El 19 de octubre, en la clausura del Sínodo sobre la familia, el Papa Montini será beatificado. Monseñor ENNIO APECITI, responsable de la Diócesis de Milán para las causas de los santos, nos restituye una figura para muchos incomprendida. El Concilio, el discurso en la ONU, las encíclicas, el caso Aldo Moro... ¿Cómo afrontó algunos de los momentos más dramáticos de la historia de la Iglesia? «Fue un enamorado de Cristo»
Pablo VI, Papa en una de las épocas más difíciles para la Iglesia, será beatificado el 19 de octubre, último día del Sínodo extraordinario sobre la familia. «No podría haber una fecha mejor, Montini es el Papa del Sínodo», dice monseñor Ennio Apeciti, profesor de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de Italia septentrional y responsable de la Diócesis de Milán para las causas de los santos. «Alguno propuso el 8 de diciembre, aniversario de la clausura del Concilio; otros el año que viene. Fue el Papa Francisco quien quiso que la beatificación coincidiese con la clausura del Sínodo».
Giovanni Battista Montini fue diplomático, hombre de la curia, Arzobispo de Milán, pontífice en medio del Concilio y luego durante años dramáticos: la guerra fría, Mayo del 68, el terrorismo, el divorcio, el aborto. Suya fue esta grave advertencia: «el humo de Satanás ha entrado en la Iglesia por alguna grieta». En una época de transformaciones radicales y protestas incluso violentas contra dos mil años de tradición cristiana, Pablo VI anunció la fe a costa de graves incomprensiones. «Fue sobre todo un hombre profundamente enamorado de Cristo», dice monseñor Apeciti, que ha participado en el proceso de beatificación como delegado arzobispal.
La primera decisión de Pablo VI fue llevar adelante el Vaticano II.
En realidad no estaba obligado. La muerte del Papa suspende el Concilio: el de Trento permaneció interrumpido durante diez años. La Curia había desaconsejado su reanudación inmediata, como se comprende por la meditación que monseñor Tondini impartió a los cardenales antes del Cónclave. La primera sesión no había aprobado ningún documento. El peligro de que todo saltara era real.
¿Qué hizo Pablo VI?
El 22 de junio, en su primer discurso como Papa, anunció que objetivo prioritario de su Pontificado sería proseguir el Concilio sin interrupciones. Hacía falta un santo como el Papa Juan para comenzarlo y otro santo para llevarlo a término a pesar de los “profetas de calamidades”. Le tocaba a él reanudarlo, conducirlo, mantener unidos a aquellos para quienes la renovación era demasiado lenta (y por este asunto se resquebrajó su amistad con el cardenal Suenens) y los tradicionalistas.
¿Qué tarea se había impuesto Pablo VI? ¿Encontrar una mediación?
No: buscar la unidad de la Iglesia. Intervino con decisión cuando fue necesario desbloquear situaciones, como cuando hizo introducir la famosa Nota previa sobre la colegialidad o cuando afrontó la discusión sobre el celibato sacerdotal. Quiso que la Gaudium et Spes fuese el último documento del Concilio, aun a costa de pedir que la redactaran de nuevo tres días antes de la clausura.
Quiso también que el fermento de aquellos años llegase a todas partes: fue el primer Papa que viajó en avión.
Sus peregrinaciones son un signo importantísimo. Durante el Concilio anunció el regreso a Palestina del primer Papa peregrino. Luego fue a la India, visitó a la Madre Teresa en los suburbios de Calcuta y, antes de marcharse, vendió la tiara. El tercer viaje fue a la ONU de las grandes potencias, donde pronunció su famoso «nunca más la guerra». La tierra de Jesús, la tierra de quienes mueren de hambre, la tierra de los poderosos.
Concluido el Concilio, Pablo VI tuvo que llevarlo a la práctica. ¿Qué desafío supuso?
Un desafío grandioso. En el mundo avanzaba la tensión: Vietnam, la caída de Kruschev, la invasión de Checoslovaquia, los primeros fermentos de la protesta universitaria. Ya en las Audiencias generales de 1967 invitó a los jóvenes a reflexionar. Había captado las novedades y los peligros de un mundo que estaba naciendo y corría el riesgo de desorientarse.
¿Cuál fue su respuesta?
Escribió tres encíclicas en dos años. La Populorum progressio es el manifiesto programático del post-Concilio: la Iglesia no puede permanecer indiferente ante el grito de dolor que se eleva de la humanidad, debe encaminarse por la senda de los oprimidos. En la Sacerdotalis caelibatus volvió a presentar el celibato a los sacerdotes en crisis no en términos disciplinarios sino como amor apasionado por Cristo.
La tercera encíclica, Humanae vitae, fue la más contestada.
Pero antes sucedió un hecho importantísimo: el Año de la Fe, que concluyó con el Credo del pueblo de Dios. Habían surgido críticas y protestas, por ejemplo sobre la liturgia. Y él volvió a proponer en positivo todo el contenido de la fe. En Youtube hay un video de la ceremonia del 30 de junio de 1968 con los rostros turbados de los cardenales cuando Pablo VI comienza esa lectura. En vez de condenar errores y confusiones, propone de nuevo la verdad. Será escarnecido, incomprendido, considerado débil y ambiguo, pero el Credo es el símbolo de un Papa que elige un camino nuevo, el de la propuesta, no el del anatema, sabiendo que gran parte de la Curia lo criticaría.
Y la oposición se hizo más encarnizada.
La Humanae vitae completa una trilogía sobre el amor: el amor por los pobres, el amor de los sacerdotes por Cristo, el amor de los esposos. Sobre la encíclica se dijeron todo tipo de mentiras, fue uno de los primeros momentos en los que se vio cómo los medios de comunicación pueden manipular y distorsionar la verdad, un poco como le sucedió a Benedicto XVI con el discurso de Ratisbona. Pablo VI habla de la «Humanae vitae munus», el don de transmitir la vida. No del deber de tener más hijos, sino del carisma que viene de Dios, la tarea específica de los esposos que les hace semejantes a Él. Hay páginas bellísimas sobre el amor conyugal. Sólo al final se habla de la fecundidad del matrimonio.
Fue la última encíclica de Pablo VI. ¿Por qué?
La campaña de prensa y la deliberada desinformación le afligieron profundamente, y tal vez ni siquiera nosotros comprendimos su inteligencia. Puesto que su magisterio creaba tantos problemas, en los diez años siguientes pasó a las exhortaciones apostólicas. Y así surge la Gaudete in Domino, primer documento de un Papa sobre la alegría, y la Evangelii nuntiandi.
Que el Papa Bergoglio cita 29 veces en la Evangelii Gaudium.
Se comprende bien por qué Francisco es un enamorado de Pablo. Bergoglio ha hecho suyo, con auténtico discernimiento, el verdadero espíritu del proyecto de Iglesia, de relación con el mundo, de humanidad, que Pablo VI reclamaba. Como arzobispo pasó su vida en las villas miseria de Buenos Aires, porque se tomó en serio la Populorum progressio. Una fe positiva, entusiasta, valiente, que no ama subrayar los errores. Pablo VI clausuró el Año Santo de 1975 con una plegaria que es un grito: «En medio de los afanes de las inevitables tensiones y dificultades del mundo actual, la civilización del amor prevalecerá». Esta esperanza es la piedra angular que le sostuvo durante el terrible período de la secularización en Italia.
La ley del divorcio de 1970 y el referéndum sobre el aborto de 1974.
Italia había perdido el rumbo. En el referéndum incluso importantes representantes católicos defendieron la ley en medio de una confusión total de ideas. Qué tristeza para el Papa ver cómo maestros del pensamiento católico se ponían en su contra. Pero en aquellos años, ¿qué es lo que grita Pablo VI? «La civilización del amor prevalecerá». En medio de las tribulaciones, las confusiones, las guerras, él mira a Cristo. Si perdemos la centralidad de Cristo, su realidad y concreción, no comprendemos a Pablo VI.
En sus años milaneses, Montini demostró ser un gran educador. ¿No es así?
Intuyó, apenas llegó, que Milán era una realidad grandiosa en cuanto a cifras, pero los cristianos comprometidos, convencidos, eran una minoría. De modo que salió en busca de los alejados. Celebró su primera misa como arzobispo en el centro Don Gnocchi con los niños mutilados. La primera visita en Milán fue al Policlínico y la segunda a Sesto San Giovanni, la Estalingrado italiana: en ocho años irá allí veinticinco veces, predicando en las fábricas. El tercer gran gesto educativo del arzobispo Montini fue en 1957 la misión de Milán, que durante un mes implicó a toda la ciudad. Quiso que se predicaran no los “novísimos”, las verdades últimas, sino a Dios como padre. Llamó a los cardenales Siri y Lercaro, al padre Turoldo y a don Mazzolari, implicó a muchos testigos laicos. Con el mundo de la enseñanza tuvo la medida del distanciamiento entre la Iglesia y la vida real.
¿Cuál era su intención?
De los 15.000 estudiantes universitarios invitados, participaron solo 2.500. Un tercio de los maestros. De 20.000 chavales de enseñanza media, participaron 4.000 y, de los 15.000 bachilleres, 8.000.
Un número mayor que los demás.
De hecho Montini hizo que de manera expresa se añadiera una nota a la estadística: «Deseo dar las gracias explícitamente a Gioventù Studentesca por esto». Vivíamos de muchas cifras aparentes.
Es la percepción que tenía don Giussani en esa misma época.
Exacto. Siempre me ha sorprendido que Montini quisiera insertar ese agradecimiento especial al hombre que había tomado conciencia de la situación y se había lanzado a hacerle frente con todas sus fuerzas. La misión se realizó precisamente para retomar la formación de los jóvenes. Don Giussani lanzó de nuevo también la Carta pastoral de Montini sobre el sentido religioso. Había sintonía entre ellos, aunque Montini le diría después: «No comprendo sus métodos, pero veo los frutos». Palabras de un hombre que sabe respetar.
En 1972 Pablo VI denunció que el «humo de Satanás» estaba entrando en el templo de Dios.
Cuánto valor, cuánto escarnio.
¿Por qué Pablo VI fue tan subestimado?
Vivió en una época dominada por terribles ideologías, no se lo deseo a nadie. Cuando publicó la Populorum progressio el director del Banco Mundial, Robert McNamara, dijo que un Papa comunista no tenía derecho a ser ayudado, y cortó los fondos de ayuda para las misiones.
Un Papa comunista: la misma acusación dirigida hoy a Francisco.
Pablo VI era odiado. Ni los americanos ni los soviéticos podían amar al Papa de los pobres y de la paz. En Italia, el radicalismo liberal que controlaba muchos de los principales diarios, y creo que lo sigue haciendo, se opuso a este hombre demasiado límpido. Y además, el «humo de Satanás», la confusión en la Iglesia. En aquellos años diez mil sacerdotes colgaron la sotana.
¿Pablo VI no temía herir la sensibilidad de los demás?
Una de las objeciones en el proceso de beatificación fue que no fuera lo bastante fuerte y prudente. Pero fue de una claridad meridiana. Un místico respetuosísimo con las personas y al mismo tiempo firme cuando iban en contra de la comunión. A los hombres duros, fríos, tan tenazmente apegados a sus ideas como para no aceptar el diálogo, los apartaba. Besa los pies del metropolita ortodoxo Melitone, se arrodilla ante las Brigadas rojas y ante el obispo tradicionalista Lefebvre, pero cuando éste insiste, interviene porque «desgarrará la comunión de la Iglesia». Pablo VI dialogó hasta el final sin ceder un milímetro. Uno así molesta. Pero también nosotros como Iglesia nos hemos dejado embriagar por los cantos de sirena del momento.
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