Los eslóganes y la cólera no cambian nada. ¿Hacia dónde tenemos que dirigirnos? El recorrido de un amigo musulmán que quiere «consultar al corazón»
Los rostros de mis amigos han vuelto a aparecer en sus perfiles de las redes sociales, después de haberse ocultado durante días tras un recuadro negro con la leyenda “Je suis Charlie”, o “Je suis Ahmed”. Charlie, que tan ocupado ha tenido al mundo entero, ya no interesa. Su recuerdo en nuestra memoria se irá debilitando poco a poco, hasta quedar en el olvido, junto a otros eslóganes. “Bring back our girls”… Todos ellos eslóganes que llenan nuestra vida como un embarazo ficticio que no genera nada.
Con “nada”, en este caso, no me refiero a la incapacidad de cambiar el curso de los hechos, sino más bien –y eso es lo que duele– a la incapacidad de cambiar algo dentro de nosotros, como si fuéramos un cuerpo inerte, insensible a las puñaladas. Participamos con pasión en el curso de los eventos, miramos con cólera en todas las direcciones, pero no dejamos que esos hechos cambien nuestra experiencia humana. En otras palabras, no somos sujetos agentes, porque somos prisioneros de la reactividad, que don Luigi Giussani describe magistralmente en El sentido religioso: «¡Cuán superficial es el espesor de la acción que nace como pura reacción de cada instante! (…) Diálogo y comunicación humana tienen su raíz en la experiencia. En efecto, la endeblez de la convivencia personal, la aridez de la convivencia en las comunidades, ¿a qué se debe sino al hecho de que muy pocos pueden decir que estén comprometidos con la experiencia, con la vida entendida como experiencia? Es la falta de compromiso con la vida como experiencia lo que hace que se charlotee y no se hable. (…) La reactividad corta los lazos con la tradición y con la historia, matando la fecundidad que impulsa hacia el futuro (aunque pueda permanecer como rabia, una rabia vacía: “¡Flegiás, Flegiás, tú gritas al vacío!”; Dante, Infierno, canto VIII, v. 19). Esta reactividad instintiva reduce la capacidad de diálogo y de comunicación, porque diálogo y comunicación tienen sus raíces en la experiencia, custodiada y –por consiguiente– madurada en la memoria y juzgada por la inteligencia, esto es, juzgada según las características y las exigencias que constituyen nuestra humanidad».
La cólera es la voz aterrorizada del vacío, la voz de los hombres huecos, como los llama Thomas Eliot: «Figura sin forma, sombra sin color, / fuerza paralizada, gesto sin movimiento».
Detrás de eslóganes encolerizados no hay un “yo”, sino un «gesto sin movimiento» que sigue al rebaño porque ha perdido la capacidad de formular juicios propios. La cólera es una reacción, el dolor es una respuesta. Nos enfadamos por algo abstracto; en cambio, las personas nos duelen. Si defendemos una idea, prevalece el enfado; si amamos, sentimos dolor. El Papa Francisco nos insta a dejar que las cosas nos duelan, a saber llorar: «Con corazón de hijo, de hermano, de padre, pido a todos ustedes y para todos nosotros la conversión del corazón: pasar de “¿A mí qué me importa?” al llanto… por todos los caídos de la “masacre inútil”, por todas las víctimas de la locura de la guerra de todos los tiempos. Las lágrimas. Hermanos, la humanidad tiene necesidad de llorar, y esta es la hora del llanto» (celebración en el monumento militar de Redipuglia, 13 de septiembre de 2014).
La cólera, al igual que la pasión, es ciega, porque no ve el bien. El dolor, en cambio, es discernimiento que construye en el presente la memoria del futuro.
¿Violencia religiosa? En medio del clamor de voces encolerizadas, el cardenal Jean-Louis Tauran ha escrito en el diario Avvenire: «La religión no es el problema, sino parte de la solución». Suena extraño y chocante. De hecho, ya casi se da por descontado que, en general, la religión es la principal fuente de violencia. Si Occidente no hubiera excluido la religión de la vida pública, seguiríamos viviendo en una espiral de violencia. En el fondo, pensamos: «¡Mirad a los musulmanes!».
La verdad que rara vez se dice en los medios de información es que la violencia motivada religiosamente representa solo un porcentaje mínimo de la violencia que sufre la sociedad contemporánea. El terrorismo motivado religiosamente representa menos del 10% de todos los ataques terroristas (informe de Europol, 2014); una investigación de la Universidad de Carolina del Norte ha señalado que, entre el 11 de septiembre de 2001 y el año 2013, ha habido 37 víctimas norteamericanas por terrorismo islámico frente a 190.000 por homicidio, de las que 14.000 se produjeron solo en 2013 (Charles Kurzman, Muslim-American Terrorism in 2013, Universidad de Carolina del Norte).
Algunos investigadores “laicos” consideran que marginar a la religión de la vida pública ha causado incluso un aumento de la tasa de violencia. Karen Armstrong, por ejemplo, en una entrevista de 2014 publicada en Salon, critica la opinión dominante según la cual la violencia es un residuo de la religión. Esta escritora afirma que culpar a la religión de la violencia hace que los occidentales ignoren el papel fundamental que ha tenido la violencia a la hora de dar forma a sus sociedades, así como el papel que estas sociedades han tenido en otros contextos.
Según Armstrong, si pensamos que lo sagrado es algo por lo que estar dispuestos a sacrificar la vida, entonces en cierto sentido la Nación ha reemplazado a Dios, porque hoy ya no es aceptable morir por la religión, pero es admirable morir por la propia Nación. Añade que todos estamos implicados en esta violencia y que no hay Estado, por mucho que proclame su amor a la paz, que pueda permitirse disolver su ejército. Por tanto –concluye– cuando la gente identifica en la religión la causa de los grandes conflictos de la historia, cae en una excesiva simplificación. La violencia está en el corazón de nuestras vidas, de una forma o de otra.
El corán y Charlie. Hay muchos versos coránicos, en el mismo Corán o en los profetas, que enseñan a los musulmanes cómo reaccionar al escarnio sobre Dios. Todos piden responder al mal con el bien. No hay un solo versículo que prevea un castigo por blasfemia.
«Él os ha revelado en el Libro que cuando oigáis que las aleyas de Alá no son creídas y son objeto de burla, no os sentéis con ellos mientras no cambien de discurso» (Sura 4:140). O bien: «No es igual obrar bien y obrar mal. Repele el mal con un bien mayor, y el enemigo será para ti un amigo sincero» (Sura 41:34). Y también: «Los siervos del Compasivo son los que van por la tierra humildemente y que, cuando los ignorantes les dirigen la palabra, dicen: “Paz”» (Sura 25:63).
De hecho, el Corán establece que la defensa del islam, de su Libro y de su Profeta no está en modo alguno en manos de los musulmanes, sino que atañe solo a Dios: «Nosotros te bastamos contra los que se burlan» (Sura 15:95); «Somos nosotros quienes hemos revelado la amonestación y somos nosotros sus custodios» (Sura 15:9). Por esto, según dice la tradición islámica, el califa Umar b. al-Khattab (634-644 d.C.) dijo: «Dejad que el injusto muera, callando sobre él».
Con esto no quiero proponer un “verdadero islam”. Esto es mi credo, que no niega la fe de los demás, como hace quien se dice musulmán y piensa que el islam no es más que una licencia para matar. La realidad es mucho más compleja que unos versículos que invitan a la paz y otros versículos que invitan a la guerra, y mucho más trágica que la fútil polémica ideológica.
Divorcio en sueños. El día antes del ataque a Charlie Hebdo, el diario egipcio Aqidati (“Mi credo”) publicó la respuesta del doctor Adel Abul Abbas, miembro del Consejo de las fatwa de Al-Azhar, a la siguiente pregunta: ¿qué prescribe la sharía para un hombre que pronuncia la fórmula del divorcio durante el sueño?¿Su mujer debe considerarse divorciada, teniendo en cuenta que no puede haber divorcio para quien duerme, al faltar su plena voluntad?
Esta es solo una de los millones de fatwa que cada año se promulgan en el mundo islámico. El número enorme y la naturaleza de estas fatwa reflejan la amplitud y la naturaleza de las preguntas pendientes; se diría que los musulmanes han perdido el juicio, delegando en los representantes de su religión toda la responsabilidad de pensar acerca de la conformidad de la propia vida cotidiana con el propio credo. Al mismo tiempo, estos representantes, que llevan el peso de pensar por toda la sociedad, se presentan como mediadores entre sus antepasados y los hijos de la sociedad moderna, transmisores de los grandes imanes antiguos (lo cual también es fuente de su legitimidad y autoridad), cuya tarea consiste en preservar la pureza del islam tal como la recibieron de sus antepasados y como Dios quiere que sus hijos la vivan en el presente.
Antaño, cuando no abundaban los medios de comunicación, las fatwa se caracterizaban por su carácter general. A cada uno le tocaba reflexionar sobre ellas e interpretarlas para relacionar una fatwa conocida con su propia situación personal. Hoy, los medios de comunicación modernos ofrecen a cualquier persona la posibilidad de obtener una fatwa aplicable solo a su caso personal. En consecuencia, esta persona ya no tiene que pensar, razonar por analogía ni argumentar. La modernidad ha puesto a nuestra disposición una tecnología que acaba separando definitivamente nuestra religión de la racionalidad. Algo que contrasta con lo que el islam conserva como característica distintiva más importante: la ausencia de clero, acompañada del principio que invita siempre a «consultar al propio corazón, incluso cuando se da una respuesta jurídica (fatwa)». Porque la autoridad última que juzga las acciones de una persona es su corazón.
La cultura islámica contemporánea, tanto desde el punto de vista intelectual como práctico, no es más que una prisión para los valores de la civilización islámica. Las tradiciones religiosas han suplantado a la experiencia religiosa, la forma ha prevalecido sobre la persona, su mente, su corazón y su conciencia. Por eso se llega a matar y morir en nombre de la “forma” y aceptar, en nombre de esta última, sacrificar a la persona.
La emisión de la fatwa sobre el divorcio en sueños, poco antes del ataque a Charlie Hebdo, no es una coincidencia, es el emblema paradójico de una razón ausente que repudia la vida.
Valores huecos. En los años treinta del siglo XX, los japoneses consideraban al emperador Hirohito similar a un dios que les había llevado al renacimiento económico y a la construcción de una fuerza militar capaz de dominar vastas regiones del mundo. Después de la deshonrosa derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial, el emperador mantuvo su sacralidad, pero esta perdió todo su significado, porque el emperador había llevado a su gente a destruir a otros, antes que a destruir su propio país. Fue así como los japoneses empezaron a llamarlo «the sacred nothing» (Patrick Smith, Japan: a reinterpretation, Knopf Doubleday Publishing Group, 2011).
Esa «sagrada nada» es la mejor expresión de los así llamados valores de la civilización occidental contemporánea. Tanto en el ámbito práctico como en el cultural, estos valores se han vaciado de significado, a pesar del intento de sacralizarlos, como es el caso del valor de la libertad. Lamentablemente, la cuestión no se limita al fracaso de la exportación de estos valores al exterior, sino que se extiende a su vaciamiento interno de significado, a nivel intelectual y práctico. En la cultura occidental, lo efímero se ha convertido en central. Nada se distingue por su significado, porque todo es fugaz. La atención de la cultura contemporánea ha pasado del ser al devenir, del estar en el mundo al transitar por él. Este un mundo de lo transitorio y de lo efímero. Las ideologías han caído, pero ha crecido el miedo al otro. El nihilismo parece haber dado marcha atrás, para ser suplantado por una neutralidad pasiva ante cualquier cosa. El término “post”, antepuesto a cualquier palabra que indique un aspecto del conocimiento humano (como post-industrial, post-histórico, post-moderno, etcétera), delata la incapacidad de atribuir un significado a la condición humana presente.
Jürgen Habermas ve en esto una consecuencia de la exclusión de la religión de la vida pública. Y es verdad que todos los desafíos sociales que debemos afrontar se explican esencialmente por la incapacidad de dar a la vida un significado, como es propio de la religión.
Los post-modernos creen haber liberado a la humanidad de la prisión de binomios intelectuales como bien-mal, presencia-ausencia, yo-el otro, pero en realidad solo han pasado de contraponer los elementos de estos binomios a situarlos en el mismo plano, y a la incapacidad que de ello deriva para formular juicios, que a su vez lleva a interrumpir toda interacción con la realidad y a uniformar la identidad individual y colectiva.
La post-modernidad ha luchado contra la exclusión del otro, de lo “distinto”, propia de la modernidad, pero no ha encontrado otro camino para hacerlo que excluir la “diferencia”, pues es opinión común que la convivencia pacífica no puede tener éxito más que excluyendo de la esfera pública la experiencia humana ética y religiosa. Sin embargo, la exclusión de la diferencia, al ser la experiencia religiosa uno de los elementos constitutivos de la propia identidad, se convierte de hecho en la exclusión de uno mismo.
Libertad. Pero este laicismo extremista, ¿ha conseguido alcanzar su objetivo?
Hoy, no hay metrópolis europea que no albergue una “sociedad paralela”, donde viven los inmigrantes musulmanes. Los intentos apresurados por integrar a los inmigrantes han acabado borrando las fronteras culturales y religiosas en el espacio público. En Francia se ha promulgado una ley que prohíbe la exhibición de símbolos religiosos en el espacio público. En consecuencia, Francia se ha convertido en un Estado cuya Constitución protege la diferencia y el pluralismo religioso, pero cuyas leyes criminalizan su expresión.
La exclusión de la diferencia en el espacio público ha conseguido que una cierta adaptación, y no la interacción, se convierta en el marco de la relación de los inmigrantes con su nueva sociedad. Este y otros factores de naturaleza subjetiva, relativos a la cultura propia de los inmigrantes, han llevado por tanto a la creación de sociedades paralelas en conflicto con el ambiente circundante, que sigue siendo para ellos un ambiente ajeno, extranjero.
En este contexto cultural, si alguien preguntara «¿qué es la libertad?», la respuesta sería: cualquier cosa. Pero una libertad que significa cualquier cosa no es nada. La verdadera libertad tiene un rostro, un nombre, unos límites establecidos por la experiencia humana, que sin embargo no puede ser tales si a las personas se les arranca su identidad, su historia, su existencia y su objetivo. Se convertiría en una forma vacía de significado y contribuiría, junto a la cultura islámica contemporánea, a la exclusión de la persona, de su experiencia y de su identidad. En este caso pasaríamos de la “sagrada nada” a “nada es sagrado”. De hecho, nada es sagrado cuando la forma está en el centro y la persona al margen.
En el Corán, como en la Biblia, Adán empieza a relacionarse con el mundo atribuyendo un nombre a las cosas. El Adán contemporáneo, en cambio, pierde cada día un trozo de su mundo, porque olvida el nombre de las cosas, porque ya no las nombra, porque ni siquiera le importa darles nombre. El hombre de hoy se ha convertido en un post-Adán. Por el contrario, para afrontar el desafío actual necesitamos como nunca volver a la experiencia personal del sentido religioso. Al verdadero Adán.
(traducción del árabe
de Elisa Ferrero)
QUIÉN ES
Wael Farouq
es profesor de Lengua árabe en la Universidad Americana de El Cairo y visiting professor en la Universidad Católica de Milán.
Entre sus alumnos nació el Grupo Swap, integrado por jóvenes cristianos y musulmanes.
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