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Huellas N.6, Junio 2008

CULTURA - Capilla Sixtina

La gloria del comienzo

Giuseppe Frangi

Hace quinientos años, empezaba Miguel Ángel la obra maestra de la bóveda. Mil doscientos metros cuadrados y tres mil figuras pintadas a veinte metros de altura en tan sólo cuatro años. Una aventura titánica, repleta de incógnitas, que el gran artista aceptó “desafiando” las reglas. He aquí el porqué

El 10 de mayo de 1508 cobró el primer anticipo. El día siguiente encargó a su fiel capataz, Piero Rosselli, que montara el andamio bajo la bóveda de la Capilla Sixtina. En el mes de julio, el antiguo cielo estrellado pintado en el techo estaba completamente cubierto y preparado para recibir el nuevo fresco. Comenzaba para Miguel Ángel una aventura arrolladora y formidable que le llevaría a pintar, en un periodo de cuatro años, 1200 metros cuadrados a 20 metros de altura; en total tres mil figuras, una media aproximada de una figura al día. Los números nos dan idea de la formidable empresa que Miguel Ángel afrontaba, en parte por obligación y en parte también asumiendo un reto. Por obligación hacia el papa Julio II della Rovere, que le había cubierto de oro y que había captado su grandeza; por desafiar a todos aquellos, con Bramante a la cabeza, que habían desaconsejado al Papa que le encargase a él la obra, por no ser pintor y considerar que no estaba a la altura. Bramante no estaba del todo equivocado. Para Miguel Ángel suponía dar un salto en el vacío, como él mismo admitió en tres versos llenos de terror (¿o de sarcasmo?) enviados a un amigo florentino en 1509: «Defiende mi pintura ya muerta, Giovanni, y mi honor, no estando ella en buen lugar ni yo siendo pintor». No se sentía en su sitio, ni se concebía ante todo como pintor.

Las incógnitas
La historia de la bóveda de la capilla Sixtina es una aventura que se desarrolló a velocidades supersónicas. Y como cualquier aventura, cuando empezó no era muy consciente de sus posibles consecuencias. La impresión titánica y unívoca que tenemos hoy engaña, porque no corresponde a la dinámica real de los hechos y de los múltiples abandonos. Cuando Miguel Ángel comenzó la obra no tenía ni idea de los problemas con que se iba a encontrar y de sus posibles soluciones. Contaba con un programa iconográfico comprometido y coherente: debía reflejar los antecedentes de la salvación que Cristo trajo al mundo, desde la historia de la Creación, a las figuras de los profetas y sibilas que habían anunciado, tanto en las fuentes paganas como en las fuentes bíblicas, la llegada del Salvador. En las lunetas le esperaba la tarea de pintar la larga secuencia de los antepasados del Señor, según la genealogía que aparece al comienzo del Evangelio de san Mateo.
Miguel Ángel sabía que tenía ante sí muchas incógnitas, empezando por las más elementales: ¿qué se vería desde 20 metros más abajo de aquella compleja articulación de escenas que debía representar?, ¿cómo dar una visión que resultara unitaria a un conjunto fragmentado en decenas de secuencias diferentes? El camino “titánico” de Miguel Ángel implicaba en realidad decenas de pasos cargados de incertidumbre e inquietud. Consciente de ello, escogió pintar las historias en sentido contrario, partiendo en ese año de 1508 de la última, la más alejada del altar en el que el Papa iba a celebrar la misa. Es la escena conmovedora de la Embriaguez de Noé, en la que el viejo patriarca, escarnecido por su hijo Cam, es piadosamente cubierto en su desnudez por su otro hijo, Sem (y por Jafet, el tercer hermano), de cuya descendencia nacerá Abrahán.

Prefiguración
En la lectura que hace Miguel Ángel, la Embriaguez de Noé no es en absoluto objeto de escarnio: él es el primer patriarca que produjo vino, prefiguración de la Sangre eucarística. Y el escarnio de que es objeto es prefiguración del que Cristo padecería durante la Pasión a manos de los soldados.
La siguiente secuencia es la más complicada. En la escena del Diluvio, Miguel Ángel parece perder el hilo del discurso en su conjunto y construye una “escenografía” muy compleja, repleta de figuras. Además se enfrenta a problemas técnicos como que el secado alteraba los colores. Desde cerca la escena tiene gran ímpetu dramático; en cambio, vista desde abajo parece una miniatura y pierde fuerza. Por eso Miguel Ángel cambió sobre la marcha su proyecto, comenzó a agrandar las figuras a partir de la siguiente escena, la de El sacrificio de Noé ante el arca recién construida. Pero no era suficiente: se dio cuenta que debía arriesgar aún más, debía romper con las viejas y tranquilizadoras dimensiones renacentistas. Debía atreverse a ir más allá y asomarse a un espacio que ya no tiene perímetro y evoca el infinito.

Una dimensión nueva
En 1510, se produjo providencialmente una pausa, ya que el Papa había agotado los recursos y Miguel Ángel no era de los que trabajaban sin cobrar. Pocos meses más tarde, volvieron manos a la obra. Y llegaron entonces las escenas que “rasgan la bóveda” de la capilla Sixtina, aquellas en las que Dios padre entra en escena, desde la creación de Adán hasta los primeros hechos de la creación del mundo (Miguel Ángel seguía avanzando en sentido inverso). Aparece una dimensión nueva del cuerpo humano, que sólo se puede describir con el adjetivo de “gloriosa”. ¿Pero de dónde brota esta nueva energía? Miguel Ángel es un genio que actúa impulsado más por la fuerza de su propia naturaleza que por una fuerza cultural. Era un hombre arisco, impermeable a cualquier sugerencia excepto a las de quien le pagaba por su trabajo. El ímpetu que lo arrastraba era, por tanto, como una fuerza externa. Le arrebató la imagen arrolladora de la belleza del comienzo. La bóveda de la Sixtina es sobre todo esto: la admiración conmovida y atónita que la primera mirada al mundo origina. Un mundo que, de repente, se abre de par en par ante el corazón del hombre.


Gracia «santificante» quiere decir don que te asemeja, te conforma, te adecúa, que nos capacita para imitar los gestos de Dios. Y la acción de Dios es algo que crea, porque tiene delante la nada; si Dios obra ante la nada, crea. La cercanía de Dios cambia: si Dios se acerca a una nada, la cambia, porque es creador. Crear, en último término, quiere decir hacer partícipe de nuestro ser a otro, darse a sí mismo, esto es, amar.
Luigi Giussani, Una presenza che cambia (p. 162)


El nexo entre el uso corriente de la palabra “cuerpo” (utilizada normalmente como “figura”) y el uso de esta palabra en sentido pleno, como expresión de la personalidad en unidad con todo lo que de ella nace, la distinción entre un uso y otro de la palabra “cuerpo”, no se puede juzgar según los parámetros de nuestra mentalidad corriente, pues, según ella, este se reduce a la “figura”. Pero de los dos, el sentido más denso, real y rico es el segundo. Porque cuando Miguel Ángel crea el Moisés es cosa suya, es de alguna manera él mismo. (…) El destino hacia el que camina nuestra personalidad, un destino de madurez, de participación universal, por la cual nuestra personalidad se expresa en todo el universo, en suma, este uso pleno del vocablo “cuerpo” implica una fuerza creativa: o la personalidad brota continuamente del origen que la crea o no obtiene fuerza creativa.
Luigi Giussani, Una presenza che cambia (p. 256)


Hasta que no toca al yo hasta el fondo, por lo tanto, en su afectividad, la realidad carece de sentido. Un hombre solo en medio de todo el Paraíso terrenal diría: «¿Qué significa todo esto?». Por ello la Biblia dice: «No es bueno que el hombre esté solo». Y así Dios le dio una compañía. En compañía la misma realidad alcanza el valor de una propuesta a la altura del hombre: el hombre se ve provocado a amar. Affici aliqua re, ser tocado por algo: por fin se ve tocado como hombre.
Luigi Giussani, Una presenza che cambia (p. 225)


«En conclusión, ¿qué es el cuerpo? Es la forma inmediata de posesión del espacio y el tiempo que tiene la persona, el yo; es la forma de codificarse, de realizarse la posesión del tiempo y el espacio inmediatos, que inmediatamente tiene la personalidad del yo. Es más, son tiempo y espacio en tanto que se convierten en cuerpo mío, que pueden llamarse “míos” –mi espacio y mi tiempo– en el sentido propio del término. Bien, pues esto es un aspecto de la creatividad del yo, por el que el yo se asemeja a Dios. Pero más allá de esta breve incursión. no hay nada que hacer: huye; aunque lo intentes aferrar, huye, se aleja de ti.
Por el contrario, imaginaos, el yo de Dios hecho hombre, el yo de un hombre que es Dios: tiene capacidad para aydueñarse de la realidad, para hacer que le pertenezca según una medida inimaginable, una medida incalculable».
Luigi Giussani, Una presenza che cambia (p. 257)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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