Afloran sensaciones extrañas en ciertos sectores del mundo católico. Se ha visto, por ejemplo, con ocasión del Sínodo sobre “Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización”. No tanto por el debate entre los padres sinodales en el aula, por otra parte mucho más rico de las interpretaciones de ello se han hecho; sino por los innumerables comentarios que han circulado en los medios, la prensa, los blogs, etc. Se trata de reacciones que van más allá del esquema “conservadores-progresistas”, insinuando más o menos explícitamente, a veces incluso de manera mezquina, un desorientación, una perplejidad. Ya no es infrecuente hoy en día, especialmente cuando se tocan los así llamados “nuevos derechos”. Como si, por el mero hecho de hablar de hablar de ciertos temas, la Iglesia corriera el peligro de perder el rumbo. Como si acompañar a la humanidad confusa y herida de hoy fuera sinónimo, ipso facto, de caos.
Los dos mil años de historia cristiana están cuajados de momentos de confrontación, incluso más ardua que la actual (si ante esa condición nos invadiera el miedo, nos veríamos obligados a interrogarnos acerca de quién pensamos realmente que guía a la historia…), sin embargo, se puede comprender en parte esta perplejidad.
Porque es cierto que la realidad nos plantea retos impensables hasta hace unos años. Es decir: inimaginables, imprevistos, que no encajan en nuestras categorías ya asentadas. Y más cierto aún es que «un mundo en tan rápida transformación requiere de los cristianos que estén disponibles para buscar formas o modos para comunicar con un lenguaje comprensible la novedad perenne del cristianismo», como nos recordó el Papa en su mensaje al Meeting de Rímini.
¿Por qué entonces, solo al oír hablar de búsqueda de «formas nuevas», salta el reflejo condicionado del rechazo, del temor, del miedo a perder el tesoro del depósito de la fe?
En Por qué la Iglesia, uno de los textos del Curso Básico de Cristianismo, don Giussani, hablando del magisterio y de «cómo se comunica la verdad», muestra de qué modo la Iglesia toma conciencia de sí misma y del tesoro del depósito de la fe. «Lo que ocurre en la vida de cada uno de nosotros, cuya autoconciencia madura con el paso del tiempo, ocurre también en la vida de la Iglesia», escribe. «Es importante recordar que la iglesia vive y opera en el curso del tiempo siguiendo su propia trayectoria de autoconciencia. El espíritu de Cristo la asiste indefectiblemente en ella para que pueda siempre cumplir su misión y, por lo tanto, no definir jamás ningún error; pero no la exime del esfuerzo y de la tarea de investigar de manera evolutiva, justamente porque su naturaleza es la de un “cuerpo”, divino sí, pero también humano, esto es, encarnado en el tiempo y en el espacio».
No se nos exime del trabajo fatigoso que requiere cualquier desarrollo. Ni a cada uno personalmente ni a la Iglesia como tal, precisamente porque es una realidad viva. Buscar formas nuevas de comunicar lo eterno no significa vacilar en las certezas, ceder a presiones ajenas o renunciar a lo que vale. Por el contrario, solo la firmeza en la fe nos permite abrirnos para buscar nuevas formas de comunicarla. Por eso puede propiciar un camino hermoso, como los rostros que aparecen en el vídeo para los 60 años de CL. En este número encontráis algunos de sus testimonios. Es un hermoso camino posible a cualquier latitud y edad. Con una sola condición que deberíamos aprender de memoria: «El cristiano no tiene miedo a descentrarse (…), porque tiene su centro en Jesucristo». ¿Cuál es nuestro centro?
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón