si mi corazón está hecho de plomo, no puedo dejar de llorar».
Pecado y dolor son las claves tanto de su arte como de la experiencia humana de Wilde. Toda su existencia fue un intento de matar su «alma», que como en el retrato de Dorian Grey le devuelve las marcas de su pecado, y una huida continua de la condición del dolor. Escribe en De profundis: «Vivía tan solo por el placer. Evitaba cualquier clase de disgustos y sufrimientos. Los odiaba. Había decidido ignorarlos en la medida de lo posible. (…) Mi madre, que sabía bien lo que era la vida, me citaba a menudo los versos de Goethe (…) “Quien nunca probó los panes del dolor,/ quien nunca pasó sus horas nocturnas llorando en espera del mañana,/ no os conoce, Potencias celestes”. Yo no lo entendía. Me acuerdo perfectamente que le decía que yo no quería probar el pan del dolor. (…) No podía sospechar que este fuera uno de los dones especiales que me tenía reservado mi Sino».
El hijo mayor. Sin embargo, pecado y dolor no son para Wilde un fin sino un camino. El camino hacia la experiencia de esa belleza que anheló toda su vida. Como muchos han subrayado, la teoría estética de Wilde no es un hedonismo a buen mercado. Es más bien el intento de redimir a la realidad a través del arte, la belleza y la imaginación. Un intento triste que, a la larga, genera una honda desconfianza en la realidad y una suerte de alienación esquizofrénica con consecuencias trágicas.
El camino del dolor de Oscar Wilde empieza devolviéndole a la realidad y prosigue despojándole de todo oropel hasta dejarle en la desnudez total que le abre a la oración. Se abre un resquicio a la salvación.
«Todavía me quedaba una realidad hermosa, mi hijo mayor (el amado Cyril que, después del escándalo, el padre no podrá volver a ver, ndr.). La Ley, de repente, me lo arrancó. Fue un golpe tan tremendo que no sabía que hacer. Me puse de rodillas y bajé la cabeza, lloré y dije: “El cuerpo de un niño es como el cuerpo del Señor, no soy digno di del uno ni del Otro”. Creo que ese momento me salvó». La imagen más emblemática de este recorrido humano es la de «un corazón quebrantado». Wilde hablará a menudo de su corazón quebrantado por los años de prisión, así como del vínculo misterioso entre el dolor y el amor, y del descubrimiento de cómo el hombre puede llegar a ser él mismo y encontrar su «alma» a través del dolor humildemente aceptado. El dolor puede ser rechazado con rebelión o soportado estoicamente, pero solo en un corazón quebrantado puede asomarse la salvación. Así lo canta Wilde en la Balada de la cárcel de Reading: «¡Oh! Felices son los corazones que se rompen y ganan la paz que da el perdón. ¿De qué otro modo puede el hombre ordenar su vida y purificar su alma del pecado? ¿Cómo si no por un corazón quebrantado puede Cristo Señor hallar su ingreso?».
Es un Cristo gnóstico el de Wilde, un Cristo que es un hombre pero no es Dios. Ante él se arrodillará de verdad y se convertirá solo a las puertas de la muerte. Es un Cristo que no enseña nada, sino que te «cambia», que une en sí mismo la belleza y el sufrimiento, redimiéndoles ambas, que purifica «la fealdad de los pecados» y revela a quien entra en relación con él «la belleza del dolor». Este es el verdadero descubrimiento de la vida de Wilde, profetizado de modo misterioso en su arte, sobre todo, en El Príncipe Feliz.
En Londres. “Belleza y dolor” es el título de la exposición que la comunidad inglesa de CL ha preparado para la segunda edición del London Encounter (6 de junio de 2015). La clave de la exposición es precisamente El Príncipe Feliz, relatado a través de las tablas pintadas para la ocasión por Brad Holland, uno de los más famosos ilustradores americanos (ha trabajado para Time, The New Yorker, Vanity Fair, The New York Times).
Wilde lo escribió en su momento más dichoso. Describe una riqueza que se despoja de sí misma y se hace visible a los ojos de Dios, y un corazón quebrantado que es acogido en el paraíso. Se trata de una profecía de su vida y expresa el deseo y la esperanza que, para los que han preparado la exposición, son el don más grande que han recibido de Oscar Wilde. Como ha escrito Rowan Williams, patrón del London Encounter, en su prólogo a una nueva edición inglesa de El Príncipe Feliz: «Escrita con claridad musical que todavía encandila nuestra atención, la historia da paso a una visión de la verdad a la que el mismo Wilde no tuvo el coraje de creer del todo hasta el final de sus días. Sin embargo, este cuento nos dice que Wilde deseaba fuertemente que esta visión fuera cierta antes de comprenderlo con su propio corazón quebrantado y humillado. El relato sigue teniendo la capacidad de dar paso a esta visión (y a este deseo) para muchos de los lectores».
LONDON ENCOUNTER
Se celebra en el centro de Londres el día 6 de junio. Entre los encuentros: el significado del trabajo, la caridad, el rock. Las exposiciones: Oscar Wilde, Françoise Millet, La ayuda al desarrollo.
thelondonencounter.co.uk
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