Cuando hablamos del “yo” damos nombre a una constelación de hechos muy distintos que sin embargo nos define plenamente. Aún así, ante estas facetas tan brillantes, no se explica tan fácilmente la existencia del diamante
Cuando decimos que una cosa es misteriosa porque se presenta como un hecho unitario –como en el caso de la misteriosa unidad del “yo”– estamos diciendo que sabemos reconocer los elementos que la componen, pero no sabemos justificar cómo se mantiene unida. Encontramos muchos casos en la naturaleza. Sabemos, por ejemplo, que la materia está formada por partículas elementales, pero la teoría que nos explica cómo estas partículas la conforman no está (todavía) completada.
Cuando pensamos en el “yo” nos ocurre algo parecido, solo que, a diferencia de otros problemas de unificación, esto nos concierne directamente, “en primera persona”, si se me consiente el juego de palabras. En efecto, si es verdad que también el problema de la unidad de la materia no puede dejar de concernirnos –porque la ciencia, la verdadera ciencia, siempre nos concierne–, también lo es que la materia no se identifica con nosotros. En cambio el “yo” sí se identifica. Cuando hablamos del “yo” damos nombre a una constelación de hechos distintos que, sin embargo, nos define plenamente: define nuestras percepciones sensoriales, nuestros afectos, nuestra conciencia, nuestra dignidad, nuestro ser únicos, nuestra tensión hacia la libertad. Aún así, ante estas facetas tan variadas y brillantes, la existencia del diamante al que pertenecen no se explica tan fácilmente. Por ejemplo, el modo en el que nuestras percepciones, ciertamente fruto de interacciones moleculares, y nuestra libertad se mantienen unidas en nuestro “yo” es un hecho que escapa a nuestra comprensión. Más aún, para los neurofisiólogos resulta muy enigmático el modo en el que las distintas sensaciones se ensamblan en el “yo”.
El niño y la palabra yo. Parece una discusión para filósofos, teólogos o neuropsicólogos, pero la palabra “yo” (y sus equivalentes en las distintas lenguas del mundo) es una de las primeras que pronuncia un niño que, ciertamente, no es filósofo ni teólogo ni neuropsicólogo. Y no solo. Estudios sobre la adquisición del lenguaje en los niños, sobre todo en la estela de Chomsky, que en los años 50 afirmaba que «los seres humanos son programados de manera especial para aprender una lengua», muestran que el sistema pronominal no entra en bloque en la lengua de un niño sino más bien de un modo progresivo.
Y la secuencia nos deja atónitos. Prácticamente en forma simultánea al “yo” aparece también el “tú”, como si la conciencia de sí y el reconocimiento del otro fueran por instinto, mucho antes que por deducción, dos nociones interdependientes. Con una separación cronológica marcada entran luego en el léxico de los niños de modo gradual los pronombres de tercera persona, los que se refieren a algo o a alguien no necesariamente presente en el contexto del discurso, luego los plurales, las formas indirectas, y así sucesivamente.
Por tanto, los pronombres –«los piojos del pensamiento», como una vez los definió el escritor milanés Carlo Emilio Gadda– son de hecho testigos sorprendentes que revelan la antelación con la que nuestra conciencia acoge la unidad del “yo”, pero aún con eso no nos sirven para explicar el misterio de la unión entre los factores que componen la unidad misma.
Dos caminos posibles. Es evidente que no podemos proceder por intuiciones en la búsqueda de una respuesta a este misterio: hace falta observar al “yo”, razonar, experimentar, es decir, también en este campo tan delicado y complejo proceder por intentos e hipótesis adecuadas, como exige cualquier investigación científica. A priori, tenemos por lo menos dos caminos posibles. El primero es preguntar dónde “está” el yo: la pregunta parece necia pero no lo es en absoluto. Uno de los motivos que la justifican es el contraste entre una característica fundamental de la mente humana –la de captar y “utilizar” el infinito– y un hecho obvio, tan obvio que no solemos tenerlo en cuenta, es decir, que nosotros somos realidades finitas.
Un ejemplo clamoroso se encuentra precisamente en el lenguaje humano: todos los códigos de comunicación naturales humanos (los lenguajes) y solamente ellos, son capaces de producir estructuras potencialmente infinitas, por número y longitud, (las frases) partiendo de un repertorio limitado (las palabras) archivándolas a su vez en un órgano limitado, nuestro cerebro. El pensamiento de Michele Di Francesco, un filósofo italiano muy conocido en ámbito internacional por haber sido presidente de la Sociedad europea de filosofía analítica, procede sobre estas líneas principales de investigación. Después, existe el camino que, en cambio, sigue la reconstrucción de la unidad a partir del deterioro de sus partes: es la vía que en la neuropsicología ha encontrado mayor acogida hasta la llegada de las técnicas de neuroimágenes basadas en datos clínicos. Un camino maestro donde cada huella, por ejemplo los efectos de las condiciones de estrés sobre el organismo, nos proporciona indicaciones preciosas. Giancarlo Cesana, médico especialista en medicina del trabajo y psicología médica, se ha ocupado de este tema en sus investigaciones, llegando a consideraciones sorprendentes. Y no se trata sólo de una investigación alternativa. El problema es que, cuando peligra la unidad del “yo”, se radicaliza la demanda de sentido. Quizás de un modo todavía más ineluctable y dramático que en ninguna otra enfermedad, la demanda de un significado por parte del enfermo y de quienes lo asisten, se hace radical y radicales son las respuestas que se tienen que dar.
Un piojo que se resiste. ¿Piojos del pensamiento? Quizás, pero ciertamente el “yo” es un piojo que no se deshace fácilmente, ni mucho menos es obvio que tengamos que liberarnos de él. El riesgo sería el de perder la cabeza entera y no un elemento que la enturbia. Es el nombre propio de todos nosotros; lo captamos de modo natural, nadie tiene que enseñárnoslo. Y cómo no observar que, en el fondo, el misterio de la unidad del “yo” es un misterio que reclama una respuesta sobre nuestro origen. Y también la noción de origen, si no se trata con cautela, puede llevarnos a resultados equívocos, porque origen no hay solamente uno.
Sófocles, hace decirle a Edipo, en la primera tragedia de su trilogía: «Pase lo que pase quiero conocer la semilla de la que provengo, aunque sea humilde […] Y si he sido generado así, no podría volverme luego otro; quiero ir hasta el fondo para conocer mi origen». Es realmente una pena que la mayor parte de las traducciones reduzcan “semilla” y “origen” a una única palabra, (origen, sin más), cuando el texto griego distingue dos términos: to spèrma (la semilla material de la que yo nazco como individuo) y o ghenos (el origen de mi gente, es decir la estirpe, la secuencia de “yo” que han precedido en línea directa el mío). Resumiendo podemos decir que el misterio de la unidad del “yo” es un doble misterio. Es también el misterio de mis orígenes materiales y genealógicos: la búsqueda de sí mismo y del padre.
Quizás Gadda, que como todos los hombres estuvo lleno de contradicciones, no se percatara de que, en lugar de un piojo, el “yo” se convirtió para él en el sinónimo mismo de la vida. Prácticamente al final de su obra Cognizione del dolore (El conocimiento del dolor), al hablar de la muerte de su madre, escribe: «En el cansancio sin socorro de su pobre rostro tumefacto, como en una extrema recuperación de su dignidad, nos pareció a todos leer la palabra terrible de la muerte y la soberana inconsciencia de la imposibilidad de decir: yo».
Entender el significado de la palabra “yo” nos capacita para dar verdadero sentido a la palabra “tú” que está en el origen mismo de nuestra vida en este preciso instante.
HABLO, LUEGO EXISTO
Andrea Moro (Pavía, 1962) es profesor de Lingüística general en la Escuela Superior Universitaria IUSS de Pavía, en donde dirige el NETS (Centro de Neurocognición y sintaxis teórica). Estudiante Fulbright, en distintas ocasiones visiting scientist en el MIT y en la Universidad de Harvard, ha impartido cursos y seminarios en Europa y en EEUU. Entre sus libros en italiano: Los confines de Babel. El cerebro y el misterio de las lenguas imposibles (Il Mulino, nueva ed. en preparación); Breve historia del verbo “ser”. Viaje al centro de la frase (Adelphi, 2010); Hablo, luego existo. Diecisiete instantáneas sobre el lenguaje (Adelphi, 2012).
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