Es el tercer año que celebran el misterio de la Encarnación bajo los golpes de la guerra. Tienen corriente eléctrica una hora al día. Han perdido sus bienes, el trabajo, la casa y muchos seres queridos. Los que huyen no saben si corren hacia la vida o hacia la muerte. Hana se ha quedado, y espera un hijo... Voces desde Siria que anhelan la paz
El 25 de diciembre se cumplirán dos años, cinco meses y nueve días. En Alepo ya no se aguanta esta guerra que en Siria se define como “la madre de todas las batallas”. La ciudad, tres millones de habitantes antes del comienzo del conflicto, hoy la mitad, está dividida en dos círculos concéntricos: el exterior en manos de los rebeldes y el interior controlado por el ejército de Damasco. No se puede hablar de asedio, porque existe un pasaje hacia el exterior que conecta el centro de la ciudad con el resto del país. Se habla de diez mil muertos y 4.500 sin paradero conocido. El frente, bloqueado desde hace meses, corre entre las aceras y las calles. Las barricadas y los puestos de control marcan una larga cicatriz que atormenta el cuerpo de la ciudad. En las afueras se sigue luchando, pero de vez en cuando las granadas caen entre los edificios del casco urbano. La corriente eléctrica llega solo durante una hora al día. Quien tiene un generador autónomo y encuentra el carburante para ponerlo en marcha, es afortunado. Fruta y verdura no faltan. A las tiendas llegan con regularidad los productos, pero los precios aumentan continuamente. El pasado verano los rebeldes sabotearon el acueducto y barrios enteros se quedaron sin agua durante semanas. Los pozos se convirtieron en el bien más codiciado. Hoy el agua ha vuelto a las casas. ¿Pero por cuánto tiempo?
Era la ciudad con el mayor número de cristianos del país, doscientos mil. Hoy, como mucho, quedan cien mil. Y para ellos será la tercera Navidad en guerra. La última fue durísima. Entre el 15 y el 28 de diciembre de 2013, el ejército sirio lanzó una ofensiva aérea que, según fuentes locales, habría matado a más de quinientas personas. ¿Y este año? La intensidad del conflicto ha remitido, pero el miedo no. A tan solo veinte kilómetros acecha el Estado Islámico. Si el ejército de Assad cediera, Alepo podría acabar como Mosul.
¿Qué piensan los cristianos de Alepo? ¿Cómo viven? ¿Cómo se preparan para celebrar la fiesta que, en el resto del mundo, es sinónimo de paz y alegría?
Elías Machek tuvo que abandonar su casa el Viernes Santo de 2013. Esa mañana le despertó el ruido de los disparos y el grito «Allahu Akbar». Agarró lo que pudo y fue corriendo en busca de un barrio más seguro. «Las calles estaban abarrotadas de gente que huía. Vi a un hombre que caía alcanzado por un disparo. Nadie pudo socorrerle. Sigo oyendo el grito de su mujer y el llanto de sus hijos. Cuando vuelvo a esos instantes, pienso que las manos de Dios nos sostuvieron y nos indicaron el camino. Rezad por nosotros, para que no caigamos en la tentación de renegar de nuestra fe...».
Los “maristas azules”. Hana Krir tiene veinticinco años y el pasado mes de julio se casó con Elías. En su perfil de Facebook ha colgado las fotos del matrimonio, pero no parece una fiesta celebrada bajo la amenaza de las bombas. De momento, viven en casa de unos familiares, porque no pueden permitirse un alquiler. Pero hay una buena noticia: esperan su primer hijo. También en esta circunstancia van juntas la alegría y la preocupación: «En el hospital me han dicho que no saben si podrán ayudarme. Ya veremos». Hana da clase de inglés en una escuela católica: «Los estudiantes no consiguen concentrarse. Todos tenemos un pariente muerto a causa de la guerra». ¿Y la Navidad? «Nos parece lejana. Tenemos tantos problemas... Incluso la gente rica no consigue hacer frente a sus necesidades primarias. Por fortuna existe Cáritas que nos ayuda, que nos lleva el gas para cocinar, algo de comida... ¿Qué nombre le pondré a mi hijo? Si es varón, Abed Allah, que es el nombre de mi suegro, que significa “siervo de Dios”. Si es una niña, no sé».
«Nos gustaría celebrar la Navidad con una fiesta, ¿pero cómo? Vivimos con el miedo en el cuerpo», cuenta Mía Asal: «Hace unos días, nuestra casa fue alcanzada por un golpe de mortero». Mía está casada con Umit. La guerra les ha quitado el trabajo, a los dos. Ella trabajaba en un banco. Él era guía turístico. Tienen dos hijas, una de veinte años y la otra de dieciséis. «Siguen estudiando, pero la tensión es fuerte. Nos gustaría irnos de aquí, pero no tenemos dinero. Me gustaría que mis hijas volvieran a sonreír. ¿Qué le pido a Jesús que viene? La paz, para Alepo y Siria», dice Mía.
«He preparado el árbol de Navidad, símbolo de la vida». La señora Raouik cuenta la historia de su familia que, hace un año, huyó de Djabal el Sayed, un barrio residencial de Alepo. En verano de 2012, se dedicó a la acogida de los refugiados que llegaban de las zonas de la ciudad caídas en manos de los rebeldes. No todos sus vecinos estaban dispuestos a hacerlo. Algunos decían que no había que ayudar a los musulmanes. «Mi marido y yo solo veíamos en ellos gente que lo había perdido todo». Al año siguiente, le tocó a ella. «Una mañana nos despertaron los disparos y los gritos de los rebeldes. Mi hija mayor estaba aterrorizada. La menor se quedó muda». El día después, huimos. Las calles del barrio se llenaron de gente. «No sabíamos si corríamos hacia la vida o hacia la muerte. En ese día interminable silabeaba en voz baja las palabras del salmo: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”. Al final, alcanzamos un barrio seguro, donde encontramos unos amigos que nos hospedaron». Para Raouik, los meses siguientes fueron duros. El esfuerzo por volver a empezar aceptando el hecho de ser un superviviente. El barrio donde nació y vivió toda su vida ya no existe. Sin embargo, «poco a poco hemos experimentado la presencia del Señor, mediante la solidaridad, la comunión, la ayuda del hermano Georges Sabe y de los demás “maristas azules”. Aunque parece que no haya salida, en nuestro corazón María nos enseña un camino de esperanza. También en esta Navidad renace la vida».
Los “maristas azules” son una presencia importante en Alepo. Cada día se ocupan de distribuir comida caliente a unas 350 personas. Pagan el alquiler a 45 familias. Ofrecen gratuitamente asistencia a los civiles heridos, ya que los dos hospitales de la ciudad están colapsados. Se ocupan también de los más pequeños: han organizado una guardería para 280 niños cristianos y musulmanes. Acogen a otros veinte niños, entre siete y trece años, que por distintas razones no iban al colegio, y les dan clase. Aline, Laila y Mony son tres chicas que trabajan con ellos. Cada una tiene su historia y sus preguntas. «Lo hemos perdido todo, pero lo que duele más es no entender el porqué y para qué de todo esto», comenta Aline. «Ya son demasiado los acontecimientos dolorosos que me pesan encima. Le digo a Dios: “¿Por qué no intervienes?”. Soy creyente, sí, pero siento que mi fe está puesta a prueba. Me pregunto si todavía tiene un sentido celebrar una fiesta». Laila relata las paradojas de los que viven desde hace dos años y medio bajo las bombas: «Guerra y paz, esperanza y desesperación, impaciencia y espera, fe y dudas. Mi comportamiento no se corresponde con lo que sé de mí misma y con san Pablo digo: “No hago el bien que veo”. El dolor ha golpeado mi vida. ¿Debo quedarme o irme? No tengo respuesta». Mony habla de la lucha para no caer en la trampa de la guerra, por no dejarse dominar por ella. «Es la fe lo que ilumina mis decisiones: me lleva a dirigirme al otro, al que es distinto de mí, a socorrer al otro que está herido. Hoy puedo leer mi vida a través de la experiencia de la cruz. A veces el camino de la fe parece utópico. Sin embargo, aunque todo parece decir lo contrario, se pueden tener hoy sentimientos de paz, de reconciliación, de solidaridad».
Los jóvenes de Homs. A ciento setenta y ocho kilómetros al sur de Alepo, la guerra atormenta también a Homs. El asedio a la ciudad vieja concluyó en mayo pero no puso fin a los combates. Ciertamente respecto al año anterior será una Navidad más tranquila, pero solo desde el punto de vista militar. «¿Cómo nos preparamos a la venida de Jesús? En primer lugar preparando nuestros cuerpos. Hará mucho frío y no hay combustible para la calefacción. Aquí el termómetro llega a cinco bajo cero». El padre Ziad Hilal, director del Jesuit Refugee Service, va al grano enseguida: «El embargo no está impactando solo al Gobierno de Damasco, los que más sufren son las personas, las familias». Lo sabe bien porque la organización que dirige asiste a tres mil personas necesitadas de la ciudad, distribuyendo comida y bienes de primera necesidad. Además de un ambulatorio, un centro para ochenta y cinco discapacitados mentales y uno para los inválidos de guerra. Y no se acaba ahí la cosa: cada día, cerca de dos mil niños cristianos y musulmanes acuden a los centros que gestionan los jesuitas, para estudiar y jugar juntos.
En la puerta de su despacho está Nara Nasseif, de veintidós años, estudiante de segundo año en la universidad. Para ayudar a su familia trabaja por las tardes en el centro de los jesuitas. «Me llega la gente que desea recibir asistencia. Mi tarea consiste en comprender de qué tienen necesidad y dirigirles hacia uno de nuestros centros. Son personas agotadas, a menudo enfadadas. A veces gritan y pretenden que respondamos inmediatamente a sus peticiones. No es fácil. Yo les recibo y trato de calmarles. Al principio fue realmente difícil. Volvía a mi casa pidiéndole a Dios que me concediera amar a esta gente. He intentado vivir en mi trabajo la misma experiencia que aprendí de pequeña, cuando iba a la parroquia».
En su momento, Nara conocería a personas como Josef, de veintitrés años, estudiante de Farmacia, que ayuda a los jesuitas con la catequesis de los niños de la escuela primaria. «Sería normal pensar que Homs es una ciudad de muerte, pero cuando vienes aquí y ves lo que se hace, ves la vida», explica el muchacho: «Soy cristiano, desde niño. He tenido mis momentos difíciles y mis dudas de fe. Pero cada vez que volvía aquí y me encontraba con el padre Ziad y los demás, veía una luz que no existe en ninguna otra parte. Hoy sigue siendo así. Ser cristiano no es un pensamiento, es una experiencia, algo que siento y que vivo».
Por las calles nadie diría que la Navidad también llegará a Homs. No hay luces ni árboles adornados. «Hemos empezado el Adviento explicando a los niños el misterio de la Anunciación», continúa Josef: «De este modo, procuramos acoger también nosotros este anuncio en nuestro corazón». Gracias a una donación de Europa, este año, por primera vez, el padre Ziad podrá comprar un regalo para cada uno de los cinco mil niños. Chocolate, caramelos, camisetas, pijamas. «Será otra Navidad en medio de las pruebas, pero puedo decir que somos felices. Cuando Cristo vino a este mundo, no tenía ni electricidad ni calefacción. Pasó frío como nosotros, se hizo uno de nosotros. Y la pobreza no le impidió ser amigo de todos los hombres con los que se iba encontrando».
Iraq
Amel Shamon Nona, el obispo refugiado de Mosul: «me sostiene su alegría»
Vive en Erbil desde que el Isis ocupó su ciudad. Ve a los fieles que vacilan en su confianza y les ayuda a encontrar casa, a recibir el suministro de gas… «Estar aquí con ellos hoy es mucho más importante que predicar con la palabra»
Luca Fiore
A día de hoy, su casa, el arzobispado caldeo de Mosul, está ocupada por los militares del Isis. Han destruido cruces y profanado iglesias. «He oído que han empezado a vender la decoración de la catedral», cuenta monseñor Amel Shamon Nona, obispo refugiado en Erbil, en el Kurdistán iraquí. Lo habíamos entrevistado en junio pocos días después de la caída de Mosul (ver Huellas, nº 7/2014). Hoy es pastor de un rebaño disperso: millares de familias huidas del fundamentalismo y necesitadas de todo. El invierno ha llegado y se prevé que sea el más duro de sus vidas. El consuelo es que podrán celebrar libremente la liturgia navideña, hospedados por las comunidades cristianas locales. Y monseñor Nona espera la noche de Navidad como haría un padre de familia: buscando los regalos para los más pequeños.
¿Cómo describiría estos meses en el exilio?
Es triste no poder vivir en la propia tierra, lejos de la casa donde has nacido. La gente duerme en las tiendas o en las aulas de las escuelas. No tienen trabajo, lo han perdido todo. Al principio tenía la esperanza de que la crisis se resolviera en tiempos breves pero, con el paso del tiempo, se ha desvanecido porque no hay signos positivos. La gente se encuentra abatida.
¿Qué es lo que más le hace sufrir?
La pérdida de la confianza. Confianza en el propio país, Iraq, y en los musulmanes en general, con los cuales hemos convivido desde siempre. Hoy veo personas sin perspectiva para el futuro, que viven al día.
¿Han perdido también la fe?
No, la fe no la han perdido. Nuestra gente está aquí precisamente porque no quiere perder su fe. Si se hubieran convertido al Islam, habrían podido permanecer en sus casas.
¿Están enfadados con Dios?
Los primeros días había rabia contra la violencia de los hombres, no contra Dios.
¿Por qué prefieren el exilio y el sufrimiento antes que abandonar su fe?
En Oriente Medio, y sobre todo en Iraq, la fe no es un pensamiento, es lo que da forma a la identidad, a la personalidad. Renunciar a la propia fe sería renunciar a uno mismo.
¿Qué les dice a los fieles?
Más que decirles algo, hoy es necesario hacer, actuar, estar con ellos. Esto es más importante que las palabras. Naturalmente, procuro explicar que la vida no termina aquí, que no todo está perdido. Pero entiendo que, en este momento, es más eficaz servir a sus vidas.
¿Qué hace para ayudarles? ¿Cómo es su día a día?
Hace una hora ha venido a verme un responsable de un centro de refugiados de Ankawa, que acoge a setenta y seis familias. Me ha dicho que desde hace veinticuatro horas no tienen gas y que la gente no puede cocinar. He llamado al alcalde de la ciudad para que se comprometa a que mañana llegue un camión con el gas. Hoy mismo ha venido a verme una familia con un hijo minusválido. Vive en una clase del colegio junto con otras familias. La situación es complicada y me pedían que les encontrase una casa de verdad. Además visito los centros de refugiados para encontrarme con la gente y comprender personalmente qué problemas tienen. El día transcurre así. Cada día hay algo que resolver. Vivo así desde hace tres meses.
¿Qué es lo que le sostiene?
Mi misión es servir a esta gente. Servir no significa solamente predicar o hablar de la fe. Hoy, aquí, significa también encontrar para ellos unas condiciones dignas para la vida de las personas. Ciertamente me sostienen la fe y la oración, pero también el gozo que veo en las personas cuando, sirviéndoles, conseguimos encontrar cualquier pequeña solución a sus problemas diarios. Este gozo es un motivo para continuar sirviéndoles.
¿Gozo?
Sí, es algo que veo todos los días. La gente nos da las gracias. No siempre, pero a menudo lo hace. Veo que lo que hacemos les devuelve un poco de confianza. Pero son muchas las necesidades a las que no conseguimos responder. Y esto me hace sufrir.
¿Cómo se están preparando para la Navidad?
Estamos intentando preparar algo para los niños. Quisiéramos hacerles un regalo. Pequeño, pero digno. Buscamos salas para poder festejar la Navidad juntos. Lo intentamos. Esperemos que pueda ser.
¿Qué le pide usted al Niño Jesús?
Le pido que haga entender a los hombres que la violencia no es humana. Pido que se pueda encontrar una solución a nuestra situación que respete a todos, independientemente de la religión, la raza y el color de la piel. Como en la gruta de Belén, en la que había reyes, pastores e incluso animales. Al Niño Jesús le pido que podamos volver pronto a nuestra tierra y vivir en paz con todos.
Palestina
La distancia enorme entre Gaza y la gruta de Belén
Las incursiones israelíes y la sharía de Hamás. Los cristianos querrían pasar la Navidad en los Santos Lugares, pero no pueden. Y, sin embargo…
Andrea Avveduto
Es el sueño de cada uno de los palestinos que viven en Gaza: poder celebrar la Navidad en Belén. Y sin embargo esta pequeña ciudad, cuna de la cristiandad, es una meta casi imposible de alcanzar para quien habita en la franja. Lo sabe bien George, árabe católico y padre de dos hijos, que cada año pide el permiso a la autoridad israelí. «Lo intento siempre, pero soy demasiado joven como para tener esperanza de obtener el visado». Demasiado joven significa simplemente que tiene 33 años. Las autorizaciones se conceden, habitualmente, a los mayores de cuarenta. «Como mucho se conceden a los ancianos o a los inválidos», confirma con enfado. La explicación oficial es que Israel debe tener la certeza de no correr peligro permitiendo que «nosotros, peligrosos, podamos pisar la tierra prometida». Por ello, las personas que tenemos entre 16 y 40 años no podemos cruzar el puesto de control de Erez, la gran jaula que desde las casas destruidas por los bombardeos lleva al camino de Yad Mordechai, la única vía por las que se accede a la Ciudad Santa y, un poco más allá, a Belén.
El momento es difícil y las esperanzas se debilitan. Los visados disminuyen, las tensiones aumentan. «¡Cómo me gustaría poder besar la estrella de plata que indica el lugar donde nació Jesús!», cuenta conmovido Jad: «Nosotros vivimos en la ciudad donde se detuvo la Sagrada Familia durante su huida a Egipto, y no hemos visto nunca la ciudad de la que partieron». La situación lleva así desde hace unos 30 años. «Hasta la primera Intifada, podíamos ir a Belén», cuenta un señor de unos 70 años, muy activo en la única parroquia latina de Gaza. «Era una ciudad vivaz, ciertamente también con sus problemas, pero era todo mucho más gozoso. El muro no existía todavía, y con mi familia íbamos cada año a celebrar la Navidad en los Santos Lugares». Comenta sobre los 1500 permisos solicitados también este año que «sería un éxito si nos concedieran al menos cien».
Neeso, madre de familia, no es optimista. Sueña con poder llevar a su hijo más allá del muro. Poder ver la estrella, tocar con la mano la esperanza tras meses difíciles, en los que Gaza ha vuelto a ser bombardeada. «Vivimos cada día con el terror de las incursiones israelíes y con el miedo a Hamás». Desde hace ocho años el movimiento de Khaled Mashal ha impuesto la sharía, la ley islámica. Por esta razón Neeso está obligada a llevar el velo y a seguir públicamente todas las leyes dictadas por el Gobierno fundamentalista. «Por ejemplo, el domingo en Gaza no es un día festivo, se trabaja. Lo mismo será el día de Navidad; la gente trabaja y después va a misa». Una ciudad destruida por los bombardeos, cuyos habitantes tienen que resignarse a reconstruir continuamente los edificios que se hunden.
«Tenemos que recomenzar, siempre». Johny pasará la Navidad en su casa. «La estoy reconstruyendo, después de que en julio un misil la destruyera. Si la Navidad es el nacimiento de Jesús, entonces debe ser también el nacimiento a una vida nueva aquí en mi tierra». Su hijo de cinco años, Jamal, tiene miedo. Pregunta: «Pero papá Noel, ¿podrá atravesar el muro para traernos los regalos?». Y Johny, sonriendo, le contesta: «Papá Noel no lo sé, pero el Niño Jesús, seguro». En la parroquia le esperan, juntos como una gran familia, los últimos trescientos católicos que han quedado para custodiar el lugar que recuerda a la Sagrada Familia. «¿Quién más que nosotros, que vivimos siempre en guerra, tiene necesidad del nacimiento de Aquel que trae la paz?». Issa, que es catequista, ha pedido permiso para ir a Belén, «y si me lo conceden, iré. Tal vez el visado llegará el 23 o tal vez el 24 de diciembre. No importa, las maletas están preparadas. Hacen de todo para impedírnoslo, para descorazonarnos. No saben que la Navidad llega en cualquier caso. Jesús nace igualmente, nace también en Gaza».
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón