Hay alguien en Madrid que se parece mucho a Syriza. Más que un partido, es un fenómeno social, que pone de manifiesto que «hemos perdido interés por los asuntos públicos». Se ha producido un vacío que encuentra siempre alguien dispuesto a ocuparlo
«El cielo no se conquista por consenso, se toma por asalto». La frase calienta a un público entregado. Pablo Iglesias, con su famosa coleta que le cae sobre la espalda y en mangas de camisa –su habitual uniforme de líder postmoderno– utiliza un lenguaje místico para explicar a sus seguidores por qué se tiene que convertir en el jefe único de Podemos. Es la formación de la que todo el mundo habla en España desde hace seis meses. La otra cara de la victoria de Syriza en Grecia. La escena se produjo hace unas semanas, al final de un proceso de institucionalización del partido que hasta este otoño era asambleario. Una de sus señas de identidad es la transferencia de sacralidad de lo religioso o lo político. Como siempre en una fuerza revolucionaria que se precie. Por eso y por muchas cosas más no hay español que no ame, odie o tema a Podemos. Muchos sienten las tres cosas a la vez. No hay conversación en la que no aparezca.
El diario El País, el baluarte de la izquierda laica y socialdemócrata, le dedica al nuevo partido dos artículos de media al día. Todos con el propósito de desgastar a la que consideran una gran amenaza para el sistema democrático. El Barómetro del CIS, la encuesta pública de referencia, lo señala como la fuerza con más voto directo. Los últimos sondeos indican que si se celebraran elecciones en este momento sería la segunda opción con un 23,9 % de apoyos, detrás del PP que gobierna con mayoría absoluta. En las elecciones europeas obtuvo un 1.500.000 papeletas y se espera que irrumpa en las municipales y regionales (mayo 2015) y en las generales (noviembre 2015) como un terremoto.
Recoge votantes sobre todo de los abstencionistas, pero también de la izquierda y de la derecha. Una inmensa mayoría de los que se muestran dispuestos a votar a Podemos saben que sus propuestas son inviables y así lo declaran a los encuestadores. Pero se sienten atraídos por lo nuevo y por el deseo de castigar a un sistema (“la casta” le llama Pablo Iglesias) de partidos en el que ya no creen.
Luego está la minoría que sí cree en sus fórmulas. Son los simpatizantes. Están muy movilizados. Reúnen a decenas de miles de personas que se organizan en “círculos” espontáneos a lo largo de toda la geografía española porque han recuperado el gusto por lo público. Quieren cambiar desde abajo las cosas.
Hasta el gran capital, la Coca Cola, se pronuncia. Marcos Quinto, presidente de la compañía en la península, y ahora el tercero de la corporación en todo el mundo, se felicita por la labor de los chicos de Iglesias. «Habrá que agradecerles que hayan hecho reaccionar a tanta gente. Si Podemos se disuelve dentro de tres años habrá que agradecerle que hayan movido a los partidos tradicionales, que no se no se habrían tomado en serio el cabreo de la ciudadanía», señala Quinto. Según el liberal Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, «podemos es antisistema, y nace como una reacción ante una crisis brutal que ha exigido grandes sacrificios al pueblo español y en un periodo en el que hay muchas denuncias de corrupción que provocan una enorme irritación y desmoralización en el ciudadano».
Los orígenes. Estaríamos ante el equivalente al Frente Nacional en Francia, a Syriza en Grecia y a todos los otros movimientos y partidos que por la izquierda y la derecha cuestionan el modelo construido por los socialdemócratas y el centro-derecha en los últimos 60 años. ¿Sólo eso?
Podemos nació como un movimiento de profesores jóvenes en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid. Muy vinculado a los indignados del 15 M. «Sus fundadores han trabajado fundamentalmente en Venezuela, Ecuador y Bolivia», explica uno de sus maestros, el profesor Heriberto Cairo. Las fuentes son las del populismo latinoamericano.
Juan Carlos Monedero es su verdadero ideólogo. En la Asociación Atlántida, promovida por CL en la universidad lo conocen bien. Después de que un grupo feminista asaltara una capilla universitaria le invitaron a escribir en Samizdat, el periódico que editan y distribuyen en el campus. Y en el número de junio de 2011 Monedero explicó que las capillas tenían que ser eliminadas de la Universidad porque «la fe es una creencia (acientífica) que no precisa de mayor instrumento que la voluntad de “creer”». Hay que superar las “bases del nacional-catolicismo”, pero también la transición a la democracia.
¿Son estos postulados radicales los que han creado un movimiento de masas? No parece. «Nadie sabe exactamente lo que dicen o piensan los de Podemos», sostiene Francesc Carreras, uno de los más lúcidos catedráticos de Derecho Constitucional. «Por el momento, más que un partido más, lo interesante es considerarlo como un fenómeno social». Fenómeno que refleja el desgaste de los grandes partidos, el peso de la televisión (Iglesias es un protagonista de muchos programas), y de las redes sociales.
Se trata de una señal de alarma: «Estos movimientos populistas tienen un punto interesante, del que se puede aprender mucho», señala Víctor Pérez Díaz, quizás el sociólogo más prestigioso de España, estudioso de la sociedad civil desde hace 30 años: «Los populismos te ponen encima de la mesa el problema. Te dicen que no hemos expresado entre todos y de forma continua nuestro interés o nuestra preocupación por los asuntos públicos. Es fácil que los políticos, incluso los mediáticos, se construyan una burbuja donde hablan entre ellos y no escuchen bien al país».
«Los que ostentan el poder en los partidos políticos deben comprender que la democracia no es un reparto de zonas de influencia», señala Javier Rupérez, embajador ante Naciones Unidas y hombre decisivo en la transición. Por eso no solo hace falta una reforma de la ley electoral sino «un entendimiento diferente de qué es la vida política. La vida política no puede ser una profesión, tiene que ser un motivo de servicio». El problema es educativo: «Hemos abandonado la tarea continua de transmitir aquellos valores que triunfaron en la transición». Valores como la concordia o la estima por el otro más allá de las ideologías. «Lo que ha ocurrido durante estos años es algo que no solo sucede en España, ocurre un poco en todas las democracias liberales», añade Víctor Pérez Díaz: «Hay una tendencia hacia la pasividad y la dejadez en los asuntos públicos».
La fascinación que ejerce Podemos se nutre de un anhelo justo: recuperar el vínculo entre el deseo personal de felicidad y lo público. Su drama y el de todos los españoles es hacer creer que se puede pasar por encima de la responsabilidad y del realismo. Los dos rasgos de una verdadera amistad cívica (en expresión del cardenal Scola).
Ciudadanos o súbditos. Por eso aumenta la violencia y no se le da al César lo que es del César. Quizás durante demasiado tiempo hemos pensado que dedicarnos a nuestros pequeños intereses era suficiente (el mercado podía resolverlo todo) y que lo público era cosa del Estado. Quizás durante demasiado tiempo hemos identificado la responsabilidad hacia el bien común con un voluntarismo frío. Cuando en realidad es una chispa que se enciende con facilidad, que salta ante la necesidad, que corre en busca del otro para encontrar soluciones, que construye con paciencia, que recupera el cierto gusto por una vida de más calidad. «La calidad de la vida cívica estriba en que los ciudadanos sean ciudadanos y no simplemente súbditos. Si nos retraemos de la vida pública lo hacemos contra nuestro propio interés, contra el tipo de persona que vamos a ser», señala Víctor Pérez Díaz. Y se abre un vacío que siempre encuentra alguien dispuesto a ocuparlo.
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