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Huellas N.1, Enero 2015

PRIMER PLANO / Sierra Leona

El día después del ébola

Alessandra Stoppa

Hasta hoy ha causado casi 7.000 muertes. Casi 18.000 contagios. Pero lo que más preocupa es el “después”. La epidemia que ha alarmado al mundo, vista por alguien que ha permanecido al lado de su gente: el PADRE MAURIZIO BOA, misionero en Freetown desde hace dieciocho años, no se esperaba que llegase algo tan terrible como la guerra. «El virus ha cambiado las relaciones sociales»

Algunas aldeas están comunicadas por estrechos senderos donde la hierba es tan alta que hay que caminar en fila india. Aminata, de diez años, está quieta mientras su padre le coloca leña encima de su cabeza. Carga y sigue cargando. «Basta, ¿no ves que la niña no puede más?», le suelta el misionero, testigo de la escena. Pero ella, debajo de la pesada carga, le sonríe: «Es mi padre. Sabe cuánto puedo llevar».
El padre Maurizio Boa siempre recuerda la lección que le dio aquella niña cuando ve cómo su gente acepta una vida que aquí, en Sierra Leona, no le ahorra cargas a nadie. Este misionero de los Josefinos de Murialdo, un italiano del Véneto que lleva 18 años en Freetown, no pensaba que podría llegar algo tan terrible como la guerra sin ser la guerra. Mientras escribimos, Sierra Leona supera a Liberia en número de contagios de Ébola: con 7.798 casos, es el país más afectado en África occidental, según el boletín de la Organización Mundial de la Salud (los contagios totales son 17.834; los muertos, 6.346).
«Ahora la situación está bajo control, está mejorando, también porque han surgido varios centros para los enfermos», dice el padre Maurizio: «El verdadero problema será el post-Ébola. Antes ya no había trabajo, ahora los chicos que van por las calles con coches vendiendo agua o bananas se han multiplicado». En estos meses, las minas y las fábricas se han parado y los precios son de locos, en una tierra riquísima en recursos, donde el 75% de la gente vive con un dólar al día. El post-Ébola son también muchos huérfanos que localizar y criar, viudas con niños y, sobre todo, el trauma que el virus ha dejado en las relaciones: «La epidemia ha modificado el tejido social». Se mira con sospecha y miedo al amigo, al vecino de casa. Ya no se abraza. En misa, en el saludo de la paz, la gente agacha la cabeza. «Estos meses hemos oído de continuo el grito de las ambulancias diciéndonos que la muerte nos rondaba». Porque «el enemigo» es invisible, no se le oye ni se le ve llegar.

El grito de Jenku Sesay. La comunidad del padre Maurizio es la de Waterloo y los pueblos cercanos, a una hora y media de la capital, a donde no ha dejado de ir todos los días. Incluso cuando los cuerpos de los primeros muertos, según los ritos ancestrales, se lavaban y con el mismo agua se rociaba luego a los familiares. Así comenzó la masacre. Aún sigue vivo el shock del 21 de septiembre, cuando se hallaron 45 cadáveres en un día. Enseguida se colapsaron los pocos centros sanitarios que aún estaban abiertos: los enfermos se quedaban tirados por la calle a la intemperie, bajo la lluvia. La mayoría murieron encerrados en casa, por miedo a ser rechazados y por los rumores de que los médicos les pondrían una inyección letal.
Solo ahora los enfermos salen a la luz. Han recuperado la confianza, al ver que algunos se curan, que hay alguien que les atiende, y por la cercanía de la Iglesia y de muchas ONG que no han dejado de acompañar, informar y apoyar. Aquel 21 de septiembre, en la comunidad se creó un equipo de voluntarios para visitar las casas. «Ahora, junto con Emergency, hemos formado a 90 personas que van familia por familia en los pueblos de Kissy Town (22.500 personas) y Morabie (12.000)». Controlan la situación, tranquilizan a la gente y hacen un primer diagnóstico, porque hay una gran confusión y los síntomas de la malaria, el tifus o hasta las náuseas de un embarazo se confunden con el Ébola. Muchas personas siguen confinadas en su casa, en cuarentena, y necesitan a alguien que les lleve lo necesario para vivir. De momento, las escuelas permanecen cerradas. «Los once años de guerra fueron terribles, pero más o menos sabías qué hacer. Con el Ébola, no. Cuando los niños se suben encima de ti, ¿qué haces?». Él los abraza. «Son mis hijos».
Llegó en 1996, con 52 años. Pero su mente y su corazón están aquí desde 1980. Su afecto por Sierra Leona nació antes de que empezara su misión allí: siendo párroco primero en Padua y luego en Viterbo, invitaba a los fieles y jóvenes a promover recaudaciones de fondos para la primera furgoneta roja que enviaron a este país. «Eran ocasiones para hacerse misioneros de corazón y sentirnos implicados con nuestros amigos que ya estaban aquí». Nada más aterrizar, apenas tuvo tiempo de planificar lo que iba a hacer y cómo iba a vivir: la guerra ya había decidido por él. «Caritas Christi urget nos. Nos apremia el amor de Cristo: y si no es ahora, ¿cuándo?». Esa fue la fulminante pregunta a la que tuvo que responder cuando Jenku Sesay entró en la iglesia desesperado: «I can’t piss myself». Sin manos, buscaba ayuda para ir al baño.
Mirara donde mirase, el padre Maurizio siempre se topaba con esos muñones levantados para aliviar la pulsión sanguínea. Jóvenes y niños mutilados a machete por los rebeldes. «Tenían una mirada apagada y suplicante, como si me preguntaran: ¿y ahora qué hacemos?». Desde entonces se entregó a ellos. Durante la guerra, con la ayuda de muchas asociaciones, abrió tres hogares-familia donde acogía a los chavales; luego cavó pozos; puso en marcha proyectos para madres y niños desnutridos, de alfabetización para adultos, para ciegos, la escuela... En esos años vio a sus primeros jóvenes llegar a la universidad, fue secuestrado por los rebeldes y molido a palos por soldados nigerianos, abrió el Centro Comunitario de Salud San José en Kissy Low Coast, en la periferia de la capital. Allí donde todo se convierte en mortal, hasta una bronquitis o una deshidratación. Uno de cada cuatro niños muere antes de los cinco años. En el pequeño pueblo de Kent, un triángulo de tierra en el mar, nació una asociación de 24 jóvenes pescadores: tenían piraguas que eran como la cáscara de una nuez; hoy tienen seis barcas, seis motores y seis redes. Y una cámara frigorífica donde guardar el pescado. Piensa en ellos con la misma alegría que siente, cientos de veces, cuando entrega a los amputados de guerra las llaves de una casa de ladrillo para ellos (hay 7.000 mutilados en todo el país).

Los deberes de Sidimba. «Nunca dejaré de dar gracias a Dios por haberme dado la compañía de esta gente. Cada una de las bienaventuranzas se da en ellos y es para ellos. Y la comparten contigo hasta hacer palpable la comunión con Dios». No tiene nada que añadir al hablar de su vida aquí.
Cuando estalló la epidemia, ni siquiera se planteó la idea de regresar. Se quedó por la familia de Nakama: eran diez en casa y ahora son dos. Por el padre de Usman, que sigue trabajando duro por la comunidad incluso después de que el Ébola se haya llevado a su hijo. Se quedó por Winnifred, una joven que estos meses ha viajado a todas partes para ayudar, visitar, atender. Y por Sidimba, de nueve años. Solo tiene un brazo. «Vale menos que una cabra», le dijo su padre cuando se la entregó. «He aprendido mucho de ella, que nunca había ido a la escuela y que empezó haciendo los deberes en mi despacho». Apoyaba la cabeza en el folio para escribir. Cuando se equivocaba, intentaba borrar pero no lo conseguía. Tiraba el cuaderno al suelo, se ponía encima de rodillas y borraba. Si el papel se rompía, llorando, volvía a empezar desde el principio.
«Aquí necesitamos una cosa: vivir la presencia de Dios. Yo la veo en las personas que donan su propia vida, como Jesús. No solo los médicos y los enfermeros, o los que han muerto por cuidar a otros. ¡Cuántos gestos de amor concreto veo todos los días! Y gestos que no se hacen por dinero, ni por mera profesionalidad. Siempre hay algo religioso dentro». La gente nunca ha dejado de venir a la iglesia a rezar. «Lo hacemos por nosotros mismos: necesitamos sentir a Dios cerca, pedir que todo esto no sea en vano. Como el niño que llama a su mamá: sabe que ella está, está allí, pero la llama, la llama. Necesita sentir su caricia».
La iglesia de Cristo Rey en Waterloo es una pequeña comunidad católica en medio de una marea de musulmanes. «Lo que más me conmueve es cuando alguien recibe el Bautismo. Si alguien lo pide es realmente porque ha conocido a Jesús». Sobre todo en estos últimos meses, ha sufrido una impotencia que le corroe y ese desánimo que pueden dar paso a la oración. «Soy un sacerdote. No solo cuando rezo o cuando predico, lo soy siempre; se me hace patente el compromiso de mi consagración cuando me implico con mis pobres. Solo tengo un anuncio que ofrecerles: la vida plena y verdadera, la certeza de un amor que no defrauda. Pero coincide con ofrecerles educación, alimento y medicinas. Y siento una necesidad constante de comunión con Jesús; sin Él me quemaría enseguida y lo dejaría todo».
A veces se le escapa decir: «Money free to nobody». Dinero gratis para nadie. «Es el intento absurdo de distanciarme de las necesidades del otro. Me justifico pensando que alguien me engaña. Pero sé que su vida me dice la verdad. Y mi corazón se enfrenta al juicio final: “Tuve hambre, tuve sed...”».

La cuchara. En su opinión, si no tienes un amigo pobre comprendes menos el significado de tu vida. «¡Pero un amigo! Es muy distinto que te digan: “Cuánto haces por mí”, a que te digan: “Cuánto me quieres”». Un día, en el hogar-familia, estaban comiendo la habitual mezcla de arroz con hojas de yuca y pescado. Por primera vez, solo había un plato común para todos, no había uno aparte para el padre Maurizio. Los niños estaban comiendo con las manos, solo él tenía cuchara. «De uno en uno, se fueron colocando con la boca abierta para que yo les diera de comer. Lo hice con todos, luego hubo como un instante de expectación. Lo entendí después...». Le miraban comiendo de la misma cuchara, y de pronto una de ellos dijo: «Cómo nos quiere». «Aquella frase no iba dirigida a mí y no tendría que haberla oído. Pero me hizo entender que, más allá de la ayuda y del apoyo, ellos buscan la certeza del amor».
Todos los años, el padre Maurizio espera el informe de la ONU sobre desarrollo humano. Puntualmente, Sierra Leona está al final. Igual que en el de Unicef sobre la infancia. Y ahora, después del virus más grave de los últimos cuarenta años, peor aún. «Cuando los peces lloran, nadie ve sus lágrimas», dice un proverbio africano que le viene a la mente al leer estas clasificaciones. «Somos los últimos en todo, es verdad. Pero cuando decimos “Padre nuestro” sentimos que somos los primeros. Hay Uno para quien somos los primeros».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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