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Huellas N.4, Abril 2015

PRIMER PLANO

Ha sucedido

Davide Perillo

La espera, los cantos, la fiesta. Luego la llegada de una presencia que ha sobrepasado cualquier espera, dejando a cada uno de los ochenta mil presentes en la plaza con una pregunta: ¿qué es lo que me ha pasado aquí?

Allí estaba, con la cabeza apoyada sobre el hombro del Papa, sin pronunciar una palabra. No hacía falta. Siete, ocho segundos como mucho, cuando la audiencia ya estaba tocando a su fin y por la pantalla desfilaban las imágenes de Francisco saludando a un grupo de presos, detrás del escenario. Entre ellos estaba Magdalena, con sus 24 años y la ternura característica de los que han recibido de la naturaleza un cromosoma de más. Ella se inclina, él le sonríe y le deja estar así. Un fotograma del Evangelio en directo. Uno de tantos, en una mañana que ha marcado para siempre nuestra vida y nuestra historia.
Ochenta mil personas han acudido a la plaza de San Pedro desde cincuenta países para la audiencia que el Papa Francisco ha concedido a CL. Alguno llegaba del otro extremo del mundo, en un vuelo de 24 horas de ida y otras tantas de vuelta, que el trabajo tampoco perdona en Sidney. Otros muchos, muchísimos, al no poder acudir a Roma desde el otro lado del mundo, se quedaron, y se levantaron al alba para seguir en directo la retransmisión televisiva mientras trenes y autobuses descargaban olas de gente en dirección a la columnata de Bernini.

Zaqueos. Era impresionante verlos entrar uno a uno en la plaza, abarrotada ya desde primera hora de la mañana: juntos, pero cada uno personalmente. Llamado personalmente. Como señaló de pronto la introducción de Julián Carrón: «¿Qué sería una mañana si no volviésemos a encontrar a Cristo, si no pudiésemos reconocerle presente? ¿Qué sería la vida sin ti, Cristo? Sería verdaderamente insoportable». Y luego ese nombre, «¡María!», que Jesús pronunció «con tal intensidad que provocó que todas las fibras de su ser se estremecieran. No existe otro Cristo si no es el que María conoció. Desde entonces no hubo otra María, aquella mujer que había sido marcada por la llamada de Cristo».
Ochenta mil voces se convierten en una sola rezando los Laudes en tono recto. «Ahí fue cuando vi carnalmente lo que es CL», dirá a sus amigos Serena, una chica de Como: «Es imposible ver a miles de personas estar juntas así». Lo mismo que comenta, casi para sí mismo, un policía acostumbrado ya a una plaza repleta de gente: «¿Pero quiénes son estos? Nunca he visto un silencio así». Y luego los cantos: Al mattino, La strada, un Ave María en chino que daba escalofríos, Aconteceu, el coro… Sesenta años de historia condensados en unos instantes. Y rasgados, de pronto, por la voz vibrante de don Giussani, que aparece en las pantallas: «Jesús se volvió y al ver que le seguían dijo: “¿Qué buscáis?”». Juan y Andrés. El encuentro. El corazón del cristianismo. «Amigos, esto, sin muchas sutilezas, es lo que sucedió».
Sucede de nuevo, ocho minutos más tarde. El canto se queda a medias, apagado por los gritos de alegría: el Papa ya está en la plaza, antes de lo previsto. Una vuelta y media, hasta la vía de la Conciliazione. Fiesta. Saludos. Caricias a los niños y manos que se tienden hacia él desde las barreras. Decenas, cientos de Zaqueos subidos a las sillas, mientras la plaza vuelve a cantar: Ho un amico grande grande, Sou feliz Senhor… Hasta la Zamba de mi esperanza, el regalo argentino para el Papa llegado «desde el fin del mundo».

En carne y hueso. Miras la plaza desde arriba y ves en carne y hueso lo que Carrón está leyendo dirigiéndose a Francisco. Hombres y mujeres «deseosos de experimentar cómo se renueva en nosotros el Acontecimiento único que, atravesando los siglos, nos alcanza hoy en esta plaza, haciéndonos experimentar la belleza y la alegría de ser cristianos». Corazones necesitados de que «la gracia recibida vuelva a florecer, siempre nueva, en nuestras vidas, lo que puede ocurrir solo si mantenemos el vínculo con Pedro que don Giussani inoculó en nuestra sangre». Un pueblo que viene a mendigar «con el deseo de aprender, para ser ayudados a vivir el carisma recibido, con una fidelidad y una pasión cada vez mayores».
Cada uno podrá decir si el Papa ha respondido y cómo a esta necesidad. Podrá decirlo mirando su experiencia, tomando conciencia del impacto que sus palabras han tenido en él. «Todo en nuestra vida, hoy como en tiempos de Jesús, comienza con un encuentro. Un encuentro con este hombre, el carpintero de Nazaret, un hombre como todos y, al mismo tiempo, diverso». «El lugar privilegiado del encuentro es la caricia de la misericordia de Jesucristo a mi pecado». Y luego: «La moral cristiana es la respuesta conmovida ante una misericordia sorprendente, imprevisible, incluso “injusta” según los criterios humanos, de uno que me conoce, conoce mis traiciones y me quiere lo mismo, me estima, me abraza, me llama de nuevo, espera en mí, espera de mí». Y añade: «El carisma originario no ha perdido su lozanía y vitalidad. Pero recordad que el centro no es el carisma, el centro es uno solo, es Jesús, Jesucristo. (...) Don Giussani no os perdonaría jamás que perdierais la libertad y os transformarais en guías de museo o en adoradores de cenizas. Mantened vivo el fuego de la memoria del primer encuentro y sed libres». Hasta llegar a esa misma llamada a la misión que nos hizo Juan Pablo II («podéis ser brazos, manos, pies, mente y corazón de una Iglesia “en salida”») o a las citas finales del mismo Giussani que nos remiten al corazón del carisma: «La pasión por el hecho cristiano como tal, en sus elementos originales y nada más».

El imprevisto. El texto completo podéis leerlo en las páginas centrales de esta revista. Para señalar, leer y releer incluso cuando creamos haberlo hecho ya. Aunque lo que sucedió –o no sucedió– allí, cada uno lo sabe bien, en su corazón. Sabe si ha visto o no a «un padre que te mira a los ojos y se ensimisma con tu historia, hasta el punto de saber exactamente qué es lo que necesitas para vivir», como dice Emanuel, del extrarradio de Milán. O si ha vuelto a casa con el corazón pleno y, al mismo tiempo, «pidiendo perdón por lo poco que deseo mi propia felicidad», como Marcie, de Crosby (EEUU). O, sencillamente, si es verdad lo que Carrón nos dijo esa misma tarde: «Hemos vivido de nuevo la experiencia del encuentro con Cristo». Algo grande e imprevisto, que superó todas las expectativas.
Incluso los saludos al final de la audiencia fueron así, mientras parecía que nadie quería moverse de la plaza, y el Papa fue estrechando la mano, uno por uno, a personas que nunca habrías imaginado encontrar allí. El primero de la fila, para empezar, era Rowan Williams, que fue primado de la Iglesia de Inglaterra (entrevista en página 13). Poco después, con un recién nacido en brazos que alguien le había pasado desde el otro lado de la barrera, estaba Aleksander Filonenko, filósofo ortodoxo. Luego llegó el turno de Wael Farouq, egipcio y musulmán. Y de Ning, protestante llegada desde Taiwán por una amistad que nació cuando estudiaba en Dublín. Y después de los obispos y prelados, los presos de Padua y de Nápoles, los que venían de lejos (Francisco bajó del escenario a propósito para saludarles, del brazo de Carrón), los enfermos... Le buscaban, le abrazaban. Contentos simplemente de estar allí, delante de él. Como Magdalena, que apoya la cabeza en su hombro. Porque, «¿qué sería una mañana si no volviésemos a encontrarle?».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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