Desde las preguntas que se hacía desde niño hasta el encuentro, viendo el vídeo de don Giussani sobre “Reconocer a Cristo”. Una llamada que sigue aconteciendo hoy. Publicamos un extracto de la intervención de DAVIDE PROSPERI, vicepresidente de la Fraternidad de CL, en el Triduo pascual de Gioventú Studentesca
Estaba pensando en los mártires en Kenia, esos cristianos que hace unos días fueron masacrados a causa de su fe. Entonces, me pregunté: ¿qué tiene que ver esta belleza que tengo delante con esos mártires? ¿Cómo es posible que esta belleza lleve el peso de todas las contradicciones, de la incomprensión, en fin, de todo el mal? El Vía Crucis que hemos vivido juntos nos ha ayudado mucho a encontrar una respuesta a estas preguntas. Quien lo ha vivido seriamente ha podido ensimismarse, identificarse con lo que estaba aconteciendo. Identificarse significa sentir lo que sintieron los que estuvieron allí, en primer lugar, Jesús mismo. En un momento dado, me pregunté: ¿por qué Jesús, que tenía poder sobre toda la realidad, que era un hombre capaz de devolver la vista al ciego, de sanar al cojo y de resucitar a un hombre que llevaba muerto cuatro días, aceptó morir en la cruz?
Nada nos resulta tan incomprensible como esto, nada choca tanto con nuestra forma de razonar. Para nosotros, que encontramos la máxima satisfacción en poder alcanzar nuestros objetivos, en conseguir lo que esperamos, es difícil de entender. Sin embargo, el Hijo de Dios lo aceptó. Obedeció al Padre, mostrándonos la única modalidad en que también nosotros podemos vivir realizando, paso a paso, nuestro destino bueno, como Él realizó el suyo, muriendo y resucitando. Si hubiese vivido algo distinto de lo que nosotros tenemos que vivir hoy, ¿cómo podría yo identificarme con Él? Aceptó lo que para nosotros es la impotencia. Lo que en nuestro mundo, en nuestra modo de pensar, es sinónimo de esterilidad, esto es, de incapacidad para generar un bien, para ser útil, en fin, un fracaso en la vida. Pero ayer vivimos lo opuesto: siguiendo su cruz, comprobamos que la aparente impotencia puede generar una fecundidad nueva. (…) en las estaciones del Vía Crucis escuchábamos el Stabat Mater de Pergolesi, que relata la vivencia de María al pie de la cruz. Si queremos entender, intentar entender, lo que aconteció ese día, tenemos que fijar nuestra mirada en esa mujer, su madre, la única que entendía. María estaba al pie de la cruz, «estaba la madre dolorosa», es decir, participaba, acompañaba al Hijo. ¿Qué más podía hacer? La Virgen no subió a la cruz, ni bajó a su Hijo de la cruz, ni gritó contra los verdugos romanos. ¿Por qué? Porque era la única que sentía que, de manera misteriosa, se cumplía el destino de su Hijo y, a través de él, el destino del mundo.
Yo quiero aprender a mirar así. Quiero aprender a mirar como miraba ella, aprender a ver lo que a menudo no vemos, porque nuestra mirada, muchas veces, se detiene en la apariencia. Por eso, nos asaltan tantas dudas.
Os quiero contar un primer episodio de mi infancia. Yo tenía mil dudas, ciertamente era muy inseguro porque perdí a mi padre cuando tenía seis años. Y sin un padre uno advierte la falta de una presencia que te introduce en la realidad. (…) pero tengo que contaros lo que pasó antes de la muerte de mi padre.
Mi abuelo tenía otro hijo que murió de pequeño de una meningitis fulminante. Su mujer no podía tener más hijos y, al ver a su esposo tan abatido, hizo un voto: estaba dispuesta a dar su vida con tal de tener otro hijo. Al cabo de unos años, se quedó embarazada, pero los médicos le dijeron que tenía que interrumpir inmediatamente el embarazo, porque su vida peligraba y además el niño no vería la luz. Ella, segura de que este embarazo se lo concedía Dios y dispuesta a dar su vida por ello, decidió llevar a término la gestación. Así nació mi padre, y mi abuela murió en el parto. Mi padre murió en un accidente, cuando tenía treinta y tres años. Recuerdo que de pequeños, mi hermano y yo, íbamos a ver a los abuelos y, por la comprensión que un niño puede tener con ocho, diez años, mirábamos al abuelo y nos preguntábamos por dentro: ¿por qué este hombre que ha perdido a su mujer y a su hijo, sigue estando cierto de que la vida es un bien, de que no es un engaño? Lo teníamos delante: era ciertamente un hombre probado por la vida, pero no derrotado; era un hombre de fe.
Esta experiencia que, desde un cierto punto de vista iba en contra de mi inseguridad y de mis dudas, nunca me ha dejado tranquilo. He seguido preguntándome siempre: ¿Cómo puedo vivir delante de cualquier circunstancia sin que mi fe sea una ilusión, una mentira?
Saltando todo lo que pasó después, quiero contar lo que supuso para mí una respuesta verdadera a todo el drama que viví durante muchos años y que, de alguna manera, sigo viviendo, porque la vida no está hecha de dudas, pero sí de problemas. Como aprendemos en la Escuela de comunidad, la alternativa a la duda no es una seguridad abstracta; la alternativa a la vida como duda es la vida como problema. Porque la vida te plantea continuamente problemas, porque no todo está resuelto; y lo que se nos plantea como problema nos pone en marcha de nuevo. La grandeza de un hombre se ve en que no se rinde y no por el hecho de que sabe responder a todo enseguida. Por ello, saltando varios años, llego a mi verdadero gran encuentro, en 1994. Fue durante los Ejercicios espirituales del CLU, en mis años de universitario. El título? no podía venirme más al pelo: “Reconocer a Cristo”. Esto me interesaba mucho, ¿cómo puedo reconocer que lo que espera mi corazón es realmente Él? Don Giussani daba los Ejercicios, de hecho fue la primera vez que le vi de cerca. Empezó a hablar citando una frase de Kafka: «Existe un punto de llegada, pero ningún camino», existe la meta, pero no hay ninguna vía para alcanzarla. Era exactamente mi problema. Yo sabía que quería vivir por algo grande, no quería vivir en balde, no quería desperdiciar la vida dejando que pasara y que el tiempo se lo trague todo, quería vivir por un ideal. ¿Pero dónde estaba este ideal? Esta era, para mí, “la” cuestión.
Para contestar a esta pregunta, es necesario experimentar que el ideal tiene que ver con tu vida, con lo que te pasa, con lo que deseas, con los problemas que se te presentan. (…) El ideal debe tocar todo lo que soy y lo que vivo, si no ¿qué ideal sería? Quedaría abstracto, inalcanzable; esto es, «no habría ningún camino para alcanzarlo».
Para contestar a esta pregunta, don Giussani empezó a revivir la página que relata el encuentro de Juan y Andrés, los primeros dos hombres que se encontraron con Jesús. Siento todavía un escalofrío cuando vuelvo a pensar en ello, porque mientras hablaba yo revivía ese episodio como si hubiera estado allí. Se veía que para él era una experiencia presente, era como si estuviera allí, al lado de esos dos, y nos la transmitía. Poco a poco se abrió paso en mí una pregunta: ¿pero cómo lo hace? ¿Cómo puede decir estas cosas? Contaba incluso lo que Andrés le dijo a su mujer, al volver a casa, por la noche. Cuando ella vio que le había pasado algo ese día y le preguntó. Lo podéis ver en el vídeo que se ha publicado con ocasión de los diez años de la muerte de don Giussani y que en Italia se ha difundido con el Corriere de la Sera. ¿Cómo puede hablar así este hombre? Evidentemente, para él era una experiencia presente, revivía en ese momento lo que había sucedido entonces. Recuerdo que, mientras lo escuchaba hablar, crecía en mí el deseo de vivir lo que él vivía, que fuera posible para mí, tal como era, con todas mis inseguridades y dudas.
Para mostrar que la experiencia del encuentro de Juan y Andrés sigue sucediendo hoy, leyó una carta que, desde entonces, yo guardo en mi cartera. Han pasado veinte años. Porque las cosas verdaderas no se pueden desperdiciar, hace falta guardarlas. De hecho, entre las preguntas que planteabais vosotros, había una que era: ¿qué hacer para que lo que hemos vivido hoy no se pierda del todo mañana? Pues, chicos, ¡hace falta hacer memoria de lo que hemos vivido! Hace falta guardar en la memoria lo que hemos experimentado como verdadero, para poder volver a ello cuando sea necesario; así uno se da cuenta que lo que le había conquistado sigue estando presente. Si me ha conquistado, es mío para siempre. Entre otros testimonios, don Giussani leyó la carta de un chico enfermo de sida, que murió dos días después de escribirla. (…) Este chico contaba que, al cabo de algunos años, había vuelvo a ver a un compañero suyo de los años del liceo, ? que ahora pertenece a los Memores Domini,? y, a través de él, hizo llegar su carta a don Giussani, que nunca había conocido personalmente.
«Querido don Giussani: Le escribo llamándole ‘querido’ aunque no le conozco, nunca le he visto ni le he oído hablar. Sin embargo, a decir verdad, puedo decir que le conozco en cuanto que, si he entendido algo de El sentido religioso y de lo que me dice Ziba, “le conozco por fe” y, añado ahora yo, gracias a la fe. Le escribo únicamente para darle las gracias. Gracias por haberle dado sentido a mi árida vida. Soy un compañero de estudios de Ziba, con quien siempre he mantenido una relación de amistad pues, aunque no compartía su postura, siempre me ha sorprendido su humanidad y su disponibilidad desinteresada [que es el único modo en que podemos proclamar a otro y a todo el mundo que «Cristo es verdadero»]. En esta atormentada vida creo que he llegado al paso final, llevado por ese tren que se llama Sida y que no perdona a nadie. Ahora, decir esto ya no me da miedo. Ziba me decía siempre que lo importante en la vida es tener interés en algo verdadero y seguirlo. Yo he buscado este interés muchas veces, pero nunca era el verdadero. Ahora he visto el verdadero, lo veo, lo he encontrado y comienzo a conocerlo y a llamarlo por su nombre: se llama Cristo. No sé siquiera qué quiere decir eso ni cómo puedo decir estas cosas, pero cuando veo el rostro de mi amigo o leo El sentido religioso, que me está acompañando, y pienso en Vd. o en las cosas que Ziba me cuenta de Vd., todo me parece más claro, todo, incluso mi mal y mi dolor. Mi vida, que estaba ya aplastada y estéril, como una piedra lisa por la que todo resbalaba como el agua, ha cobrado repentinamente un sentido y un significado que expulsa los malos pensamientos y los dolores; es más, que los abraza y los vuelve verdaderos haciendo de mi cuerpo, larvado y pútrido, un signo de Su presencia. Gracias, don Giussani, gracias porque me ha comunicado esta fe o, como Vd. lo llama, este Acontecimiento. Ahora me siento en paz, libre y en paz. Cuando Ziba rezaba el Ángelus delante de mí, yo blasfemaba en su cara, le odiaba y le decía que era un cobarde, porque lo único que sabía hacer era decir aquellas estúpidas oraciones. Ahora, cuando intento balbucearlo con él, comprendo que el cobarde era yo, porque no veía la verdad que tenía delante, a un palmo de mi nariz. Gracias, don Giussani; es lo único que un hombre como yo puede decirle. Gracias, porque puedo decir con lágrimas en los ojos que morir así tiene ahora sentido, no porque sea más bonito tengo mucho miedo de morir, sino porque ahora sé que hay alguien que me quiere, que incluso yo puedo quizá salvarme y que también yo puedo rezar para que mis compañeros de habitación encuentren y vean lo que yo he visto y encontrado. Así me siento útil, fíjese, usando solamente la voz me siento útil; con la única cosa que todavía puedo usar bien, puedo ser útil; yo, que he desperdiciado mi vida, puedo hacer el bien por el simple hecho de rezar el Ángelus. Es impresionante, pero aunque fuese una ilusión, es algo tan humano y razonable, como Vd. dice en El sentido religioso, que no puede dejar de ser verdad. Ziba ha puesto en la cabecera de mi cama una frase de santo Tomás de Aquino: “La vida del hombre consiste en el afecto que principalmente le sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción”. Creo que mi mayor satisfacción ha sido haberle conocido escribiéndole esta carta, pero será aún mayor cuando, por misericordia de Dios y si Él quiere, yo le conozca a Vd. allí donde todo será nuevo, bueno y verdadero. Nuevo, bueno y verdadero como la amistad que Vd. ha llevado a la vida de muchas personas y en la que puedo decir que “yo también estaba”. También yo, en esta mísera vida, he visto y he participado en este acontecimiento nuevo, bueno y verdadero. Rece por mí; yo seguiré sintiéndome, útil durante el tiempo que me quede rezando por usted y por el movimiento. Un abrazo. Andrea, Milán».
Un encuentro verdadero, el reconocimiento de una presencia en mi vida, es para siempre. ¡Para siempre! Es un hecho definitivo. Puedes irte, puedes tratar de olvidarlo, puedes intentar quitártelo de encima, pero es tuyo para siempre. Un encuentro verdadero define tu vida. Desde ese momento, tu vida adquiere un significado nuevo. Desde el encuentro con Cristo, la vida se nos da para que conozcamos cada vez más lo que hemos encontrado, para profundizar en el conocimiento de Cristo, que es un conocimiento afectivo, como nos decía siempre don Giussani. En una relación se conoce al otro mediante un apego afectivo. Así es con Cristo. No lo conocemos mediante un razonamiento abstracto, mediante un discurso, como si debiéramos entender todo de antemano para poder luego seguirle. Le conocemos, siguiendo. Como hizo ese chico enfermo de sida. El encuentro con Cristo te alcanza por gracia y tú debes decidir si seguir lo que es verdadero y ha salido a tu encuentro.
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