Les obligaron, de un día para otro, a abandonar sus casas. Antes tenían una vida, hoy el Isis se la ha arrancado. Viaje por los campos de refugiados de Erbil, para conocer a Avas, Haidi y Marya. Entre conversiones forzosas, monasterios destruidos y crucifijos acribillados a balazos, nos encontramos con gente necesitada de todo, pero no angustiada. Veamos por qué
El jeep salta en cada bache. Avas, el conductor, trata de evitarlos sin demasiado éxito. Además, no conoce las polvorientas y sucias calles que unen Erbil, capital del Kurdistán iraquí, con las zonas periféricas de esta región autónoma dentro de Iraq. Ni siquiera su oficio es el de conductor. «Antes daba clase de música en enseñanzas medias», cuenta: «Mi mujer y yo somos de Qaraqosh. Vivíamos allí con nuestros dos hijos y treinta palomas blancas. Qaraqosh era precioso, antes».
En ese «antes» está todo. Antes de que llegaran los hombres del califa Al Baghadi, antes de que los caballeros negros del yihadismo destruyeran casas, escuelas, monasterios, comercios, pozos, cultivos. La cría de palomas. Las personas. Antes de todo eso, Iraq era un país precioso. Con muchos problemas, claro está. «Pero la gente vivía en paz. En definitiva, las cosas iban bien».
Parece que han pasado siglos, pero estamos hablando de hace solo cuatro meses: fue a finales de junio cuando la ofensiva islamista doblegó a las débiles fuerzas armadas iraquíes y conquistó el norte del país.
Abejas y artillería. Los baches se hacen cada vez más molestos y en el habitáculo empieza a hacer mucho calor. El aire acondicionado está estropeado y queda aún media hora de viaje. La meta son diez familias yazidís refugiadas en un almacén abandonado. «No tienen a nadie que les ayude, a excepción de la Iglesia local», continúa Avas: «Tenemos que hacerlo nosotros».
Él mismo es un refugiado, vive en el campo de Duhok, en una tienda marrón que comparte con su familia y tres amigos. Se ofreció voluntario para acompañar a los periodistas y cooperantes que llegan al Kurdistán porque no quería estar todo el día sin hacer nada. «Los yazidís han sido masacrados por el Isis porque les consideran adoradores del diablo. En cambio, nosotros los cristianos podíamos elegir: convertirnos, pagar o marcharnos. Ellos no, los han matado». Su relato se interrumpe. En la lejanía Avas señala una línea fronteriza invisible. Al otro lado hay pueblos que distan pocas decenas de kilómetros del camino que estamos recorriendo, pero que hoy es imposible visitar. Qaraqosh, Mosul, Bartallah, Sinjar son nombres que hemos empezado a conocer. Son los antiguos asentamientos cristianos de la llanura de Nínive, al noreste de Iraq. Lugares de una belleza asombrosa: montañas escarpadas y valles llenos de higueras, caquis, y monasterios de muros milenarios. Tierra de apicultores, campesinos y cristianos. Avas viene de allí, donde «se hace la mejor miel del mundo» y donde todavía hay algunos que hablan arameo. La lengua de Jesús. No había grandes problemas, “antes”. Hoy, al sonido de los zumbidos sustituye el de la artillería.
El Isis conquistó con las armas toda esa zona, llegó a la región de Al Anbar y ahora avanza –casi sin resistencia– hacia la capital iraquí, Bagdad. Desde el mes de mayo, más de un millón setecientos mil civiles han abandonado sus casas para escapar de la violencia del Estado islámico. La mayoría de ellos se ha refugiado en el Kurdistán, el único enclave protegido aún gracias a los bombardeos americanos y a la diligencia de los peshmerga, los milicianos kurdos que obstinadamente defienden sus fronteras. Pero esta región también está al borde del colapso: desde Siria han llegado en el último año más de 250.000 refugiados y los desplazados ocupan actualmente el 70 por ciento de las escuelas, según describe Marzio Babille, responsable de Unicef en este país: «El curso escolar no ha empezado: ni para los niños kurdos ni para el más de medio millón de menores refugiados». Los hospitales no están preparados, falta agua potable, los precios se han quintuplicado en todos los productos. La presión es enorme y los que llegan a tierra kurda no deben traer la esperanza de poder encontrar una casa. Los más afortunados han encontrado sitio en el patio de las parroquias o pueden disponer de alguna de las tiendas de campaña que ofrecen la Iglesia local o ACNUR (el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados). Todos los demás buscan refugio en los parques o en edificios en construcción.
Entre ellos está Haidi, madre de cinco hijos y esposa de un marido ciego. Está sentada en una almohada de espuma que las hermanas dominicas consiguieron hace unos días. Tiene unas profundas ojeras, el cabello recogido en una coleta deshecha y una mirada perdida en el dolor. «Mi marido es ciego y yo no veo la televisión. Cuando los daesh, los bárbaros, llegaron la gente huyó del pueblo pero nosotros nos enteramos de lo que estaba pasando con unos días de retraso. Entonces huimos, pero en el puesto de control nos detuvieron». Todos los cristianos deben pagar para poder salir de la ciudad. Ellos no tenían dinero para abonar la tasa. Pero el Isis no lo aceptó y en vez del dinero se llevó a la niña más pequeña. No han vuelto a saber nada más de ella. «Cristina solo tiene tres años y tres meses, no puede estar sin nosotros». Su marido y ella se reprochan no haberla protegido. «Rezo todos los días para que Dios me la traiga de vuelta a casa», dice en voz baja. Su marido, agachado y callado hasta ese momento, levanta la cabeza: «Pero también le damos gracias porque hasta ahora nos ha mantenido con vida».
Volver al cristianismo. Hay decenas de casos parecidos al de Haidi. Aquí cada uno tiene su historia y su dolor, llevados con discreción. Hay sacerdotes ancianos que han sido obligados a mirar cómo quemaban sus iglesias y acribillaban las cruces en señal de desprecio. Hay familias a las que han obligado a convertirse al islam y que después han huido, poniendo en peligro su vida, para encontrarse con su obispo y volver a ser bendecidos y acogidos en el cristianismo. «Intentamos escapar de nuestro pueblo dos veces», cuenta Marya: «A la tercera nos detuvieron y nos amenazaron: si no nos convertíamos, matarían a los niños. Aceptamos, pero en nuestro corazón sabíamos que éramos cristianos. Nos llevaron de noche a Mosul y por la mañana nos obligaron a abjurar delante de una multitud, en un lugar que llaman tribunal público de la sharía. No podía creer que estuviera sucediendo. Justo después los daesh nos dieron una casa nueva, comida, medicinas. Pero nos habían quitado a Jesús. Luego, gracias a un tío nuestro y a la ayuda de dos familias sunitas –que arriesgaron mucho por nosotros– conseguimos huir al Kurdistán».
Muchos han perdido a alguien y ahora todos viven en condiciones muy duras. Pero, con palabras distintas, todos dicen lo mismo: «Estamos aquí, lo hemos perdido todo pero gracias a Dios y a María hemos conservado la fe». No son cristianos débiles, eso está claro. Son audaces a la hora de denunciar las deficiencias de la comunidad internacional o la violencia del califato. Pero no son personas angustiadas. Necesitadas de todo sí, doloridas sí, pero no angustiadas. Con la ayuda recibida de los obispos (muchos de ellos huyeron con su gente), los sacerdotes y las religiosas se esfuerzan en responder a las emergencias. Visitan uno a uno a los cabezas de familia, les inscriben en un registro especial, establecen las prioridades y luego destinan los fondos necesarios para las acciones más urgentes: mujeres embarazadas a punto de dar a luz, heridos graves, niños y ancianos. Nunca lo han hecho, no son cooperantes. Son pastores de almas que se enfrentan ahora a la necesidad de acompañar a su grey en la situación más dolorosa. Hay una gran dignidad en esas calurosas habitaciones llenas de moscas o en las tiendas amontonadas alrededor de las iglesias. Sus habitantes intentan mantenerlas todo lo limpias que pueden, tratarse lo mejor posible, compartir equitativamente lo poco que tienen.
Entre ellos están Sharbel y Rone, dos siro-ortodoxos que huyen de Bartallah, donde el Estado islámico destruyó sus casas y la televisión cristiana para la que trabajaban. Nos cuentan que forman parte de una asociación que lleva años trabajando para ayudar a los cristianos de Oriente Medio a permanecer en su tierra. «Nosotros estamos aquí desde hace más de dos mil años, hablamos la lengua de Jesús, tenemos una historia y una identidad propias. Somos los primeros cristianos. Si nos vamos, este patrimonio se perderá». Algunos de ellos también se han organizado en milicias armadas de defensa («no de ataque, escríbelo bien», insisten) para defender las ciudades asediadas por el Isis. «No hemos nacido para combatir, no es nuestro oficio. Pero allí están nuestros amigos, nuestras familias. Si nadie nos defiende, tendremos que hacerlo nosotros». Están dispuestos a dar la vida por amor a sus amigos y a Jesús.
La Iglesia, mientras tanto, sigue pidiendo que el conflicto no se interprete como un enfrentamiento religioso. «Tenemos derecho a defendernos, pero la cultura de la guerra no nos es propia», ha reiterado recientemente Louis Sako, el patriarca caldeo de Bagdad. «El cristianismo nace de la cruz. De un corazón traspasado», recordaba en el Meeting el padre Pierbattista Pizzaballa, custodio de Tierra Santa: «Si nos olvidamos de esto, caemos en la tentación de creer que serán nuestras iniciativas las que nos salven, también en esta tierra nuestra».
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