Entonces, ¿para qué estamos aquí? El motivo es doble, y el segundo motivo es consecuencia del primero. Podría decirse que es consecuencia indirecta del primero, consecuencia contingente del primero. El primero: estamos aquí para decir que… Íbamos caminando a orillas del río y oímos a alguien que hablaba; era un ideólogo el que hablaba; pero era más que un ideólogo, porque era un tipo serio, se llamaba Juan el Bautista. Nos detuvimos a escucharle. En un momento dado, uno que estaba allí con nosotros hizo ademán de marcharse; entonces, vimos a Juan el Bautista que fijaba su mirada en él, lo señalaba entre la muchedumbre y empezaba a gritar: «¡He ahí el cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo!». «He ahí el cordero de Dios»; está claro, un profeta habla de un modo extraño.
Pero nosotros dos, que estábamos allí por primera vez y veníamos del campo, de lejos, nos separamos del grupo, fuimos en pos de él, así, por una curiosidad, que no era curiosidad sino un interés insólito; quién sabe quién nos lo suscitó por dentro. Y él, en un momento dado, se paró, se dio la vuelta y nos preguntó: «¿Qué buscáis?». Y nosotros: «Rabí, ¿dónde vives?». Y él: «Venid y lo veréis». Y nosotros fuimos y nos quedamos con él todo el día, mirándole hablar. Mirábamos, porque no entendíamos todo lo que decía, pero hablaba de tal forma, decía aquellas palabras de tal modo, tenía un rostro tal, que nos quedamos allí mirándole hablar.
Y cuando nos marchamos a casa porque ya era tarde teníamos otra cara; miramos a nuestra mujer y a nuestros hijos de forma distinta; había como un velo entre ellos y nosotros, el velo de aquel rostro que no se nos iba de la cabeza. Aquella noche ninguno de los dos durmió tranquilamente y al día siguiente fuimos de nuevo a buscarle. Había dicho una frase que nosotros repetimos a nuestros amigos: «Venid a ver a uno que es el Mesías que tenía que venir; con su presencia es como si hubiera dicho: “Yo soy el Mesías». Y nuestros amigos fueron y ellos también se quedaron imantados por ese hombre. Y por la noche, cuando nos reuníamos en torno al fuego, con los cuatro peces que habíamos pescado la noche anterior, era como si dijéramos: «Si uno no cree a un hombre así, si yo no creo a un hombre así, no puedo creer ni siquiera lo que ven mis ojos».
Nosotros estamos en el mundo para gritar a todos los hombres: «Mirad que entre nosotros hay una presencia extraña; entre nosotros, aquí, ahora, hay una presencia extraña: el Misterio que hace las estrellas, el mar, que hace todas las cosas […] se ha hecho hombre, ha nacido del seno de una mujer». Nosotros estamos en el mundo para decir que Dios se ha hecho hombre. Hay uno entre nosotros, que vino entre nosotros hace dos mil años y se quedó («Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo»); entre nosotros hay un hombre que es Dios. La felicidad de los hombres, la alegría de los hombres, el cumplimiento de todos los deseos de los hombres es él quien lo lleva a cabo; lo lleva a cabo en aquellos que le siguen.
La consecuencia contingente de mirarle a Él, de mirarle hablar, de escucharle, de ir tras Él, de decir a todos: «Está aquí, está aquí entre nosotros el Dios hecho hombre», la consecuencia contingente para quien dice esto es que vive mejor –mejor–; no resuelve los problemas de su humanidad, pero los vive mejor: quiere más a su mujer, sabe cómo querer a sus hijos, se quiere más a sí mismo, ama a sus amigos más que los demás, mira a los extraños con gratuidad, con ternura de corazón, como si fueran amigos, socorre la necesidad de los demás como puede, como si fuese su propia necesidad, mira el tiempo con esperanza y por tanto camina con paso firme.
(de In cammino, Rizzoli BUR, pp. 221-223)
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