El artículo del Presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación publicado en el Corriere della Sera el 23 de diciembre de 2014
Estimado director:
El Papa Francisco no deja nunca de asombrarnos. En la audiencia general del pasado 17 de diciembre decía: «La encarnación del Hijo de Dios abre un nuevo inicio en la historia […] en el seno de una familia de Nazaret […], en un pueblo perdido de la periferia del Imperio Romano. No en Roma, que era la capital del imperio, ni en una gran ciudad, sino en una periferia casi invisible. […] Jesús permaneció en aquella periferia durante treinta años. El evangelista Lucas resume así este periodo: Jesús “estaba sujeto a ellos” [es decir, a María y a José]. Y uno podría decir: “Pero este Dios que viene a salvarnos, ¿perdió treinta años allí, en esa periferia de mala muerte?”». El Señor siempre desbarata los planes desafiando nuestra mentalidad, nuestro modo de entender lo que de verdad es útil para la vida, para la historia y para los procesos en curso. ¿Acaso alguno de nosotros habría elegido a un hombre como Abrahán, un simple pastor, para cambiar el mundo? ¿Quién habría imaginado que bastaría una elección así?
A pesar de que el pueblo de Israel había visto en muchas ocasiones esta forma de actuar del Señor –sobre todo cuando Moisés, en una situación muy complicada, había liberado a los judíos de la esclavitud de los egipcios–, ante una prueba nueva, el exilio, vuelve a aflorar el escepticismo. Jeremías se hace eco de las habladurías de su tiempo: sí, Dios hizo salir a los israelitas del país de Egipto, pero, ¿qué pasa ahora, en este momento?
Precisamente en ese momento, el profeta lanza un nuevo desafío en el que se repite el mismo método de Dios: «Daré a David un vástago legítimo, reinará como monarca […], con justicia y derecho en la tierra» (Jr 23,5). Sobre ese vástago apoya toda Su promesa. De hecho, «llegan días –oráculo del Señor– en que ya no se dirá: “Lo juro por el Señor, que sacó a los hijos de Israel de Egipto”», es decir, ya no remitirá a algo que sucedió en el pasado, pero que no puede suceder de nuevo en el presente, «sino: “Lo juro por el Señor, que sacó a la casa de Israel del país del norte y de los países por donde los dispersó, y los trajo para que habitaran en su propia tierra”» (Jr 23,7-8). El Señor mostrará de nuevo que está presente haciendo retornar al pueblo del exilio.
Dios es testarudo a la hora de mostrar a Su pueblo que el método del inicio es también el mismo que permite incidir en todos los procesos posteriores de la historia. De este modo, Él desafía el escepticismo del pueblo y trata de sostener su esperanza. Pero a nosotros esto nos parece demasiado poco, demasiado débil, demasiado poco incidente, casi ridículo y desproporcionado con respecto a las dimensiones de los problemas que tenemos que afrontar cada día. Es la razón por la que a menudo incluso el antiguo pueblo de Israel sucumbía a la tentación de llegar a un acuerdo con el poder –cualquiera que fuese: Egipto o Babilonia, esto es secundario– para buscar un punto en el que apoyar su propia seguridad.
Dios no cambia de camino, y para continuar con su designio de cambio del mundo, en tiempos del Imperio Romano se confía al Hijo de una virgen, María. Sin su sí, que junto al de José da crédito a la promesa de Dios, no habría sucedido nada. Y por consiguiente, no habría nada que celebrar en estos días. En cambio, lo podemos festejar este año también teniendo en la mirada el alcance de la elección de Abrahán en la escena del mundo y la profecía de ese vástago que se ha cumplido en Jesús. Siglo tras siglo, Él se ha quedado en la historia y hoy nos alcanza en la vida de la Iglesia, como entonces, a través de un vástago: el papa Francisco, que nos abraza constantemente sin tener miedo de nuestra fragilidad e infidelidad, y sin temer el camino de nuestra libertad, justamente como hace el padre con el hijo pródigo. Y renueva la profecía antigua: «El Verbo, que encontró morada en el seno virginal de María, en la celebración de la Navidad viene a llamar de nuevo al corazón de cada cristiano: pasa y llama a la puerta. […] Cuántas veces pasa Jesús por nuestra vida […] y cuántas no nos damos cuenta, porque estamos pendientes de nuestros asuntos, inmersos en nuestros pensamientos» (Francisco, Ángelus, 21 de diciembre de 2014).
Por eso la Navidad nos invita en primer lugar a convertir la forma en la que concebimos de dónde puede venir la salvación, es decir, la solución de los problemas que nos plantea la vida cotidiana. Nos desafía a cada uno de nosotros con una gran pregunta: ¿de dónde esperamos la salvación? ¿De las alianzas que hacemos unos y otros y de nuestros cálculos para organizar las cosas, o de este signo aparentemente impotente, de esta presencia casi imperceptible pero real, testaruda, irreductible, que el Misterio pone ante nuestros ojos? Todo se juega ahí, desde el primer momento y en cada paso del desarrollo de ese designio: nuestro sí a Aquel que nos llama y que ha hecho todo lo que existe es la única forma de esperar poder incidir en los procesos del mundo.
Como decía don Giussani a comienzos del 68: «Nos hallamos verdaderamente en condiciones de ser […] los primeros de ese cambio profundo, de esa revolución profunda que nunca consistirá –repito: nunca– en lo que pretendemos que suceda como algo exterior, como realidad social»; de hecho, «no se dará nunca en la cultura o en la vida de la sociedad, si antes […] no se da en nosotros, […] si no empieza entre nosotros […] una revolución de nosotros mismos, en el modo de concebirnos […] sin prejuicios, sin poner primero algo a salvo».
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